Los oficios de Vulcano
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Por IGNACIO PIEDRAHÍTA
Ilustración de Cachorro
Golpearme no significaría nada ahora, he terminado
Todo lo que quiero es ganar tu respeto,
¿y cómo voy a conseguirlo si tú no luchas contra mí?
[…]
Demasiado tarde, soy un hombre muerto…
Stairway to hell, The amity affliction
Un sábado, tras los días más crudos de la pandemia, me encontraba en el mercado de San Alejo en el Parque Bolívar, frente a un desteñido toldo en el que se exhibían hebillas, broches, brazaletes y collares hechos de metal. Me llamó la atención su factura burda, producto del martillo más que del molde. En cada objeto se adivinaba el retemblar metálico del mazo y la sólida resistencia del yunque.
Habría seguido de largo si el artesano no me hubiera llamado por mi nombre. Sorprendido, levanté la mirada y vi un individuo bajito y deforme, con una cojera y una fealdad que prometían ser causa y origen una de la otra. Confieso que me desagradó. En su conjunto tenía algo de lamentable, algo de necio, algo de ridículo y hasta de temeroso. Entre manchado y sucio, parecía recién salido de un antro profundo, su piel estaba como quemada por el fuego que emanan las crestas de los montes.
Resultó que aquel hombre conocía mis escritos y se expresaba de ellos en un lenguaje halagador, que pronto le autorizó a un tono de reproche. Me reclamaba soterradamente el no haberme pronunciado acerca de las erupciones volcánicas más recientes y comentadas. No supe qué decir y ante la llegada de otros clientes me despedí, entre aliviado e incómodo conmigo mismo. Debí aceptar mi indiferencia ante la larga erupción del volcán Cumbre Vieja en las Islas Canarias, que el año anterior y durante casi tres meses había estado publicando al mundo su inagotable pirotecnia. El encuentro con aquel hombre me había motivado, y sentí que mi deseo se encaminaba inefablemente a cumplir el suyo.
1
La Tierra es un huevo entero a medio cocinar. Dios lo sacó del agua hirviendo antes de que se endureciera del todo, le dio con el dorso de la cucharita y no se lo alcanzó a comer. Dejó a nuestro planeta todo abollado, dorándose alrededor del Sol y se fue a crear otros mundos. De ahí que solo la cascarita exterior de la Tierra —y una parte de la yema— sea dura. El resto es roca blanda y caliente, que a veces se hace líquida y se escapa por los bordes de la corteza quebrada. Cada uno de esos escapes es un volcán.
Pero no todos los volcanes están en las fracturas de esos pedazos de corteza partida conocidos como placas tectónicas, los hay precisamente en la mitad de esas placas. Así son los de Canarias, que irrumpen en la monotonía sísmica del centro de la placa africana. Estos volcanes se explican porque, habiéndose retirado el dios creador, un misterioso hechicero subterráneo, armado con un enorme soplete, se dedica a hacer huecos desde adentro allí donde las placas son más estables y aburridas.
Este Vulcano o Hefesto trabaja de la siguiente manera. Después de elegir el lugar, esta vez en medio del mar, empieza a dar soplete desde adentro hasta que pasa al otro lado. Por ese agujero empieza a salir lava y lava y lava, hasta que se forma una isla en la mitad de la nada. Contento con ello —en su séptimo día, por así decirlo—, este personaje se toma un descanso, y mientas tanto la placa se mueve un poquito hacia un lado. De manera que cuando el gran herrero reasume tareas, ya está dando soplete en otro lugar cercano a la primera isla, con lo que da forma a una segunda isla. Y así sucesivamente hasta formar grupos de islas volcánicas, como las de Canarias, Galápagos o Hawái.
A la roca líquida que hay bajo la corteza de la Tierra se le conoce como magma, y una vez asoma a la superficie donde los ojos pueden verla se le llama lava. Son dos nombres para la misma roca fundida: uno para cuando la intuimos en sus cámaras infernales repletas de gases, otro para cuando se nos presenta como la colada derramada de una vieja fundición. El magma es roca urgente, una necesidad de la Tierra, mientras que la lava es el sentir de la sangre que hierve y estalla cuando la ira se apodera de nosotros.
