Ese fantasma llamado Gorillaz
A un año de su paso por Bogotá
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Por LINA ALONSO
Ilustración de Cachorro
La picadura fue rápida y seguía el mismo patrón: llegar del colegio a casa, descolgar la fatiga de la tarde con la maleta estrellada de un solo aventón contra las escaleras, luego de desabrochar el saco del uniforme, y después de dorar las tajadas de maduro, me sentaba en el comedor frente al único televisor de la casa, sintonizaba de manera casi automática el VH1 o MTV, que mi papá había pirateado en el barrio junto con otros canales, y dejar que sucediera la magia, atragantarme de cuantos videos pasaran por esas dos “frecuencias”, fueran videos de mierda o fueran los de Red Hot Chili Peppers, enamorarme de Gwen Stefani o Kylie Minogue, creer que las guitarras de Last Resort estaban pensadas para mí, o fritarme como el maduro con Black Hole Sun de Soundgarden, no importa, veía lo que fuera, el tiempo era poco, restricto, exacto en su tacañería porque al llegar mis hermanos mayores tendría que aguantarme otro Vamos a buscar las esferas del dragón.
Esa rutina, la del colegio, almorzar sola frente a la pantalla de ese Sony porrón, la sangre aún caliente de la jornada y la pierna izquierda agitándose frenéticamente en el suelo de la sala, era parte de mi adolescencia, una rutina que inició el daño, mejor dicho, inauguró una tradición personal en mi gusto sonoro, los clips que ahora pasan de relleno en cualquier bar de rock fueron en los comienzos de los años 2000 el ruido justo que necesitaba para sostenerme en las primeras esquinas de mis doce o trece años, y entre los vericuetos de esos días previos al internet, previos al amor, previos a tantas cosas, llegaron los sonidos y las imágenes de los ingleses que se me antojaron como una serie de apariciones de lo que conoceríamos como la digitalización de la vida, el siglo XXI cibernético diciéndonos que se estaba incubando otra realidad, otro mundo paralelo. Sin embargo, entre esta marejada de porquería visual de MTV, con los videos de Gorillaz pasó algo diferente, fueron un chispazo, sus canciones me tronaron en un tono desencajado, preciso y terso, repuntaban unos acordes que no lograba entender, pero que los sentía cercanos como las tardes enteras en las que me sentaba con mi guitarra a improvisar y jugar con pentatónicas y, del otro lado, sus animaciones pelecharon bien dentro.
Fue el de Clint Eastwood, lanzado en 2000, el primero que vi, el gritico acompasado con las letras rojas chorreantes y los truenos del inicio, después el sample de El bueno, el malo y el feo y un muñeco enjuto con los ojos negros cantando en un cementerio, la voz de 2D sacaba algo que no entendía y que a los pocos días me arrastró a la única cabina de internet del barrio para decargar la letra e imprimirla –musica.com-, pagaba las hojas impresas con las monedas que dejaba el negocio ilícito, de gomas azucaradas, en el colegio. Seguí enchufándome el resto de los videos y letras: Feel Good Inc., Dare, y así hasta el Plastic Beach, con los videos de Melancholy Hill y la aparición demencial de Bruce Willis en Stylo, después con Dirty Harry hasta los últimos del Cracker Island. Cuando medio entendí lo que decían las letras me ubiqué mejor, pero lo que realmente me fascinaba era la idea de asociar a los cuatro personajes con los músicos, pensar que había una pandilla de verdad protagonizando las escenas más desbarrancadas, mezcla de ciudades ruinosas, zombis, fábricas y bestias marinas, pensé que eran cuatro anormales los que verdaderamente existían detrás del sonido, cuatro dementes atravesando el desierto con la rasca aún puesta, siempre golpeados, siempre en problemas, me tragué el cuento de que 2-D, Noodle, Murdoc y Russel eran copia o simulación de unos de carne y hueso y no Damon Albarn y Jamie Hewlett diciéndome que la virtualidad era un hecho, que ellos dos eran los fantasmas tras el nombre. Y no importa que Gorillaz no exista como lo pensaba, sobra de realidad suficiente para seguir mezclando, colaborando con quien se les venga en gana, haciendo las cosas que les plazca en sus videos, metiendo en submarinos a Snoop Dog, a los de The Clash, toteando sonidos con Danger Mouse, carcajeándose con los De La Soul o haciendo junturas con Bad Bunny, o escalando terciopelos con Kali Uchis, en su fantasmagoría todo es posible, tanto para recortar y pegar en los sonidos y los visuales, como para hacer que su agrupación viva en casas embrujadas o para remixar clásicos, jugar con sonidos arrancados del dub, del synth pop, el punk o poner en una canción la voz fibrosa de Ibrahim Ferrer.
Al aura surreal y descascarada de sus videos se le suma que todo en ellos siempre lleva el sello de otros, referencias de otras cosas, no hay Gorillaz sin robo, sin plagio, sin réplica u homenaje, Albarn trae sonidos de Asia, del reggae, del ska, juega con nuevos instrumentos como lo vemos en el documental Bananaz, pica de otros lados y remixa en las composiciones; en el trabajo de Hewlett se siente la influencia de Miyazaki, el steampunk de Final Fantasy, rasgos de Quentin Blake que desprenden una dosis utópica en la que la tristeza se eleva, sin mucho gesto, sobre las ruinas de ciudades, por carreteras, por paisajes sacados de una vieja película de vaqueros que pueden ser reemplazados por droides anémicos, por niños en el desierto, lo de esta banda es una mueca dosmilera y melancólica que nos recuerda el tránsito de lo análogo a lo digital, ese magma virtual donde, al ser todo posible, se desdibuja el límite de lo real de lo cibernético —donde todo ocurre por su dimensión nunca terminada—, y ahí está el asunto, no hay límites en sus composiciones porque no hay unidad, no hay división entre mundos, los fragmentos de la cotidianidad y los delirios zombis del cómic hacen parte del mismo berenjenal. El artificio fantasmagórico de una banda que no existe les da una licencia creativa sin rienda, les da para que sus personajes tengan la vida que toda estrella de rock desea mientras Albarn siga, por ejemplo con Blur, y Hewlett volviendo a su iniciática Tank Girl.
