Con qué seguro paso el mulo en el abismo
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por JORGE IVÁN AGUDELO Y SIMÓN MARÍN • Archivo Fotográfico BPP
Con qué seguro paso el mulo en el abismo. Lento es el mulo. Su misión no siente. Escribió Lezama. Mientras tanto, sin hacer caso del pecado capital del anacronismo, podríamos adelantar la comparación, inexacta, entre distintos tipos de archivos y soportes que dan cuenta de líneas comunicantes entre el Caribe decimonónico, el altiplano y Medellín.
Un mulo, o un caballo, según el pie de foto, remolca un Cadillac en la primera década del siglo XX en la vía entre Tunja y Bogotá. La fotografía, proveniente del fondo Duperly, nos propone un juego de miradas. Por un lado, está la mirada del mulo, animal fuerte, pero obediente, imperfecto y estéril, primero en preparar los agrestes caminos de la modernización en la accidentada topografía andina. Sería curioso que mirara directamente al lente, sin embargo, de algún modo, lo hace. Con su trompa inclinada levemente hacia el piso mira de reojo a la cámara y, con ella, a nosotros, quienes vemos desde el futuro los pasos lentos del animal.
El caballo, o el mulo, para efectos de la comparación, no es aquel que provocó el silencio de Nietzsche en el Turín de 1889, previendo simbólicamente el avance del nihilismo industrial por la Europa del siglo XX, sin embargo, sí tiene algo del Angelus Novus de Klee, sobre el que escribiría Benjamin en sus Tesis sobre historia. Su mirada, entre fija y desorbitada, observa la acumulación de ruinas, los cadáveres de mulos que lo anteceden, los futuros Cadillacs chatarrizados, las cámaras análogas engrosando, inutilizadas, las colecciones de los museos y su foto misma reposando en un archivo. Mientras avanza, dando la espalda a la modernidad que ayuda a construir, está la mirada de su jinete, fija, precisa, segura hacia el fotógrafo.
Entre tanto, se encuentra quien no mira, despojado de caballo y de rostro, con ruana y sombrero; presenta quizás una sonrisa que no vemos, pero podemos imaginar la del trabajador que debe ir en su mula al rescate del burgués, quien animado a lanzarse a los caminos en su novedosa máquina de futuro se quedó a medias, atascado entre ciudad y ciudad.
Sin embargo, la falible máquina remolcada no es el único instrumento del futuro que vuelve a 1910 para establecer lazos de simpatía momentánea con nuestro borroso e inaprensible presente. La cámara y el fotógrafo son también agentes del progreso. Desde 1840 un aparato entre industrial y científico venía haciendo de las suyas en eventos de feria, como un truco de magia, pero también en pequeños locales comerciales, en algunos escasos periódicos ilustrados. Venida desde Europa, esta máquina extraña que podía copiar fragmentos estáticos de realidad de un modo cada vez más instantáneo, daba vueltas por Bogotá y Medellín. De la mano de un Cadillac remolcado, la fotografía se erigía al mismo tiempo como una curiosidad inocente y como una promesa de sosiego para estas tierras, alejadas de la mano bondadosa de la civilización occidental. Este proceso, entre atropellado y confuso, de modernización a lomo de mula y Cadillac, da cuenta de un camino inacabado e inacabable, trunco, con el motor sobrerevolucionado por las piedras y pendientes, una promesa incumplida, una modernidad capitalista, empresarial y segregadora, que en su realización dejaba tras de sí la chatarra de sus propios productos incompletos.