Cada volcán tiene su personalidad, como todo ser susceptible a la cólera. Los hay que aguardan mucho tiempo a que la presión interior llegue a su límite, y solo cuando es ya invivible se revientan. Más que lava, estos volcanes explosivos arrojan gases y roca partida en un grito feroz. Sus humos girantes cual los de bombas atómicas cubren los cielos de sobrillas blanquinegras. Mientras tanto, en el otro extremo están los volcanes que dejan ir saliendo su bilis sin tantas gesticulaciones. Un vistoso líquido de roca coloreado de rojo desborda sus cráteres como sopa caliente y se desliza pronto por las laderas de sus montañas. El Cumbre Vieja está en el medio de esos dos: se le vio echar humos y estallidos, pero también una lava espesa que pavimentó senderos hacia el mar para el uso de las divinas carrozas de su padre Zeus.
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Las Islas Canarias son volcanes que empezaron a crecer desde el fondo del mar hasta levantarse por encima del agua. Cada una de ellas fue lava que brotó incesantemente y se fue construyendo a sí misma a partir de ese barro caliente, como la mitología ha dicho varias veces que también nacimos los humanos. De modo que el salir de la lava por un nuevo agujero de la isla de La Palma no es otra cosa que la muestra de que las Canarias están vivas y siguen creciendo.
El nombre de estas islas que España tiene como suyas, aunque están mucho más cerca del sur de Marruecos y de Mauritania, se funde entre la historia y la leyenda. Según una mención del militar y naturalista romano Plinio el Viejo en su Historia Natural, las Canarias se llamarían de esta manera por “la cantidad de canes de enorme tamaño” que habitaban allí. Estos míticos perros grandísimos habrían ayudado a los españoles, que se apropiaron de estas islas frente a las costas africanas muchos años después, a someter a los indígenas del Nuevo Mundo.
De cualquier manera, no deja de ser curioso que Plinio sea tenido como la fuente fiable más antigua con respecto al topónimo de este grupo de islas volcánicas, pues este mismo personaje es protagonista de una famosa anécdota de índole volcánica que por siglos se presentó como una valerosa muestra de estoicismo y curiosidad científica. Más, cuando se trató de la erupción más documentada del mundo clásico, la que sepultó —y al mismo tiempo conservó por milenios—, las ciudades de Pompeya y Herculano.
Los protagonistas de esa historia son Vesubio, el volcán que bajo eterna amenaza ha custodiado desde siempre la ciudad de Nápoles, en el sur de Italia, y Plinio, almirante de la flota imperial romana y al mismo tiempo un naturalista consumado, autor de la voluminosa Historia Natural. La fecha: el año 79. El lugar: el golfo de Nápoles y las laderas del Vesubio, ubicadas inmediatamente detrás de la costa, casi en el centro de la medialuna que forma la playa. Y todo empieza como empezó en Canarias, tal como casi todas las historias de volcanes: con temblores.
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El primer estallido del Cumbre Vieja fue a primera hora de la tarde y no puede decirse que tomó por sorpresa a los habitantes de La Palma. La semana anterior habían zumbado bajo sus pies enjambres de temblores, que no eran otra cosa que la artillería magmática ascendiendo por los conductos dormidos de los antiguos volcanes de la isla. La profundidad de los sismos era cada vez menor día tras día, trazando su ascenso lento hacia la superficie, un monstruo que camina desde las profundidades directamente hacia nuestros pies.
Y aunque en ocho de cada diez casos los temblores de los volcanes no terminan en erupción, esta vez sí fue así. El Cumbre Vieja estalló en una parte boscosa a media montaña. En los videos de los celulares se pueden escuchar las primeras explosiones acompañadas de una columna de ceniza cada vez más alta. Los que grababan estaban sobrecogidos ante la maravilla y horrorizados con la posibilidad de que el suelo estallara en mil pedazos. En la inquietud de la gente puede adivinarse aquello que llama el poeta William Blake “porciones de eternidad demasiado grandes para que las aprecie el ojo humano”.
