Yo, Jhonier Leal, habiendo apuñalado a mi madre y a mi hermano
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Por JOSÉ ARDILA
Ilustración de Camila López
Entre los detalles del asesinato de Mauricio Leal y de su madre, hay tres, sobre todo, que perturban la imaginación del gran público. Primero, que el asesino sea Jhonier, el hermano de Mauricio. Segundo, que Jhonier haya confesado tan fácilmente —negó en audiencia el crimen y cambió su declaración en solo doce horas—. Tercero, que, a pesar del misterio inicial, hubiera dejado semejante rastro de torpezas: los testimonios contradictorios; la supuesta nota de voz que grabó Mauricio en su celular, pero que, como lo comprobó la Fiscalía, fue fingida por el mismo Jhonier; la carta forzada de suicidio que nombraba a hermanos y sobrinos herederos; las manchas de sangre mal limpiadas en el baño como consecuencia de limpiar bien las manchas de sangre en las escaleras; la posición de los cuerpos; el desalojo de las cuentas bancarias —Jhonier sacó más de sesenta millones de las cuentas de Mauricio casi inmediatamente después del asesinato—; la desesperación por vender la casa de su hermano y agilizar la sucesión a su favor.
“Hay algo que no cuadra”, han dicho los televidentes, los lectores de noticias, los usuarios de Twitter.
Lo han dicho algunos de los familiares de Jhonier cuando se han atrevido a hablar en medios: “Hay algo que no cuadra”.
Y lo han dicho periodistas y personajes de la jet set nacional, porque, como hemos visto, este es un asunto que le compete, más que a la justicia, a la farándula: es una prolongación noir del espectáculo. Por algo las novedades sobre el crimen no aparecen en las secciones judiciales de los periódicos, sino en las de entretenimiento, junto a las pataletas del influencer Yeferson Cossio por tener que pagar impuestos en Colombia, los pormenores de la telenovela que protagoniza Pipe Bueno y los precios escandalosos del concierto de Bad Bunny. La muerte del peluquero que se volvió famoso por atender a los famosos —famoso por asociación— es un chisme altamente rentable: cosas malas les suceden aun a los que brillan por encima del mundo.
Pero ¿hay, de verdad, algo que no cuadra?
¿Qué?
No hay prácticamente nadie que pueda decir ahora que Jhonier Leal no es culpable. La incomodidad está en que no terminan de entender, les hacen falta piezas. ¿Por qué mataría a su hermano y a su madre a puñaladas, si se querían tanto, si se veían tan felices, si Mauricio lo recibió en su casa y le dio trabajo en su peluquería en pleno proceso de divorcio, si le tendió la mano a él y a su familia, si pagó sin condiciones el arriendo y la nómina entera de la peluquería de Jhonier recientemente en quiebra? ¿Solo por dinero? ¿Por envidia? ¿Por qué Jhonier se iba a tomar todo el trabajo de matarlos para confesar tan rápido, sin más ni más, sin dar la pelea jurídica a la que tenía derecho? ¿Qué ha pasado tras escena? ¿Está protegiendo a alguien? ¿Es creíble que esta sea la obra de una sola persona? ¿Lo están amenazando? ¿Encubre la verdad por miedo o por amor o por locura? ¿Por qué si es tan malo, dicen, también ha sido, en la práctica, tan imbécil?
Esa necesidad excesiva de sentido, el sueño de la razón —diría Goya—, produce monstruos.
A principios de los setenta, Michel Focault publicó, con otros investigadores, un libro curioso, inusual en su bibliografía, que hoy podría ser clasificado en las librerías como una novela de no ficción, y que es posible que me ayude ahora a aclarar un poco lo que intento decir. El libro recoge, en orden cronológico, la transcripción de un proceso judicial y las notas de prensa de un crimen sucedido en 1815, en Aunay, un pequeño pueblo francés. El título fue tomado textualmente de las primeras líneas del testimonio escrito por el protagonista: “Yo, Pierre Rivière, habiendo degollado a mi madre, a mi hermana y a mi hermano”.
No hay misterio. Pierre, un campesino joven, sin educación, conocido como el idiota del pueblo, un día asesina a su madre, a su hermana y a su hermano. Luego huye y es buscado. Luego es capturado casi por accidente. Luego confiesa. Luego lo condenan a muerte. Luego lo perdonan, porque lo consideran loco. Luego se suicida en prisión.
