Melón, el Melodioso
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Por ALEX JIMÉNEZ
Ilustración de Natalia Osorio Bonilla
Uno no es lo que quiere
Sino lo que puede ser
José José
Ahí está Melón, tal vez agonizando.
Durante una de las treguas que la economía le arrebató a la pandemia, Melón “el Melodioso” Pérez, productor de Alessandro Tanz, maestro en guitarra, piano y trompeta, tenor impecable y ganador de cuatro Premios Grammy, estuvo en mi carro una noche. Le abrí la puerta, ebrio de ilusiones, alrededor de las siete. A las siete y cinco ya estaba planeando la manera de bajarlo. Meses después de ese episodio, la calle lo escupió delante de mí. Me miró a los ojos y no me reconoció. Cuando estuve a unos metros, di la vuelta y me percaté de su aspecto casi indigente. Creo que puedo explicar esa debacle vertiginosa con los pocos detalles que conozco de su vida. Conversé otras veces con él. Me presenté siempre con un nombre distinto y no se dio cuenta, ni siquiera cuando usé alias absurdos, como Margarito Yourcenar o Francisco Káfkaro. Hay un par de bajezas que no me contó y que encontré en la red después de la noche que lo conocí.
Proveniente de una familia de músicos, aprendió a armar melodías en el piano antes que a pronunciar palabras. En ese prodigio podría estar el corazón de su desventura. Significa que un niño pasó más tiempo junto a un instrumento que junto al afecto de sus padres. Según los uitotos, los niños beben la plenitud del lenguaje y del cosmos en la leche tibia de la madre. Melón no tuvo más opción que mamar de las teclas del piano. Podríamos decir que en esa ruta llegó a ser un genio, a la manera del ajedrecista de Zweig. Es decir, casi como un insulto: alguien cuya hipertrofia lo hace diestro en un área que no está en capacidad de comprender. En las conversaciones que sostuvimos, en las entrevistas que encontré en la red, no percibí un solo destello de asombro, sensibilidad o inteligencia. Pero cuando le entregaban una guitarra en el Parque Despobrado, la gente lo rodeaba con teléfonos celulares, deslumbrada ante el nivel de destreza casi circense. Bernard Shaw decía que nadie podía ser un especialista sin ser, en estricto sentido, un idiota. No lo digo con sorna. Él cargaba ese drama, aunque no se diera cuenta. El mío tal vez sea darme cuenta.
Melón creció entre hambre y canciones, con el temor de que su techo colonial en La Habana no le pudiera dar sustento a más termitas. Su vida, como la mía, era cantar en fiestas, bares y restaurantes. La adolescencia lo encontró bien afianzado en su negocio. Formó una familia y empezó a tocar en el mismo hotel donde Hemingway escribió Por quién doblan las campanas. En uno de esos conciertos se le apareció el ángel de la guarda. Según la teoría de los seis grados de separación, yo podría hablar mañana con la persona más poderosa del planeta. Solo cinco seres humanos nos separan de cualquier otro en el mundo, sea quien sea. En ese hotel un productor lo vio y lo invitó a trabajar en la parte latina de una canción de Alessandro Tanz. Esa canción, Corazón dolío, llegó al número uno de la radio de habla hispana. Melón había pasado de ganarse la vida en el hotel Habana Hemingway a trabajar con una disquera monstruosa. A los veintidós años, edad en que la corteza cerebral prefrontal no ha acabado de madurar, un muchacho había alcanzado lo que consideraba la gloria. Imaginó que empezaría a ganarse la vida como músico de sesión. Entonces Alessandro Tanz le propuso ser el productor de su siguiente álbum, contra el deseo de la disquera de contratar al gran Quincy Jones, maestro detrás de los álbumes que tallaron a Michael Jackson en semidiós.
Preferir al advenedizo antes que a la leyenda era el giro impredecible más predecible para un artista romántico del pop. Alessandro Tanz se llevó al productor novato a vivir en su casa playera de Miami, donde barcos cargados de turistas saludaban al cantante por megáfonos y le tiraban calzones que quedaban flotando a la deriva o atragantaban a las tortugas marinas que los tomaban por aguamalas. El álbum que Melón cocinó junto a Tanz le hizo ganar cuatro Premios Grammy. Por esa época se aficionó a ciertos excesos de la fama. En el Parque Despobrado me habló alguna vez de la cantidad de coca que cabe en el ombligo de una bayusera. De eso se llenaba la boca quien producía éxitos románticos y no sabía que José Martí era algo más que una marca de mojito.
Lo conocí una semana después de que viniera a encallar a la Villa de la Candelaria. El amigo que me habló de él esperaba que Melón fuera el primer eslabón de los seis grados de separación que harían despegar al fin mi carrera. Ese amigo, Sharif Al Rashid, cuya fe inquebrantable en mi trabajo me enternece, es dueño de un restaurante con aromas de Las mil y una noches. Melón había comido ahí y había dicho que andaba cazando talentos locales. Sharif le recomendó mi trabajo. Agradecí a mi amigo por el contacto.