Lo que siguió durante 85 días fue una salida permanente de lava, gases y ceniza por diferentes bocas que se iban creando y muchas veces derrumbando sobre sí mismas. En un momento había diez cráteres funcionando al mismo tiempo, con cuatro coladas de lava discurriendo lentamente sobre la pendiente de la montaña. Esto, sumado a cientos de temblores diarios y la amenaza constante de que la lava se tragara un nuevo barrio, la zona industrial o se deleitara bañándose en la piscina de alguna de las lujosas casas de campo de los alrededores.
También en las laderas del Vesubio abundaban las casas lujosas y villas de descanso. Muchas personas adineradas de Roma solían viajar a pasar allí las vacaciones, de modo que la erupción, el 24 de agosto, en pleno verano, los cogió a todos allí. El mismo Plinio tenía su casa en el extremo norte del golfo, y si no oyó la explosión del volcán a eso de las diez de la mañana fue porque el viento soplaba fuerte para el lado contrario de su casa. Curiosamente, vino a enterarse de la erupción por carta. Le escribía una amiga desde su casa finca al pie del volcán, donde le relataba la zozobra que se vivía en las faldas del Vesubio a raíz de los temblores cada vez más frecuentes y poderosos. Cuando la carta iba en el correo hacia Plinio, el volcán estalló, de modo que al leerla y subir a una torreta desde donde tuviera vista directa al volcán, lo pudo apreciar ya en erupción.
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Las zonas volcánicas del mundo están bien identificadas. Y dependiendo del grado de desarrollo del país donde estas ocurran, los planes de evacuación y mitigación estarán mejor o peor implementados y ejecutados. Si bien en España no faltaron las procesiones, vigilias y rezos organizadas por las autoridades eclesiásticas clamando por que el volcán detuviera su erupción, los procedimientos existían y pudieron salvar las vidas de casi todos los afectados, hacer una evacuación relativamente organizada y costear la reconstrucción de las miles de viviendas dañadas y la reparación de la infraestructura para seguir adelante.
Todo ello fue facilitado por la erupción en sí del Cumbre Vieja, moderada en sus explosiones y amable en la velocidad de las lenguas de lava. La ceniza que expulsó fue constante y larga pero no excesiva, así como sus gases venenosos resultaron inofensivos. La lava, por su parte, salía con fuerza como una de esas “pilas” pirotécnicas que maravillan y a nadie hacen daño, y se derramaba luego por las laderas a un paso bastante lento. En los casos más veloces era como darle dos veces la vuelta a una cancha de fútbol en una hora, de modo que hubo tiempo para sacar las pertenencias y hacerles el regate.
Con todo lo que significa perder la casa, el negocio y los cultivos, la erupción del Cumbre Vieja fue en conjunto bastante benévola. Solo una persona murió a causa de la erupción y fue, al parecer, de manera indirecta. El hombre, de 72 años, había entrado a su casa con permiso para limpiar las cenizas del techo. Y como no regresaba junto con sus vecinos, fueron a buscarlo y lo encontraron sin vida.
El Vesubio, un volcán airado de cuna, tuvo menos misericordia. Italiano, al fin y al cabo, su erupción fue más dramática. Más que lava, salió por la boca del volcán ceniza y piedras y muchos gases. Una combinación de estos tres productos hirvientes fue la que carbonizó a los habitantes de Pompeya y Herculano en aquel año 79, con matices en ambas ciudades. Herculano, situada más cerca de la boca del Vesubio, fue la que recibió una oleada de cenizas más caliente. La sangre de las personas hirvió y estallaron sus cráneos. En el caso de Pompeya las partículas llegaron menos calientes y liberaron de la vida a los cuerpos sin dañarlos.
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Tras leer la carta de su amiga, Plinio se subió pues a un lugar donde pudiera tener vista directa del volcán. Más allá de la sorpresa, el almirante y naturalista se encontró de pronto en una encrucijada: ¿ir a observar de primera mano la erupción como científico, o desplegar sus recursos para tratar de salvar al mayor número de personas? Evidentemente, su amiga estaba más interesada en los galones del almirante que en la explicación de su mente inquisitiva.
