Archivo restaurado
Universo Centro 036
Julio 2012
Por PABLO CUARTAS
Fotografías de Ana Salas
Preparen las músicas;
compongan los himnos,
para que celebremos el gran sacrificio,
el de los calzoncitos de Toní
Fernando González
Fui a Medellín, y me devolví para Marsella, porque se me apareció Fernando González en el Matacandelas y me dijo: “si alguna vez lector viajas a Francia, pasa por Marsella, sube a la Canebière, hacia la iglesia San Vicente de Paúl, no dejes de girar a la derecha por la calle Sénac. A pocos pasos, unos quince o veinte, encontrarás el Hotel Esfinge…”. Pero no llegué a Marsella caminando, anotando lo que pensaba en el camino, haciendo el viaje que ameritaba, en forma de homenaje, el Brujo de Otraparte. No pasé noches en vela en pensiones austeras, pensando en el significado del hombre gordo antioqueño, ni tuve la certeza de que soy táctil, ni entendí en la travesía que el nombre mejor para nuestro siglo es este: el siglo del hombre que hace fortuna. Tampoco viajé de noche, triste, atormentado por la idea de la muerte. No paré en pueblos ni reparé en cementerios desolados. Ni siquiera medité sobre el pecado, ni discurrí a caballo por caminos ni montañas, filosofando en voz alta, evocando exaltado la belleza suramericana. Ningún don Benjamín, ninguna doña Pilar. Al mar no llegué, como el maestro, tras el viaje a pie: llegué en un tren que salió de París temprano en la mañana y cuando me bajé lo vi al fondo, lejos, en el horizonte: el horizonte era su luminosa raya azul. Lo encontré calmo y sumiso ante el cerro donde se levanta la iglesia de Nuestra Señora de la Guarda, coronada por una virgen dorada que reluce de día por el sol y de noche por la luz de inmensos fanales que la alumbran para que este puerto lujurioso no olvide a su patrona. Y vine no por sentirme un filósofo aficionado, o esperando alcanzar por fin la Intimidad, ni para definir mi clima interior, sino entusiasmado por un propósito más humilde: ver para dónde se traía el maestro a ese “poderoso animal”, a esa “mujer demasiada”, a esa alsaciana “en rijo” que envileció las búsquedas místicas del filósofo, excitó la prosa del escritor y alimentó las humoradas de Monsieur González, cónsul de la Colombie. Vine buscando los calzoncitos de Mademoiselle Toní.
Sin tiempo que perder, bajé de la estación por una calle hacia ninguna parte. Miraba la luz, la luz mediterránea, y me preguntaba cómo hizo el maestro para mantener oculto su secreto con Toní. ¡Qué luz! ¡Y qué secreto! Sentía que bajo este cielo nada se podía esconder. Pero sí se puede, sí se pudo. Me di a preguntarles a unos árabes cómo llegar al Puerto Viejo, donde me esperaban, y cuando me dijeron que bajara a la Canebière me imaginé al maestro subiendo y bajando por la misma calle, yendo y viniendo del hotel donde Toní dejó olvidados los calzoncitos. Ella tenía entonces diecinueve años, diecinueve años menos que el maestro. Había llegado como institutriz de sus hijos, llevaba meses viviendo en su casa con ellos, su esposa y su gata Salomé, y en la tórrida primavera marsellesa le había deslizado un papelito con unas siglas inequívocas: JVA, “je vous aime”. Lo demás se quedó escondido para siempre, al abrigo del sol impúdico, en el cuarto con vista al jardín del Hotel Esfinge.
Les ahorro la descripción del Puerto Viejo. Y la del barrio contiguo de callejuelas misteriosas. Les aclaro solamente que lo de “viejo” es un decir. Viejo será el lugar, el espacio, la entrada de mar. Porque el puerto que vio el maestro, del que debió zarpar hacia Colombia, desapareció por los años cuarenta: lo volaron con dinamita los alemanes. De Italia lo habían sacado los esbirros de Mussolini, pero cuando llegaron los de Hitler a Marsella, arrasando con todo, el maestro ya se había embarcado para Barcelona. Se fue definitivamente en 1934, dejando virgen a Toní y a Francia acechada por los nazis. Recuerdo que era sábado cuando llegué al Puerto Viejo, a lo que queda. Era el mediodía y les puedo jurar, señores lectores, que al acercarme vi lo que paso a enumerar: “restaurantes afamados por La Boullabaise, cafés y comercios populosos donde se comen todos los mariscos, desde pulpos hasta caracoles. Exhibidas sobre tendidos de verdes algas, las ilustres ostras portuguesas, osos, almejas, babosas… Viejas gordas y habladoras abren las conchas con pedazos de cuchillos; mozas de carnes abundantes sirven los platos con olor a esencia marina”. En medio del calor y la algarabía de los vendedores me alcanzaron a decir cómo llegar al 70 de la rue Sainte, la calle santa donde me seguían esperando.
Dejé mi maleta y salimos. Pero qué, cuál maleta. Eso suena como a gran cosa y no, lo mío es andar ligero de equipaje. Dejé lo poquísimo que llevaba, cogí El remordimiento y volvimos al Puerto buscando la Canebière que ahí termina. Íbamos como remontando un río desde su desembocadura, siguiendo las indicaciones del maestro, reviviendo los afanes que debía de sentir por el camino. Así, como peregrinos por la Canebière, atravesamos calles afluentes sin desviarnos un palmo de su cauce, el que conduce a la calle Sénac, la del Hotel Esfinge, el de los calzoncitos de Toní. Atrás quedaron la calle Beauvau y la plaza del General De Gaulle. Atrás el Museo de la Marina y la rue Albert 1er. Atrás incluso la calle Paraíso, que tan importante fue para el maestro, pues ahí está la iglesia de San José, el esposo beato de María, la del papelito de Toní: “Vengo a ofrecerte este papelito… a cambio de esto Señor, dame conocimiento”.
Cuando leímos la inscripción en lo alto de la fachada, entendimos que no había mejor lugar en el mundo para venir a ofrecer ese sacrificio: In honorem Sancti Joseph sponsi beatae Mariae Virginis (En honor a San José, esposo de la Santa Virgen María). En pleno atrio, y a propósito de sacrificios, nos acordamos de Fernando Vallejo cuando dice: “Es mi opinión que los santos se hacen santos a fuerza de remordimiento”. ¡Claro! Esa es la mía también. Y para remordimientos el de don Fernando González: “En Envigado tengo un remordimiento de no haberme acostado con Toní, que me está matando”. Se lo propongo entonces a su tocayo para el santoral, ahora que le dio la canonizadera.
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