Recibí la noticia con mesura. Tengo cuarenta años. Desde hace una década es evidente que fracasé: la mediana edad no se lleva muy bien con la industria del pop, a menos que podamos ser eternos como quería Yourcenar. Ya otras veces, tantas y tantas, me han dado el número de tal o cual productor o mánager. El fiasco es tan mezquino que no logra trascender a anécdota. Emocionarme por ese tipo de personas es indigno de mis arrugas y mi calvicie. Pero la ilusión, perra famélica, agoniza siempre, nunca acaba de morir, nunca deja de morder.
Le escribí un recatado mensaje al productor un lunes en la tarde. Respondió que sí, que nos viéramos algún día. El sábado recibí un mensaje desde otro número: “Te hablo desde el celular de mi asistente. Veámonos hoy en El Despobrado”. Ansioso, lo llamé a ese número para explicarle que la pandemia había arrasado con lo poco que tenía en mi cuenta, y justo esa noche me habían contratado para un tedioso cumpleaños. “Si no te molesta, te acompaño”, me dijo. Me pareció un gesto bellísimo: el hombre que había recorrido el mundo y había trabajado con artistas famosos se ofrecía a acompañarme a la sala de una casa para una modesta serenata. Respondí a esa cortesía con otra: me ofrecí a recogerlo. Me envió su ubicación. Di un vistazo rápido al Mapa Satelital y me pareció que la dirección era cerca de la zona universitaria y no en El Despobrado. Supuse que se encontraba en casa de su asistente y me dejé guiar por una voz robótica sin cuestionarla ni cuestionarme. Cuando estuve cerca de la zona universitaria, vi que aún faltaba un largo trecho. Sin embargo, seguí por la ruta de mi desdicha, como es costumbre. Subí por calles de periferia, cada vez más arriba. Luego giré a la zona de casas de zinc y subí más. Mi carro, una cafetera porfiada, olía a cortocircuito, sonaba a cerrajería, sufría para dar la talla en pendientes desquiciadas. Llegué a barrios donde puestos de chunchurria atiborraban pasos peatonales, donde los motociclistas iban sin casco y pateaban retrovisores, donde los transeúntes se pavoneaban ante la muerte mientras los buses subían a los andenes la mitad de sus armatostes. Es decir, barrios como el mío, pero al otro lado de la montaña. Supongo que en mi miedo estaba replicando el vicio nacional de creer que la mugre propia es menos indigna que la ajena.
Llegué a la dirección: una calle ciega y estrecha. Llamé al número de la asistente para anunciarme. No respondió una voz extranjera, sino una dicción de barrio local. “Ya sale”, dijo. Después de un par de minutos, tenía a dos muchachos con gorra y sin barbijo escupiéndome muy cerca las palabras, preguntándome cuál era mi relación con el productor, contándome que había dado vueltas en un taxi todo el día sin pagar, pidiéndome dinero para calmar la ira del taxista, invitándome a bajar para convencer a Melón de cancelar su deuda. Creí que mis décadas de cantar Lamento boliviano y La chispa adecuada se irían al traste. Les dije que no tenía un centavo y que si Melón quería acompañarme debía salir ya. Empecé a maniobrar en el carro para poder escapar, porque era imposible ir en reversa. Cuando al fin estaba listo para irme, vi por el retrovisor al famoso productor saliendo de una casa. Melón “el Melodioso” Pérez me hizo señas para que lo esperara, mientras manoteaba hacia los muchachos de gorra y respondía a los insultos locales de ellos con insultos en cubano cuya traducción se me escapa. Subió a mi lado y me dijo que acelerara. Tampoco tenía barbijo. Esa noche gasté los restos de embrague de mi cafetera y tragué generosas gotículas de virus.
Estuvimos en silencio unos segundos. Al olor del carro recalentado se unió un tufo de trasnocho y ron. Melón hizo un comentario sobre la gente marginal y sus problemas marginales, que se te pegan como roña. Le pregunté por sus proyectos. En su respuesta, entrecortada por ruidos guturales de perico, entremezcló sin mucha coherencia la música electrónica, el folclor latinoamericano y la filarmónica del Valle de la Candelaria. Le pregunté por los artistas a quienes estaba reclutando. El único nombre de la lista fue el de mi amigo pakistaní. Aunque Sharif conoce la mayoría de acordes de la guitarra, sé que sus proyectos están relacionados con su restaurante. Entendí que a mi lado había un estafador. Melón había ganado cuatro Grammys y había trabajado con artistas famosos, pero ahora se dedicaba al vampirismo. Era necesario deshacerme de él antes de llegar a la fiesta de cumpleaños. Le dije que durmiera tranquilo si lo necesitaba. Asintió y cerró los ojos. Volvió a abrirlos de inmediato para revisar algo en su celular. Vi el patrón de desbloqueo: una simple L. Volvió a cerrar los ojos y casi al instante empezó a roncar.
