Número 141 // Octubre 2024

Hace exactamente cinco años Maradona estaba viviendo su última experiencia en las canchas. Arengaba a la tropa de Gimnasia desde el banco, dirigía la tribuna y el equipo. La Plata se rendía ante el 10, hasta los hinchas de Estudiantes querían tocarlo con los ojos. No había táctica, solo alma y ruegos a D10S para no descender. Y el milagro llegó, apareció el coronavirus y la AFA canceló el descenso ese año. Diego todo lo puede.

Diego late en el Bosque

Por MUTO
Fotografías por el autor

En noviembre de 2019, en pleno ejercicio de su cargo como director técnico de Gimnasia y Esgrima de La Plata, Diego Maradona arengaba a las tribunas desbordadas del Juan Carmelo Zerillo. Eran los minutos previos al inicio del clásico platense y un Diego de casi sesenta años, rellenito y de aspecto bonachón iba y venía frente a las gradas. No era el Diego de otros tiempos, su presencia física en el mundo parecía ralentizarse y retroceder, pero esa tarde, con el rostro alzado hacia la horda blanquiazul, arengaba apasionadamente y acompañaba su llamado con golpes firmes y rítmicos del puño cerrado sobre su pecho. La enardecida hinchada tripera replicaba su canto y coreaba. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Con el corazón ganamos!

Es longevo el repertorio del clásico platense. El siempre anticipado Gimnasia versus Estudiantes de La Plata se habrá jugado unas doscientas veces desde que ambos equipos se miraron de igual a igual en la primera división de la liga profesional argentina. Más de un siglo después la rivalidad entre ambos clubes y sus hinchadas es tan profunda que se ha arraigado en la historia de la ciudad y al duelo se le considera uno de los grandes clásicos del fútbol nacional. Y entre todas las disputas, ya fuera en el Bosque tripero o en el vecino césped de Estudiantes, posiblemente ninguna haya sido tan atendida, comentada y revisada como la que se jugó aquel día que Diego dirigió al Lobo.

Desde su llegada a Gimnasia, un par de meses atrás, la sola presencia del ídolo en la banca le derivaba al club miles de nuevos socios y seguidores, un sólido repunte en ventas de mercadería y la atención obsesiva de medios locales y prensa internacional. La nebulosa maradoniana, en la que fácilmente coincidían con naturalidad Abuelas de la Plaza de Mayo con gurús mediáticos y traficantes de poder de todas las calañas, ahora imantaba al relativamente desconocido club deportivo y lo inauguraba en la caótica platea global. Y en ese escenario destacaba, entre todas, una consigna: mantener al Lobo, una vez más, por fuera de la zona de descenso. 

La historia de Gimnasia y Esgrima de La Plata se atrinchera en la tradición obrera y popular. Fue el club que captó las expectativas y el sentir de la vida villera y las juventudes inmigrantes de principios del siglo XX. La ciudad de La Plata se construyó con un ojo puesto en la grandiosidad de la Buenos Aires porteña. Quería impresionarla, hablarle de igual a igual. Miles de italianos pobres, predominantemente del sur de Italia, llegaron en tren a la vieja ensenada donde crecía un bosque de robles y eucaliptos, sentaron la primera roca y, mientras elevaban catedrales y palacios tan fastuosos como los de la vieja Buenos Aires, expandieron la barriada por la pampa platense. 

En una esquina de El Mondongo, un hincha exaltado por la lírica tribunera me atrae con un vaso de vino a los territorios de la mitología tripera. Es un martes por la tarde en la previa del partido contra Argentinos Juniors, el equipo donde debutó profesionalmente el pibe de Villa Fiorito, y debemos hablar fuerte. Varios grupos de triperos, hombres y mujeres, cantan abrazándose y saltan a nuestro alrededor.

—Escuchame, Diego vino al Lobo porque quería volver a la villa, a lo popular. Argentinos lo vio nacer y Gimnasia fue su último amor, ¿viste? Él lo decía siempre. Los triperos le recordábamos a la hinchada del Napoli, que fue otro amor suyo. Nosotros no hemos ganado mucha cosa, pero él quería estar acá. Diego vino acá al Bosque, él solito, y nos buscó. 

En los muros cubiertos de azul y blanco que nos rodean el arte tripero se explaya con afiladas criaturas y consignas. Pibes lobos blanden cuchillos terribles en nombre del honor obrero y popular. Mucha de la imaginería tripera es una resonancia de otros tiempos. Sus armas blancas son los sables de la noble esgrima que identifican al club fundado en 1887 reducidos y deformados en la larga faena de la industria de la carne. Un siglo atrás, El Mondongo fue fundado y habitado por las hordas obreras de los frigoríficos de Berisso y el Río de La Plata. Aquellos carniceros de overoles percudidos que llenaban tribunas de tabla precaria en el Zerillo eran descuartizadores y tajadores auténticos. Triperos originales. 