Ahora, el año pasado los fantasmas aterrizaron en Bogotá, en el Movistar Arena, y, por más mediación de los años y evasión a la retromanía, volví a esa misma euforia colegial de oírlos por primera vez.
Vivir cerca del lugar alentaba mi ansiedad, al ver las luces del estadio prendidas con el primer asomo de la noche comenzamos a repartir los chorros, a poner los temitas con la manada, a calzar el piso cómodo, a arreglar la perchita de cebra, que los brillanticos, las cajetillas, las amistades, todos que camine y tan, me había negado rotundamente a ver fotos de Albarn o cualquiera de los músicos en internet, quería la sorpresa plena, como esa Lina de trece años creyendo que lo que iba a ver era una serie de hologramas o simples animaciones en pantallas gigantes, después de saber que solo eran dos también me había negado a buscar en fotos del dúo. No había ido la vez que vinieron al Estéreo Picnic porque qué vuelta tan cara y mera lejura, paila, esta vez no lo dudé.
Los teloneros, Los Petit Fellas, estuvieron bien, muy ellos. El sonido estaba balanceado, se apagaron las luces y con el chirrido de M1 A1 arrancó el concierto, todo era muy rosa en el escenario, Albarn todo, también los instrumentos, también rosas las ropas, las luces, la tarima era un revoloteo, un carrotancado de músicos iban de un lado a otro calentando voces y tendones, el movimiento allá arriba se acompañaba muy bien con el público, tres pantallas enormes iban proyectando las animaciones, una gigante iba abriendo campo a la cara satánica de Murdoc, a los ojos achinados de Noodles, a los innumerables viajes de los cuatro, mucha gente alrededor estaba paralizada, ni cantaba, ni saltaba, solo absorbía de un tacazo la voz de Damon Albarn, esa voz que siempre se está desvaneciendo, que va dejando volutas de niebla donde confundimos susurros y confesiones, que parece hecha de humo y fatiga, esa voz que se contrapunteaba con los coros sacados del soul y el funk. Con Rhinestone Eyes seguida de 19-2000 estábamos tocando el cielo, y fue ahí en esa tanda que nos compactamos todos por un tiempo indefinido, la acústica nos arropó y no quedaba más sino dejar que el sonido reventara en el pecho. Para mí fue imposible no traer un poco de esa tristeza sicodélica del Plastic Beach que me acompañó durante la universidad —esos días en los que no hablaba con nadie por ese complejo de inferioridad de empaque familiar de las clases bajas cuando les toca enfrentarse a la clase media alta, esas mismas tardes en las que solo quedaba prenderme un puchito en el andén del Parque Nacional y dejar que el día se fuera cuajando antes de embutirse tres horas en un bus—, las pantallas, los videos y sus tonos terrosos me plantaron en ese 2011. Después, en el concierto, chao tristeza, estalla Feel Good Inc., Dirty Harry, El Mañana y mierda que voló por lo alto porque todos saltábamos como posesos dejando que cada saxo, guitarra, teclado, bajo o redoble nos penetrara sin tregua, mientras veíamos la evolución de los personajes en las pantallas. Cada canción iba poniendo un peldaño más grande a la armazón del espectáculo, y si nosotros estábamos en éxtasis ellos no se quedaban atrás, todos parecían fusionados con los instrumentos, bailaban con ellos, saltaban y les daban vueltas como si fueran parejas de un baile reggae que de pronto se vuelve un pogo.
Si diéramos con Mark Fisher y su afirmación de que todo lo que existe es posible únicamente sobre la base de una serie de ausencias que lo precede, diría que Clint Eastwood, canción con la que cerraron el concierto, es la prueba de que hay un tema que nos hace existir como generación, que a los postulados de que nacimos en unos noventas-2000 desahuciados de espíritu político, en un embrollo de lucha de clases desvirtuada, llenos de ausencias sociales, y en Colombia en medio del bombardeo no metafórico de la necropolítica soportada en el discurso estatal, en un inicio de siglo que nos vomitó de repente sin la menor idea de cómo maniobrarlo, fue este video y esta canción la que nos dio una especie de pegamento sonoro, mientras una animación nos decía I’m useless but not for long/ The future is coming on, nosotros del otro lado de la pantalla tapizábamos con esa muleta los días inciertos, ese porvenir amargo donde se nos cuajó la idea de que el futuro sucedía todos los días lamentablemente, por más monos zombis que nos persiguieran seguiría la locura, seguiría saliendo el sol en los cementerios, la canción no tiene una sabiduría depresiva, es un llamado carente de entusiasmo a estar plenos y desganados en nuestra cotidianidad, pero atentos a lidiar con genios raperos, karatecas, días de truenos porque “todo cuerpo que no está exterminado se levantará y seguirá matando”.
Gorillaz es la fantasía mejor lograda de la historia de la música pop de su generación, además del show demencial de Albarn y su elenco, esta gente sigue en la banda sonora de mi vida en cualidad de espectros redundantes de ausencia real en mi ingenua percepción adolescente, se mantienen en su fantasmagoría y son ese tipo de delirios con los que iría feliz en un carro rumbo a ningún lugar viendo el primer bostezo de las ciudades cuando las fábricas comienzan a echar sus primeras bocanadas de humo.
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