A mi lado estaba el productor de Alessandro Tanz en un viaje intergaláctico por malolientes anillos de gusano. Yo, que me considero un grande hombre incomprendido y creo que es injusta la unánime indiferencia que me profesan la crítica, el público, mis amigos y mi mamá, tenía ante mí, una vez más, una burla del destino, más aparatosa que las anteriores. Qué fácil habría sido quitarle el celular en ese momento, abrir la puerta y patear afuera del carro ese bulto de psicoactivos y ron para que la autopista hiciera el resto. Pero no soy un personaje de Tom Waits, sino apenas un resentido local, chato y romo. Decidí tomar el siguiente retorno al Parque Despobrado, donde me había dicho que se estaba hospedando. Entonces me di cuenta de que no me quedaba tiempo para ir a un extremo de la ciudad y atravesarla de vuelta hasta la sala del cumpleaños. Busqué una parada, me detuve detrás de un acopio de taxis y desperté al gran productor. No fue fácil. Después de todo, podía haberle quitado el celular.
“Cancelaron el concierto, Melón”, le dije.
“¿Y eso?”, me preguntó él, atontado por el sueño.
“La mamá de la cumpleañera cogió el virus”, le dije.
“¡La pingaaaa!”.
“Sí, qué lástima. Pero yo te aviso cuando vuelva a tocar. Mira, cualquiera de estos taxis te lleva”. Él dudó un segundo y luego dijo:
“Oye, es que ando sin cash”.
Le di lo único que tenía: 35 mil pesos. Fingió avergonzarse y los aceptó.
Volví sobre mi camino y llegué a tiempo para el cumpleaños, eterno y árido como un álbum de R.E.M. A mi espalda, la cucaracha en la baldosa pareció prestarme más atención que la cumpleañera aplastada por veinte años de matrimonio. Al día siguiente volví a buscar en la red el nombre de Melón, el Melodioso. Agregué la palabra “escándalo”. Aparecieron resultados diferentes. Vi las dos bajezas de las que no me habló: en España, en una fundación para la niñez desamparada, Melón dijo tener permiso de llevarse una guitarra que Alessandro Tanz había donado para recaudar fondos. La directora, por supuesto, no lo permitió. En México lo busca la justicia: Melón cobró un anticipo de siete mil dólares por una clase magistral que nunca llevó a cabo sobre el álbum de Tanz en el que fue productor. Llamé a Sharif Al Rashid para alertarlo.
La rabia de esa noche se convirtió en compasión. Entendí la historia de un niño sin afecto que había logrado el éxito antes de los treinta años y llevaba una década desmoronándose. Yo sí habría sabido qué hacer si la fortuna me hubiera sonreído a los veintidós años.
Días después volvieron a llamarme de un bar cerca al Parque Despobrado. Cuando terminé de tocar la primera tanda, salí a dar una vuelta. Llegué a un negocio de empanadas y vi a Melón junto a dos raperos muy humildes, regateando unos pesos con el vendedor. Vi que se iba a ganar un puñetazo por no pagar unas monedas, así que completé lo que le faltaba. Lo miré, creyendo que me reconocería. Solo dijo: “Gracias, compadre”. Siguió hacia el parque con sus rémoras ilusas. Esa noche, después de mi concierto, lo vi con una guitarra prestada, deslumbrando transeúntes para costearse más empanadas. Cantó Payaso mejor que José José. En esas estuvo durante varias semanas. Cuando no conseguía la guitarra, se paraba junto a los bares a cantar con su voz prodigiosa lo que estuviera sonando. Siempre llevaba la misma ropa cubana, que ahora huele a indigencia nacional. Cuando me hablaba de su vida, se pintaba como una víctima de las circunstancias. Tal vez lo sea, aunque íntimamente él mismo no lo crea. Las últimas veces que lo vi, se quejó del ruido de los bares cercanos, aunque el volumen no era exagerado. Luego le pasaron una guitarra, dio un rasgueo y la devolvió horrorizado, como si le hubiera reventado los oídos. La guitarra no estaba desafinada. Parece que la música se le está convirtiendo en ruido. Si es lo que creo, se trata de una enfermedad neuronal crónica. Cada día será peor.
Claro: si sobrevive. Porque ahora está ahí, tirado en una acera, junto a un charco de vómito. Sigue respirando, pero se ve muy mal. Nadie quiere acercarse. En estas circunstancias, la gente suele esperar a que haya un primer samaritano antes de atreverse a participar. Me agacho junto al productor, le doy la vuelta. Tiene la cara sudorosa, los ojos en blanco. Una mujer grita, pide un doctor. Aparece un estudiante de enfermería que estaba tomando cerveza en el parque. Se agacha a mi lado. Llega también una muchacha muy joven, dice que es doctora. Ambos se encargan del cubano. Le abren la camisa, lo auscultan. Esculcan sus bolsillos, encuentran su billetera. Yo me alejo del corrillo. Alcanzo a escuchar que preguntan por su celular. Me pierdo en la siguiente esquina. Busco una calle tranquila, meto la mano en mi bolsillo, saco el objeto de mi redención. Reproduzco el patrón de desbloqueo. El celular me ofrece sus secretos. Busco los contactos. Siento el corazón galopando en las sienes. Encuentro el número de Alessandro Tanz. Lo marco desde mi celular, casi sin esperanza.
Al otro lado, una voz famosa me responde.
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