El arte que recorre los muros de El Mondongo se expande y abraza el universo que conforman el viejo Bosque platense y el estadio. En medio de los rituales del escabio y la fuma, típicos de la previa futbolera, entre cantos y arengas, veo el icónico rostro de la final de México 86 batiéndose en banderas que avanzan junto a un camino de eucaliptos centenarios. Cedros y araucarias gigantes resguardan el ardor de los puchos. Algunos hinchas van envueltos en trapos que revelan otros rostros y nombres triperos. Uno al que llaman el Negro José Luis fue un gran líder y luchador callejero, le gustaba agazaparse entre las ramas de los nativos ombúes y lanzarse de repente sobre sus enemigos. El Loco Fierro es una leyenda. En un clásico que se jugó en el estadio de Estudiantes, cruzó la cancha él solo y de regreso a la enloquecida hinchada blanquiazul traía consigo una bandera roja que arrebató a los putos a pura garra y destreza carnicera. Eran los noventa. La proeza de esta conquista y otras transgresoras locuras lo convirtieron en símbolo indiscutible de la barra. La Banda del Loco Fierro o La 22 son los nombres de la barra brava de Gimnasia.

En el olimpo tripero parecen ser más apreciados los líderes de tribuna que los propios jugadores. A Timoteo Griguol, el DT gimnasiero por excelencia, se le recuerda sobre todo por su espíritu pedagógico, una suerte de figura paterna dentro de la institución. El Viejo le dicen. Y en muros y banderas se replica un rostro tan icónico como el del Loco Fierro: el de un platense ilustre al que la hinchada blanquiazul define como “el tripero que más sabía del corazón”. René Favaloro, me explican, no es simplemente un médico importante que nació y creció en las calles de El Mondongo y que siguió al Lobo toda su vida. Favaloro inventó la técnica del bypass coronario, su trabajo, replicado en todo el mundo, cambió la medicina del corazón para siempre. 

El humanista que a través de su fundación operó a miles de argentinos y jubilados, “gente que no tenía un mango”, decidió terminar con su vida disparándose en el corazón. El suicidio ocurrió menos de un año antes del estallido social del 2001. Con ese disparo, Favarolo le enviaba un mensaje a la Argentina convulsionada y hambrienta de Fernando de la Rúa y a todas las argentinas por venir. Una de las tribunas del Zerillo lleva su nombre. 

—¿Conociste el estadio de los putos? —me pregunta un veterano tripero de Los Hornos que encuentro fumando sobre un viejo eucalipto derribado por una tormenta. 

Rubén se refiere al estadio UNO de Estudiantes, una mole de cemento que se levanta en los límites del Bosque, no muy lejos de los recovecos y senderos triperos que nos rodean. En su arquitectura mínima, que se despliega como un gran contenedor, resplandecen vitrinas de tiendas y restaurantes temáticos. Aerografías a gran escala de la copa del mundo que ganó el club en el 68 decoran su costado más occidental, el que mira a la ciudad. Juan Sebastián Verón, enemigo público de Diego desde que jugara bajo su dirección en la selección argentina del mundial de Sudáfrica, se ha encargado de llevar el club a las arenas del mercado global. Desde el inicio de su administración, en 2018, su gestión parece anticipar los destinos del fútbol argentino y sus clubes, el callado triunfo del capital privado sobre el patrimonio colectivo. 

—¿Alto estadio, eh? —continúa Rubén—. Han ganado todo los putos, ¿viste? Intercontinental, libertadores… Pero aquí en el Bosque mucho no los ves. Son unos culorrotos esos.

El tripero que va trajeado con la ropa deportiva del club, todo azul marino con franjas blancas y zapatillas deportivas blanquísimas se yergue sobre el tronco muerto y me lleva al día que Diego fue presentado como director técnico del Lobo. Aquel mítico día en el Zerillo. Rubén describe las hordas de triperos que esperan desde la noche anterior en carpas y campamentos. Hay hinchas mimetizados de River y Boca. ¡Hasta los putos están! Largas filas de camiones con equipos de transmisión esperan junto al estadio. Hay equipos de periodistas de todo el mundo. Adentro, hay más fotógrafos de los que Rubén haya visto jamás en un partido. Más que esa vez en el San Paolo, recuerda, cuando una muralla de cámaras recibió a Diego el día de su presentación oficial en el Napoli. ¿Te acordás de eso, vos? 

