Número 136 // Septiembre 2023

Ver arder

Por IGNACIO PIEDRAHÍTA ARROYAVE
Ilustración de Hansel Obando

El tiempo seco es ideal para provocar el fuego. Pastos, arbustos y ramas caídas cogen candela con facilidad. Basta la insinuación de una chispa para que se prenda una hoguera, que rápidamente se puede convertir en un incendio. Así ha ocurrido desde hace un poco más de cuatrocientos millones de años, cuando la tierra se pobló de plantas y estas inyectaron oxígeno en la atmósfera. Se crearon las condiciones y el material para quemar, y desde entonces siempre hay algo ardiendo sobre la Tierra.

Antes de que el ser humano comenzara a merodear en el planeta, los incendios corrían por cuenta de otros delegados. Los rayos en tormentas secas eran los principales responsables de quemar los bosques. En menor medida también podían hacerlo los manaderos naturales de petróleo, o los fuegos producidos por la descomposición de los cuerpos de seres vivos, así como la lava y otros productos volcánicos. De allí tomaron el fuego nuestros ancestros y luego aprendieron a encenderlo. Al parecer, lo estamos usando hace un millón de años, y hace unos cuatrocientos mil se volvió algo cotidiano.

Es posible que desde entonces haya aparecido la modalidad del incendio provocado por las personas. En muchos casos no hay una verdadera intención de quemar toda la zona. Alguien hace una fogata para cocinar o calentarse, y esta resulta carbonizando un bosque entero. En nuestros días esto es mucho más común. Por una parte somos más brutos a la hora de jugar con candela y, por otra, la chispa de un motor o cualquier vidrio grueso pueden encender la paja.

Aun personas acostumbradas a hacer fogatas en campo abierto se descuidan. Algo así le sucedió al escritor Henry David Thoreau, que conocía el bosque y sus secretos. Estaba de excursión con un amigo por el río Concord, a cuyas orillas acampaban. Un día se les ocurrió cocinar un pescado sobre un tocón viejo de pino, y este se prendió junto con la hierba seca que lo rodeaba: “Brincamos para apagarlo, primero con pies y manos, luego con un tablón que encontramos en el bote, pero en un par de minutos ya estaba fuera de control; […] salvaje e imparable, saltaba y chisporroteaba hacia el bosque”. Quemaron 120 hectáreas de arboledas.

No todos los incendios de origen humano son fruto del descuido. Algunos son provocados de manera controlada cada año, como prácticas agrícolas. Esto mismo lo ha hecho la naturaleza durante eras geológicas. Ciertos ecosistemas están en armonía con los incendios naturales estacionales. Muchas comunidades en el mundo practican la quema controlada para devolver nutrientes al suelo y limitar la cantidad de madera seca que, en caso de un incendio, devastaría la región.

La naturaleza también controla la candela con el tiempo frío y húmedo. Porque, una vez el fuego se enciende, su instinto depredador es incontenible. Un incendio no se agota ni se debilita por cuenta propia. Es un demonio voraz que consume hojas y ramas secas, pastos y madera caída. Y este alimento abunda allí donde no ha llovido y hace calor. Si tiene delante un bosque entero, se lo traga sin miramientos. No se cansa ni se compadece mientras haya troncos que quemar.

El problema actual surge porque, gracias al cambio climático, los inviernos son cada vez menos húmedos y más cortos. Esto no solo es aprovechado por los rayos en el hemisferio norte sino por la gente, en aras de la necesidad o la codicia. En la Amazonía, por ejemplo, los colonos que expanden la frontera agrícola cada año consumiendo miles de hectáreas de selva tienen la sequía de su lado. El fuego, ese fantasma “cuyo destino es cambiar”, como decía Heráclito, se relame ante este nuevo estado del clima mundial. El fuego se despierta anualmente de su sueño invernal con todo a su favor. Los veranos cada vez más largos son temporadas en el infierno en las partes del mundo propensas a la sequía.

En el centro de Colombia, agosto es un mes seco y de vientos, terreno abonado para las llamas. Al mismo tiempo está sucediendo la estación de verano en el hemisferio norte. Por eso escuchamos de incendios aquí y allá. Y este año ha sido aún más grave, pues con el fenómeno del Niño ha llovido muy poco durante el segundo semestre del año. Los incendios locales se han multiplicado. El más grande de la temporada ha sido el del Seminario Mayor, en la ladera oriental de la ciudad. Entre el 6 y el 8 de agosto se quemaron allí unas sesenta hectáreas, al parecer por personas que las querían ver en brasas.

Pero si por acá arde, en el mundo se habla de millones de hectáreas de bosque en cenizas, miles de evacuados, ciudades arrasadas y personas que han perdido la vida asfixiadas o quemadas. En la isla de Maui, en Hawái, la ciudad de Lahaina quedó prácticamente destruida. Fuego más viento fue la combinación fatal para que las llamas avanzaran sin control. Mientras azotaba la isla, un huracán tumbó un tendido eléctrico y este prendió fuego al pasto seco y luego a la ciudad. Los mismos vientos se encargaron de propagar la candela a la manera de lanzallamas.