Lo fascinante del libro no es tanto el crimen, que tiene la brutalidad esperable en la violencia espontánea, sino la construcción colectiva del relato alrededor del asesino. Las ideas, los prejuicios de los testigos, la exploración variable de los motivos, nunca creíbles del todo, la percepción del público de su tiempo. Es decir, toda la ficción.
Les parecía inicialmente a los vecinos que, en tanto idiota, casi un salvaje, Rivière no podía ser un hombre piadoso y esto explicaría la atrocidad de la que fue capaz. No tenía la inteligencia necesaria para acceder a Dios: “Nosotros, los consejeros municipales y propietarios de la comuna de Aunay abajo firmantes, atestiguamos que sabemos perfectamente que el llamado Pierre Rivière, acusado de triple homicidio, siempre, desde la edad de doce a trece años, manifestó un carácter tan sombrío, tan extraño, tan apartado que todas las personas que le veían pasar (pues no tenía la más mínima relación con nadie) decían: mira, por ahí va el imbécil de Rivière”.
Pero, conforme avanzan los testimonios, el lector se puede ir enterando de que Rivière no era tan idiota al fin y al cabo. Jean Louis Siriray, el cura de la comuna de Aunay, que lo conocía algo más de cerca que el resto de la gente, le reconoció cierta aptitud para las ciencias y una memoria extraordinaria. “Pero”, dijo, “me parecía que tenía como un sesgo en la imaginación”.
Rivière llegó a descreer de Dios por ese sesgo. Como había leído en almanaques y libros de geografía que la Tierra estaba dividida por océanos en varios continentes, “en partes”, pensaba que si Adán había sido creado en una de estas partes no debió ser posible que poblara “en su posteridad” las otras. Después, sin embargo, por ese mismo sesgo, que le permitía leer y tener ideas propias, volvió a la fe y la vivió intensamente. Era, a su manera, un hombre brillante y sensible. Y aunque, no todo debía funcionar bien en su cabeza para hacer lo que hizo, sus motivos no eran del todo tontos ni salvajes, sino, en un sentido desde luego retorcido, prácticos: “Diré la verdad”, escribió en su confesión, “es para sacar a mi padre de apuros que hice lo que hice. Quise liberarlo de una mala mujer que le hacía la vida imposible continuamente desde que era su esposa, que lo arruinaba, que le llevaba a una tal desesperación, que a veces se había sentido tentado a suicidarse. Maté a mi hermana, Victoire, porque se puso del lado de mi madre. Maté a mi hermano porque quería a mi madre y a mi hermana”.
Más tarde agregó que mató a su hermano para que el duelo de su padre fuera más llevadero. Degollando al hijo querido por el padre, se hacía odioso a sus ojos y, de este modo, le evitaba “cualquier posibilidad de sentir su pérdida”. Es decir, le quitaba la obligación de extrañar al asesino como a otro hijo perdido.
El último asesinato fue un acto de amor.
No era, pues, un ignorante de las enseñanzas divinas. Y si ciertamente no era un imbécil, como creían en el pueblo, el relato, la ficción, debía de cambiar: ahora, traicionado por su propia inteligencia, y por el dolor de la vida de su padre, Rivière terminó convertido en un loco homicida que, pensándolo bien, debió haber sido loco, que no tonto, toda la vida, solo que nadie se había fijado suficiente cuando todavía tenían tiempo de fijarse.
“He oído decir por las gentes”, afirmó el cura del pueblo, “que había llegado a perseguir a un niño con una guadaña, un niño que jugaba en el patio; pero también decían que no pasaba de ser una broma. Nadie se hubiera acordado de esto si no fuera por los crímenes”.
Era un monstruo distinto al del principio, pero monstruo al fin y al cabo. Como monstruo, fue estudiado por médicos —uno de ellos le diagnosticó melancolía—. Se escribieron canciones populares sobre su infancia que recorrieron Francia, todas con la realidad distorsionada. Y la prensa de la época escribió con tal intensidad sobre el caso, dice uno de los comentaristas finales del libro, que es posible que haya tenido que ver con la conmutación final de la pena.