Curiosamente, sabemos que al momento de leer la carta Plinio respondió como naturalista, mandando a que le prepararan una embarcación pequeña para él y unos cuantos ayudantes, pero al bajar de la torreta y haber visto semejante hecatombe, cambió de idea y ordenó que alistaran los cuatrirremes. Estos últimos eran embarcaciones de cuatro filas de a veinticinco remeros, en las que podría traer como pasajeros otros cientos de personas que estuvieran corriendo peligro. Plinio invitó a su sobrino a saltar a bordo, pero este declinó con la prudencia que amerita ese tipo de casos.
Las embarcaciones fueron directo a la parte baja del volcán, cerca de la ciudad de Herculano, pero los movimientos sísmicos habían cambiado de tal manera la configuración de entrada al puerto que era imposible atracar. Así que se decidió seguir un poco hacia el sur, donde Plinio tenía un amigo. Allí pudieron desembarcar para encontrar a su anfitrión en un estado de visible preocupación, esperando acciones rápidas y audaces para salvar y rescatar algunas personas.
Pero Plinio, para sorpresa de todos, manifestó su deseo de tomar un baño y sentarse a la mesa.
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La erupción del Cumbre Vieja fue grabada y transmitida en directo desde el primer estallido hasta el último. La larga erupción permitió la instalación de equipos de camarógrafos y la llegada de hordas de turistas para ver el fenómeno con sus propios ojos. Los efectos relativamente menores sobre los habitantes de los barrios afectados permitieron el despliegue de imágenes y de visitas sin el sentimiento de estar ventilando y asistiendo a una verdadera tragedia. Dejar todo lo material a las ávidas lenguas de fuego de la lava no es poca cosa, pero en ese caso conservar la vida es lo que realmente cuenta.
Dos imágenes se me quedaron en la memoria. Una fue la de un rayo volcánico. Las piedras lanzadas por el volcán se frotan en el aire y la fricción las carga eléctricamente, produciendo un rayo como el de una tormenta, pero generado por el mismo volcán. Es un momento en el que tierra y cielo confluyen y se precipitan dando latigazos sobre una niebla roja relampagueante, brillante y atiborrada.
La otra es la de la lava dándose un chapuzón en la piscina de una casa de campo. Se ve la pared de roca de unos cuantos metros de alto asomarse al borde de la pileta y parece pensarlo, hasta que unos gruesos pedazos de piedras medio rojas, medio negras, se van tirando de clavado una por una. Como tocando a tientas, la lengua de fuego pone apenas la punta de sus papilas gustativas en el agua azul de ese cuadradito enchapado en baldosín, y con cada toque lo vaporiza.
Pero la lava tenía negocios más serios que atender. La esperaba el mar, un enemigo real con el que batirse y luchar para ganarle terreno, la razón de ser de aquellos volcanes desde su nacimiento. Diez días después del comienzo de la erupción las coladas de lava llegaron al mar y comenzaron a ganarle terreno. Al final de la erupción, La Palma era algunas hectáreas más grande y unos centímetros más alta, terreno que cumplidamente el gobierno de España reclamó para sí. El volcán verá esos afanes humanos con una tierna sonrisa, me imagino.
7
Mientras a lo lejos se veían arder las villas en las laderas del Vesubio, Plinio insistía en calmar los ánimos. Horas más tarde, pidió una habitación y se fue a acostar. Sugiere el relato, que es una carta que después escribiera su sobrino a un amigo suyo para “aclarar” las circunstancias de la muerte de su tío, a partir de versiones de quienes estuvieron allí con él esa última noche, que esta actitud de Plinio era muestra del estoicismo que lo caracterizaba. Le dijeron a Plinio el joven que el sueño de su tío era tan profundo que desde afuera se escuchaba su ruidosa respiración. Único capaz de conciliar un sueño en semejantes circunstancias, los ronquidos de Plinio sonarían a los oídos del resto no como una muestra de estoicismo sino de extraña y hasta grosera indiferencia ante una catástrofe inminente.