Rubén continúa: Diego llega al Zerillo hasta después de mediodía. Cuando se acerca al estadio, pasa algo. La tribuna de sesenta tiene espacios entre las gradas, como rendijas ¿viste? Maradona entra por uno de los accesos que están sobre ese costado del estadio y la gente se agacha a mirar. Se inclinan, de espaldas a la cancha. Son miles de hinchas, recuerda Rubén, y lo único que se ve son todos esos culos y espaldas y ni una sola cabeza. Rubén suelta una carcajada que es puro humo. ¡Como musulmanes en la meca, guacho! 

Cuando finalmente Diego aparece en la cancha, el estadio sembrado en el corazón del Bosque platense parece venirse abajo. Camina saludando, pero no se detiene. Continúa hacia el otro extremo, hacia la barra de La 22. Estallan bengalas, explosiones, los cánticos se inflaman entre una humareda azul. Entonces, a unos pocos metros de la malla, se detiene. Rubén imita el gesto que hace aparecer la pelota y sostenerla sobre la mano abierta. Y luego esa misma mano la eleva y la ofrece a la horda tripera.

Ya he visto antes la escena en fotografías y videos, es un momento idílico, pero cuando Rubén reproduce la acción encima de ese árbol muerto, en su mano alzada no veo un balón, veo algo que se hincha y palpita.

Gimnasia estaba en el fondo de la tabla de posiciones del torneo profesional cuando Diego llegó al Bosque. La campaña del 2018, con Pedro Troglio en la dirección, había dejado, una vez más, el sinsabor de un subcampeonato. Desde entonces el rendimiento del equipo se había ido a pique. El fantasma del descenso a segunda, una realidad en 2011, tocaba nuevamente a la puerta del club. Un Diego optimista se propuso mantener a raya la deshonra y alentó a las jóvenes almas tan bien como pudo. Para el recuerdo quedan las propinas que repartía en camerinos antes de cada juego y sus consejos no tanto técnicos como paternales. A Diego le interesaba la relación de los jugadores con sus madres. Hablaba constantemente de la suya, doña Tota y lloraba con facilidad. La figura de un segundo y casi anónimo DT suplía las constantes irregularidades. Por aquellos días Diego era una persona altamente medicada.

Mientras hacemos tiempo frente a uno de los cordones de ingreso al Zerillo, en la antesala del partido contra Argentinos Juniors, Matías recuerda algunos eventos del clásico platense del 2019. Aquel día vino en compañía de su novia, su padre y su abuela de ochenta años. Se suponía que iba a ser una fiesta, pero al final el Lobo fue incapaz de romper la racha de casi una década sin ganarle a Estudiantes. Su abuela italiana, que llegó de adolescente a La Plata a trabajar en los campos y se hizo tripera hace más de medio siglo, se quedó muda después del gol de los pinchas, en el segundo tiempo, y salió del estadio sin soltar palabra. No asistía a la cancha desde los noventa y había regresado solo para ver ganar al Lobo. En el camino de regreso rompió el silencio.

—¡Ni con el Diego, la puta que los parió! 

Matías viene al Bosque desde que su padre lo traía en hombros. Se hizo socio del club cuando tuvo su primer trabajo, a los doce años, y hoy tiene 35. Y desde que puede recordarlo, los asuntos relativos al club, los relevos en la comisión directiva, los cambios de presidencia, las decisiones sobre jugadores y plantel son cuestiones que se han discutido en su casa del mismo modo que se discute de política nacional. No hay ninguna distinción. El día de la presentación de Diego en el Zerillo fue para él y su familia la confirmación definitiva de algo que parecía imposible, un rumor al que se habían resistido. ¿Qué venía a hacer Diego a un club que nunca ha ganado como Gimnasia?

De los veintitantos partidos que Maradona dirigió en el club, aquel clásico fue el más importante y posiblemente el que lo vio en mejor forma. Mucho se decía sobre su salud. Que al ídolo se le diezmaba con incontables pastillas y medicamentos, que unos pocos se enriquecían a expensas de su vulnerabilidad y que muchas veces, sobre todo al final, no había Diego, solo alguien demasiado dopado para hacer cualquier cosa que no fuera balbucear.

