Número 139 // Mayo 2024

Pelea por puntos

Por LIBARDO VÉLEZ
Fotografía de Juan Fernando Ospina

Nada más justo que un sistema de estímulos para que los profesores de las universidades públicas puedan mejorar su salario. Históricamente, ha existido una brecha entre el sueldo de enganche en las universidades públicas y privadas (con exclusión de los bien llamados “garajes”, covachas de explotación docente); una diferencia que, mal calculada, puede significar el doble, o incluso más, a favor de profesores en el sector privado. No fue por azar, ni por corrupción —como creen algunos—, que la ley dispuso que la mitad del ingreso salarial de los profesores universitarios públicos se considerara como “gastos de representación”, esto es, no gravable en términos tributarios. Por justa, esa medida ha sobrevivido a las muchas reformas que han querido echarla por tierra.

Otra forma de compensación —o mejor, una oportunidad de nivelación— está representada en los estímulos otorgados por productividad académica. Por supuesto, con esto no solo se trata de aliviar el bolsillo profesoral, sino, también, de incentivar la producción y divulgación de conocimiento. Se dirá que no otra es la obligación del profesor universitario, y no sin razón; pero entonces podrá contraargumentarse que la cruzada de las “universidades investigadoras” es tema del nuevo siglo: hasta no hace mucho, el alma profesoral estaba atrapada casi exclusivamente por el aula, las clases por preparar y el arrume de exámenes por calificar, y los primeros decretos que querían invitarla a investigar y escribir debían ser suficientemente seductores. De hecho, todavía hoy existen los profesores cuya vocación es esencialmente docente, no investigadora. Aunque mucho tiene de lugar común, hay algo de cierto en la conseja popular que establece que los mejores investigadores no saben o no quieren enseñar.

Hasta los albores del siglo XXI rigió el Decreto 1444 de 1992, el cual disponía que cualquier publicación formal —esto es, un libro o un capítulo con ISBN o un artículo en una revista con ISSN— le granjeaba puntos de mejora salarial a un profesor. El decreto se concibió de esa manera para estimular a los docentes de tiza y tablero a ser más productivos, pero acabó convirtiéndose en una tentación peligrosa: la disposición vino a ser derogada cuando se tuvo abundante evidencia de que, en algunas universidades del país, los profesores hacían vaca para autopublicarse sin pasar por comités editoriales, a despecho de la calidad académica y estética de los productos editoriales. El nuevo decreto —el restrictivo 2912— se promulgó en plenas vacaciones de fin de año de 2001. Entre otros asuntos, fijó topes que limitaron considerablemente el salario de enganche y estableció una asimetría desproporcionada entre los puntos salariales asignados a publicaciones en revistas internacionales y nacionales. El mal ambiente que se generó llevó a su derogación en junio de 2002.

El Decreto 1279, todavía vigente, entró a reemplazarlo. Les devolvió la dignidad a las revistas nacionales, en las cuales un profesor, cuando publica algo, puede ganar tantos puntos como en una revista internacional. Eso sí, el decreto restringió esa posibilidad a las revistas que estuvieran clasificadas en alguna de las cuatro categorías de Publindex, el índice bibliográfico establecido por Colciencias, hoy gestionado por Minciencias (aunque la convocatoria de actualización está congelada desde hace dos años). Sumando y restando, este nuevo decreto mejoró las reglas de juego más radicales del 2912, pero aun así se situó lejos de ese país de Jauja, con ríos de puntos en promoción, que fue el 1444. De ahí que resulten injustas —e incluso delirantes— denuncias públicas en redes sociales como la que, hace un par de años, lanzó Ariel Ávila, para quien todos los profesores de las universidades públicas del país se confabulan para publicarse cualquier cosa y subirse el sueldo a voluntad. Jaime Restrepo Cuartas, exrector de la Universidad de Antioquia, con motivo de la frustración que le granjeó la derrota de su candidata en la última elección rectoral, emitió hace días una queja parecida: se lamentó por los sueldos astronómicos de profesores que pueden ganar varias decenas de millones, sin aclarar que esa es la condición de una minoría de los docentes. Las redes sociales estallaron contra los disimulados magnates.

En todo caso, es necesario advertir que, a más de veinte años de su sanción, el Decreto 1279 es un enfermo crónico al cual se le conocen sus achaques. Una vez más, como en su momento ocurrió con el 1444, se han conformado carteles de defraudadores que saben cómo sacarle provecho. Dado que el decreto respeta la totalidad del puntaje para cada autor aun si se trata de tres coautores, resulta rentable acordar, con tres colegas, que cada uno publique un texto pero que lo firmen todos. Y más allá de las fisuras de la ley, se imponen también las de la ética: ya son cuentos archiconocidos aquellos que refieren que alguien, por prestar el microscopio de alta precisión, exige firmar como coautor del flamante artículo de investigación; o la triste leyenda del estudiante de doctorado que, para obtener el aval final de su tutor, debe permitir que ese chantajista y cuatro rémoras más firmen como coautores de aquello que solo a él lo ha desvelado. Pero una vez más es necesario aclarar que el contrabando salarial es una práctica de una minoría de profesores: para la mayor parte de ellos, la larga carrera docente transcurre sin haber cumplido el viejo sueño de publicar, siquiera, un solo artículo A1, que entrega la mayor cantidad de puntos y pesos.

La deficiente financiación estatal que, desde tiempo inmemorial, ha castigado a las universidades públicas, ha hecho que hoy el déficit fiscal amenace seriamente su sobrevivencia. Para solo remitirnos a lo local, basta decir que el déficit de la Universidad de Antioquia sobrepasa los trescientos mil millones de pesos. En esas condiciones, el aumento incontrolado de los salarios profesorales —así se trate solo de los salarios de los docentes cartelizados— es un problema real, y un problema por resolver (así no sea el de mayor urgencia, como lo es, por ejemplo, la degradación de los campus universitarios por cuenta del microtráfico y la extorsión). Los estímulos profesorales no pueden acabarse, pero deben ser proporcionados y realistas; de lo contrario, la universidad pública se hará inviable. Lo llamativo es que algunas soluciones parecen ser de fácil implementación: dividir el botín de puntos salariales entre los coautores, cualquiera sea su número; fijar un tope de mejora de salario por productividad en la carrera docente —un umbral a partir del cual terminaría la posibilidad de apelar al beneficio—; o bien convertir en transitoria la mejora salarial, tal como ya ocurre en algunas universidades privadas, en las que el incremento por publicaciones o investigaciones puede gozarse solo a lo largo de dos años, después de los cuales se hace necesario estrujarse nuevamente los sesos para no perder el beneficio. Topes y duraciones, aunque definidos, podrían todavía ser generosos, y si lo que corresponde es la actualización del mérito, esto supone un esfuerzo acorde con la capacidad de cualquier profesor universitario que se precie de serlo o, más exactamente, que merezca su posición. Como en todas las cosas de la vida, de lo que se trata es de contención y autocrítica. Y por supuesto, de dignidad.