Se llegó el momento de la noche en que la situación era insostenible. Una lluvia incesante de piedra fina amenazaba con bloquear la puerta de la habitación del almirante, un pretexto suficiente para acabar con aquella extraña demostración de lo que ya rayaba con la insolencia y desprecio por la propia vida. Lo despertaron y lo convencieron de embarcar, aprovechando el viento propicio para regresar y ponerse a salvo mientras las laderas del Vesubio ardían y las villas de Herculano y Pompeya eran arrasadas.
Estas y otras evidencias descritas en la carta han llevado a los historiadores más autorizados a pensar que Plinio no estaba en sus cabales. No era propio de un naturalista ni del jefe de la flota imperial echarse a dormir en medio de la peor tragedia natural del momento. Un ser humano en condiciones normales no conciliaría el sueño ni siquiera proponiéndoselo.
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No volvió a aparecer en las noticias la aclaración sobre si la muerte del hombre que falleció víctima del Cumbre Vieja fue a raíz de la caída del techo o de la inhalación de gases volcánicos o algún otro efecto directo de los productos del volcán. Se hizo una autopsia preliminar sin llegar a una conclusión, y se prometieron otros análisis que parecen no haber llegado a los periódicos. O quizá podría no llegar a saberse con certeza cómo murió aquel hombre, como ha ocurrido con la muerte de Plinio a manos del Vesubio.
Aunque la víctima del Cumbre Vieja había sido autorizada para ir a su casa a limpiar la ceniza, subirse al techo pudo ser una imprudencia. Nunca se es suficientemente joven para desafiar a las alturas, y seguramente se sentía en buena forma para hacerlo. O simplemente lo llamó el sentido de pertenencia y obligación hacia su casa. ¿Acaso pudo haber sido algo totalmente diferente, ni caída ni intoxicación?
Plinio, sin ser viejo, a sus 55 años estaba del todo desacondicionado. Si bien había sido hombre de acción, con el tiempo se había vuelto sedentario. Sus investigaciones naturales estaban más enfocadas en recopilar conocimiento y narrarlo en su enciclopedia que en salir al campo. Y su cargo militar de la más alta graduación no le exigía moverse de su despacho. En pocas palabras, estaba muy gordo y se agitaba con cualquier esfuerzo. Haberse hecho al mar en busca de la erupción, en tan pobre condición física, era en sí una acción temeraria y llena de valor.
Todo apunta a que Plinio habría sufrido un infarto incluso antes de desembarcar, y las horas que pasó en tierra estuvieron signadas por unos momentos en los que su actuar no respondía a la normalidad de sus facultades. De ahí las veces que pidió abundante agua y baños, y una cama para descansar.
Anfitriones y sirvientes salieron a las carreras para el puerto con almohadas amarradas sobre la cabeza, para evitar el impacto de las piedras más grandes que habían comenzado a llover. Pero Plinio ya no era capaz de caminar y fue necesario llevarlo a hombros en una sábana hasta el muelle, donde al parecer la complicación cardiaca le arrebató finalmente la vida. De modo que quien embarcó fue ya su cadáver, al que llevaron a casa dignamente.
En adelante, las erupciones extremadamente explosivas y mortales como las del Vesubio del año 79 se conocerán como plineanas, en honor a nuestro héroe. Mientras tanto, las del tipo del Cumbre Vieja pertenecen a las llamadas estrombolianas, por el volcán Estrómboli, que forma la isla del mismo nombre frente a las costas de Sicilia. Fue una coincidencia que justo en los días en los que escribía estas líneas me viera la película Fue la mano de dios, de Paolo Sorrentino, en la que dos hermanos recientemente huérfanos visitan la isla de Estrómboli y lo ven en erupción, símbolo del renacer que significa la muerte de los seres queridos.
Acaso resulte un lugar común de ciertos relatos de misterio, pero debo decir que el artesano del San Alejo no solo desapareció, sino que sus vecinos de parque aseguraban no saber de él ni haberlo visto en su vida.