Por lo mismo, Matías recuerda al Diego del clásico como su mejor versión de esos días. Disfruta reviviendo la situación que se originó en el entretiempo, cuando ante la mirada de todo el estadio, Diego se metió a la cancha y como cualquier DT de pueblo fue a hacerle pelea al diez de Estudiantes, acusándolo de incitar a sus jugadores y propiciar el mal juego. Por un momento la Gata Fernández pensó con la sangre galopándole en el cuello y le devolvió el revire y las acusaciones como si se tratara de un igual. Los rodeaba un enjambre nervioso de jugadores, brazos de confianza intentaban hacer retroceder al encabronado DT. 

—Te gustan las cámaras a vos —le dijo la Gata riéndose y pasándole una mano detrás del cuello, canchero. A Diego se lo llevaban un poco a la fuerza. 

—Me gustan las cámaras desde mucho antes que a vos tu viejo te tuviera entre los huevos —gritó.

Era genial ver a Diego peleándose así. La Gata era por aquellos días un referente indiscutible del equipo. Figura crucial en el reciente triunfo por la libertadores. Después tendría que salir a disculparse en público. Su insolencia había desatado las críticas. Los triperos celebraron ver a un culorroto de su tamaño en tremendo apuro. 

Diego murió un año después de aquel clásico. En los estadios que pisó durante su campaña con Gimnasia fue ovacionado por hinchadas de todos los colores. Se sentó en sillas resplandecientes y de altos espaldares, como tronos, mientras las hordas coreaban su nombre. La noticia de su muerte desencadenó un ardor de multitudes que llenaron plazas y avenidas en plena cuarentena, un duelo público que se extendió por semanas. Cuando su cuerpo fue enterrado en Buenos Aires, no muchos sabían que dentro no había un corazón. 

Comprometido por una orden judicial, el órgano colapsado había sido retirado del cuerpo y enviado a los laboratorios del Departamento de Patología Forense, en La Plata. Junto al pequeño edificio en el que desde entonces reposa su corazón, hay hileras de fresnos y cipreses. Está tan cerca del estadio del Lobo que solo hace falta una tranquila caminada para ir de un lugar a otro. 

Matías conoce muy bien esta circunstancia y la compleja red de trabas y cuestiones jurídicas y legales que la ocasionaron. Me cuenta que por los mismos días circularon rumores sobre un supuesto “rescate”. Se decía que una caravana de La 22 había escoltado la ambulancia que trajo el corazón desde Buenos Aires hasta el Bosque. Incluso se dijo que la barra había planeado secuestrar el vehículo y que se había desplegado un operativo policial para impedirlo, pero después de algún revuelo mediático miembros de la misma hinchada desmintieron el asunto.

Poco después, en la previa de un nuevo clásico, la tribuna del Loco Fierro mostró al estadio y a las cámaras un trapo enorme que decía: Tenemos el Corazón de Diego.

***

En los bajos de la tribuna se vive un ambiente tranquilo y como de día feriado. Muchos aficionados parecen llegar recién de sus trabajos. Son laburantes. Me cruzo con padres que llevan niños y niñas en hombros, madres lactantes, corrillos de jubilados de cabellos blancos que conversan reposadamente. Nuestro costado del estadio recibe al aficionado raso; en el otro extremo, allá donde ya comienza a repicar el bombo, se instala la barra. Los pibes lobos que cantan y danzan en el frío aire de la tarde, entre humaredas y banderas con ídolos y consignas, no han venido a ver fútbol, o no como nosotros. No les interesan las circunstancias del juego. Han alentado al Lobo en medio de goleadas y derrotas apabullantes para admiración y desconcierto de muchos. Lo han acompañado en la humillación y la esperanza arrebatada. Siempre vibrando y girando. Su fidelidad pasa por argumentos distintos a cualquier resultado. 

Busco sitio en algún lugar detrás del arco de Gimnasia mientras el sol cae frente a la tribuna y por encima de la barra y las banderas blancas y azules que se alzan y agitan en el aire. Las altas copas del Bosque platense se cubren de un aura dorada. 

Gimnasia vs. Argentinos Junior es el primer partido de la liga profesional argentina al que asisto en mi vida. Cuando los jugadores salen a la cancha tengo la impresión de que son muy jóvenes, como si recién dejaran de ser niños. Pero allá adentro todo es muy sacrificado y sumamente importante, nadie ríe. Minuto a minuto, jugada a jugada, los hombres y mujeres que me rodean vibran como en un mar tranquilo o se inflaman, se aferran con fuerza, se sacuden. Se ahogan y vuelven a respirar. De repente hay un silencio magnífico. Dura nada, pero puedo escuchar el sonido preciso del pie golpeando el balón y después el coro que se desborda y llena el Bosque con el sonido maravilloso de una victoria.

Hola