Sin importar las causas, el mundo está ahora más dispuesto a quemarse. La subida de temperaturas ha desatado una especie de pandemia de fuego. Las olas de calor y la ausencia de lluvias acumulan vegetación seca. Las temporadas más calientes traen más incendios forestales, no solo por la cantidad de material disponible para quemarse, sino porque crece incluso la frecuencia de rayos. Adicionalmente, a más incendios, más seco y propenso se vuelve el ambiente a otros incendios, que a su vez llenan la atmósfera de dióxido de carbono y aportan al aumento de la temperatura global.

El cambio climático suele atacar primero a los más vulnerables, sean seres humanos, animales o plantas. En Grecia ardieron cuarenta mil hectáreas en tres días de agosto, y las víctimas fueron migrantes que acampaban en el bosque, escondidos e indefensos. El verano de 2019 y 2020 en Australia fue especialmente triste por la muerte de muchas personas y cientos de miles de animales, entre ellos sesenta mil koalas. La extensión de tierra calcinada este año en Canadá es de casi quince millones de hectáreas, un área equivalente a la de Uruguay.

Pero no todo son malas noticias. Hay mapas que monitorean y cuantifican los incendios en el mundo. Y saber que la situación no es un invento de algunos es ya un punto de partida honesto. Las personas tienen en sus manos información para pensar en su propio comportamiento y exigirles a sus políticos que tomen decisiones sobre el asunto. Ahora sabemos que, de diez incendios forestales, ocho son provocados por las personas. Esto quiere decir que se pueden prevenir. Insistir en la comprensión de la naturaleza y comprometerse con ella es algo que la humanidad todavía tiene en sus manos.

Si bien no estamos en una situación fácil, hemos estado en peores condiciones con respecto al fuego. Hasta hace cien años se quemaban grandes ciudades por causas naturales. El terremoto de San Francisco de 1906 hizo que se reventaran los ductos de gas y la ciudad ardiera durante días hasta destruirla casi por completo. Murieron oficialmente quinientas personas —aunque parece que fueron miles— y cuatrocientas mil quedaron sin casa. Gracias a eso se tienen planes de evacuación y técnicas eficientes para apagar incendios. En Lahaina, en Hawái, no funcionaron, sin embargo, pero existían.

Otra cosa que podría considerarse positiva es que la sequía y los incendios forestales están llegando a las grandes ciudades con nuevas propuestas para sus habitantes. En Vancouver, Canadá, las personas aceptaron con gusto la restricción de no regar sus jardines este año ante la falta de agua. El prado verde era símbolo de estatus personal y orgullo de los parques públicos, y ahora es de un precioso color café, propio del verano. El turismo no ha caído ni la economía de la ciudad se ha afectado, pero los paradigmas han cambiado.

Los incendios en Canadá han sido tan grandes que no solo han ahumado el cielo de ciudades locales. Estos mismos fuegos cubrieron de ceniza a Nueva York durante días. Sin hacerles un daño mayor, los incendios tocaron a las puertas de los más pudientes. Allí está el poder económico que podría desviar un poco de dinero hacia los flacos bolsillos del medio ambiente. Se estima que si aumentamos las inversiones anuales en tecnologías limpias e infraestructura en un dos por ciento del PIB global, podemos prevenir una crisis climática.

El mundo se gastó el catorce por ciento del PIB en aplacar la pandemia, y estamos hablando de invertir un dos por ciento anual para sanar el futuro de la humanidad. Los fondos de pensiones tienen en sus manos 56 trillones de dólares, y lo que necesitamos para que la Tierra no se retire todavía es una mesada anual de 1,7 trillones. Cada dos años, 2,5 por ciento del PIB global se pierde en comida que hay que botar. Y cada tres años los gobiernos se gastan tres trillones en subsidios directos a la producción de combustibles fósiles como el petróleo. Plata hay, solo hay que invertirla en las generaciones que vienen.

Los medios de comunicación pueden dar una mano. Al informar bien y llevar un conteo de daños, ponen la discusión en primer plano. La gente reclama y los políticos se ven obligados a incluir temas de cambio climático en sus programas. Debemos entender que el planeta Tierra no está allí para exprimirlo en favor de nuestras aspiraciones personales. Sino que es un hogar vulnerable y hermoso al que podemos servir y celebrar.

A nivel individual también es posible hacer cosas. El decrecimiento económico quizá no sea muy popular para un país, pero de alguna manera puede resultarle atractivo a las personas. Soñamos con viajar y comprar lo que podamos pagar sin importar de dónde venga, pero hay cierta elegancia en contentarse con poco y ponerles un límite a nuestros deseos de consumo. Todo esto crea una conciencia entre países, empresas y personas que se alimenta en favor de la vida.

Esto no quiere decir que la naturaleza vaya a dejar de ser salvaje. Los incendios naturales seguirán existiendo, con esa belleza destructiva de toda manifestación telúrica. Antes de unirse a otros a apagar el incendio, Thoreau subió a un cerro y observó el fuego desatado: “Era un espectáculo glorioso […]. Las llamas iluminaban los pinos hasta las copas, como si tuvieran pólvora”. La naturaleza nunca es trivial y aun consumiéndose es esplendorosa. Acaso en algún momento podamos contemplar la belleza de un incendio, pero no es necesario que sea provocado por nosotros ni por nuestra forma de vida como sociedad. Ser salvaje no es la tarea actual del ser humano. Que el fuego que uno encienda sea interior, una idea, una metáfora de la vida.