También el relato alrededor del asesinato de Mauricio Leal y su madre, Marleny, ha cambiado con el tiempo. Durante los primeros días, cuando la posibilidad más clara era que se trataba de un suicidio, el público especuló y reflexionó sobre la salud mental en tiempos de pandemia, sobre lo que tendría que suceder en alguien para que acabe con su vida y con la de su madre y de una forma tan violenta. Se habló de deudas. De plata mal habida. De movimientos sospechosos. La Fiscalía abrió incluso una investigación por lavado de activos. No era creíble que un peluquero tuviera un patrimonio de cinco mil millones de pesos, propiedades en los barrios más caros de Bogotá, carros de alta gama, una moto BMW, dinero permanente para cubrir los huecos financieros de toda la familia. El monstruo era Mauricio.
Cuando las sospechas se dirigieron con firmeza hacia el hermano, la posibilidad de lavado de activos pasó, directamente, a un segundo, tercer, cuarto plano. Una cliente habitual del asesino dijo que siempre supo que él envidiaba a Mauricio porque su peluquería se mantenía llena de anónimos y nunca iba ningún famoso. Otras compartieron los pantallazos de mensajes de Jhonier anunciando, “fríamente”, que seguiría trabajando a pesar del asesinato reciente de su hermano. El chófer de Mauricio declaró que Jhonier iba a poner en venta la casa, porque, le contó Jhonier, hay gente que compra esas propiedades “solo por el morbo”. Una cantante, Shaira, amiga cercana de Mauricio, afirmó que no fue capaz ni de sostenerle la mirada a Jhonier durante el funeral, porque lo sentía demasiado tranquilo, demasiado calmado, y percibía en él una “mala energía”. La Fiscalía, que nunca vio en Jhonier “signos de dolor ni sufrimiento”, comprobó por el uso de sus datos que a medianoche del 21 de noviembre de 2021, el día del crimen, justo después de cometer los asesinatos, se sentó a ver videos de Youtube y mandar mensajes de texto, como si nada hubiera pasado.
Todo esto encaja bien con un hombre que es capaz de matar a puñaladas y a sangre fría a la propia madre y al hermano. Tiene sentido con el relato del monstruo verdadero. Con una ficción más interesante que la de un Mauricio suicida, matricida, testaferro del narcotráfico.
Pero “algo” nunca va a cuadrar completamente.
Llegué a leer reacciones en redes, mientras se transmitía el juicio en tiempo real, sobre lo decepcionante, anticlimática, que resultaba la confesión de Jhonier. “Hemos esperado tanto para esto”. Nos seduce la idea de que haya algo más que impulsos, instinto y rabia detrás del crimen, y en especial de crímenes tan terribles. Ha de haber algo, un juego de ingenio, un villano hábil, un fondo verdadero, una inspiración demoniaca, una locura genuina, superlativa, un “rompecabezas”, como calificó la Fiscalía al asesinato en la etapa inicial de la investigación. Ha de calzar todo con la gracia y la simetría que le exigimos a un relato bien contado.
Nos seduce, digo, pero también nos protege. La monstruosidad, como ficción, es eso que sucede allá, en los libros, en el periódico, en el televisor, en las redes, no hay manera de que me pase a mí o a mi familia. Está a una distancia segura. Y por eso nos fascina también como espectáculo. No puede hacernos daño. El monstruo no habita entre nosotros o en nosotros, porque es una singularidad, una aberración, una criatura de las pesadillas ajenas.
En el mundo perfecto, controlado, de la ficción, el monstruo es una criatura tolerable, deseable, no pocas veces. Hay algo que aprender de lo que hizo Caín contra su hermano, por ejemplo. Hay una trágica ambición en los crímenes de Ricardo III. Hay belleza en el dolor de Medea, que la llevó a matar a sus hijos en venganza de Jasón. ¡Qué triste lo de Edipo!, pero entiende uno con él que no es posible escapar de su destino. Hay sentido del deber en Agamenón, justicia en Clitemnestra, razón en Orestes. No es posible la altura moral que alcanza Hamlet sin el crimen inicial de su tío y de su madre. Hay un entramado de sentido en esos grandes dramas homicidas, históricos o no, que nos reconforta o que nos alecciona o que nos permite ver nuestra vida en perspectiva. Eso, de nuevo, es la ficción: orden, estructura.
La realidad, sin embargo, suele ser mucho más caótica, arbitraria y, en consecuencia, aterradora.