El 23 de mayo de 2022 la ciudad de Nueva York removió el último teléfono público ubicado en el número 745 de la Séptima Avenida. En el ritual de despedida los peatones vieron la grúa que levantaba una cabina rumbo al Museo Metropolitano donde días después se instalaría la exposición Ciudad Analógica, junto con otras antiguallas de una era que ya no era, superada por artefactos menos aparatosos e inteligentes. Y mientras en Londres también conservaron catorce de las icónicas cabinas rojas, en otras ciudades los teléfonos de monedero han tenido un largo adiós y prefieren morir de pie como los héroes. Aun sin tono, sostienen en sus cabinas avisos de plomería, se alquila pieza o la foto de un can perdido. Aun sin inteligencia, soportan firmas ininteligibles con las que el aprendiz de grafitero marca territorio.
De este aparato se hablará mientras haya gente que recuerde la última vez que habló por una bocina pública, tal vez esquivando el ámbito doméstico para hacer una confidencia, acordar una cita con alguien de dudosa calaña o hacer las paces con un amor furtivo. Quién sabe adónde habrán ido todas esas llamadas, a algún limbo, porque “nada se pierde, dulce ser”, como dice Durrell, ni siquiera la palabra no dicha. Y habrá también quien lance su teoría: que en aquellas épocas, cuando el minuto valía cien pesos, la gente hablaba lo justo o decía menos con más. Tampoco faltará el que elogie la telefonía con hilos, y pele el cobre romántico al preferir el hilo a las celdas, quizás un poeta, como Pedro Salinas, tan afecto a hablar del teléfono en sus versos.
Estabas muy cerca. Solo
nos separaban diez ríos
tres idiomas, dos fronteras
cuatro días de ti a mí.
Pero tú te me acercabas
(…)
Sonriendo en el alambre.
Por el alambre, en la noche,
sin ver nada, te acercabas,
a oscuras, derecha, a mí.
Me decías: “Aquí estoy”.
Aquí.
Me llegabas,
en alambre, por tu voz.
En cuanto a sus parientes de ciudad, el teléfono público es más inteligente que el hidrante, menos ladino que la máquina tragaperras y más útil que un policía acostado. Si en muchas ciudades era un azar encontrar uno bueno, es justo aclarar que no sería porque estuvieran mal hechos sino porque desde que llegaron fueron el blanco de los inciviles que los atacaban para vaciarles sus monederos.
Las nueve mil cabinas de Medellín florecían desde las laderas hasta las autopistas como anturios empolvados. En la estampa de barrio con luna de neón los hablantes hacían fila mientras contaban la menuda disponible para echarle a la máquina. Para hacerse escuchar entre el ruido de la calle, el usuario alzaba la voz, de modo que toda la fila se enteraba del asunto menos quien estaba al otro lado de la línea. Todo lo humano y lo divino debió pasar por el mugriento auricular.
Arqueólogos del futuro que hurguen en los mecanismos, lamentarán no poder oír el vocinglerío, los murmullos triviales de esa banda sonora que es la historia perdida de una urbe.
Cuando se declara la obsolescencia atrás quedan los hábitos que nos unían a ese invento, las manías y disparates, como ese de creer que al pasar por una cabina oirías el timbre, descolgabas y alguien te llamaba por tu nombre. No era un mito urbano, según se sabe, los teléfonos públicos tenían un número secreto que solo podían saber los técnicos de turno. El trebejo se niega a ser olvidado, como esas llamadas que insisten en timbrar a un número aun sabiendo que es equivocado.
También la memoria marca números al azar e intenta rescatar esas voces atrapadas en alguna bocina: un camionero secuestrado en San Luis, Antioquia, llamó a su familia desde una cabina a orilla de la autopista, les dijo que estaba ileso, que jugaba billar con sus captores mientras ellos esperaban el pago de la venta del camión para liberarlo. En cuanto su esposa se negó a creer, él le pasó el teléfono al secuestrador, quien en tono afable confirmó la versión.
Un sábado por la noche, un compañero de trabajo me llamó de una cabina de la 80. El día anterior habíamos ido de copas y ahora, en un rapto depresivo, llamaba para despedirse y agradecerme los buenos ratos. Cuando le pregunté si era que iba a renunciar dijo que no, que se iba a suicidar. Por suerte, no cumplió su promesa. Y esa llamada se convirtió en un rito agobiante que alguno de sus cuates tenía que soportar cada cierto tiempo.
Cuentan los que han rastreado los ecos telefónicos que el primer aparato público se instaló en Medellín en 1965 y fue en un bar de Carabobo que se llamaba Capitán López. Tal parece que el monedero de veinte centavos no daba abasto para tanto curioso con ganas de probar la bocina, así que hubo que instalar más carcasas en otros locales. Pero como los negocios cerraban a las diez, los bohemios puros que querían estirar noche no tenían de donde llamar, una línea en casa era un lujo destinado a unos pocos abonados. Luego, en los setenta, la red se extendió a colegios, cuarteles, al aeropuerto y los barrios de la periferia. Llamar por un público era un gesto tan habitual que se repetía el dicho: “Eso es tan sencillo como hablar por teléfono”.
Y cuando en su pantalla se leía: “Solo llamadas de emergencia”, nadie entendía, pues todas lo eran: un amor que agoniza, una tarea escolar que no da espera, un chisme fresco que debe contarse antes de que enmustie, un préstamo inmediato, o el deseo de oír al padre en reclusión. Son urgentes tanto las penas del corazón como las penurias del bolsillo.
Otro desplante era cuando, en medio de la densidad excitante de un diálogo, la llamada se cortaba con un pito intermitente que anunciaba el coitus interruptus. En su desolación, cuánto daría el hablante por escuchar la voz al otro lado de la línea. Con razón dijo Cobo Borda que: “Los amantes se llaman por teléfono para escuchar, tan sólo, su propia respiración”.
Antes de que los celulares las desplazaran, las cabinas de monedero ya eran presa de los vándalos que destrozaban su carcasa para robar unas cuantas rupias, como San Agustín, cuando saqueaba las alcancías de los lampadarios. Sin actos de contrición, como el santo de Hipona, los robacabinas las dejaban sin blanca y sin tono. Con un monedero repleto, los teléfonos eran un botín para la indigencia armada de destornilladores y hasta de barras para romper los aparatos. No había metal que resistiera una noche de minería callejera.
Cuando los técnicos que velaban por la salud de los teléfonos cuentan las astucias de los dañinos ladrones, la lista de mañas llenaría las páginas amarillas de un viejo directorio. Alambres, púas y ganzúas hacían parte del kit mínimo para pescar las monedas que se rebosaban. El arte más ingenioso consistía en bloquear el paso de la menuda a la alcancía con trozos de plástico y luego acceder a la cascada de ochavos, como quien se burla de la suerte esquiva de una máquina traganíquel. La telefónica municipal también debía hacer jugadas contra la agresión cotidiana de los bárbaros. De los teléfonos de aluminio se pasó a los de antimonio y luego a los de acero, hechos en Japón, Suecia e Inglaterra.
Con la llegada de diciembre, una tropa brava metía tacos de pólvora y papeletas en las trampillas de salida de las monedas. El efecto amplificado de la explosión se oía a la cuadra y provocaba un éxtasis grato a la tribu. Aquel rito pasajero de juerga que dejaba más esquinas sin líneas, según se supo luego, era común en Inglaterra donde las hordas de hooligans además los rociaban con cerveza sacrificial. Por eso los ingleses de la empresa GPT inventaron el teléfono antihooligan que se importó a Medellín a finales de los ochenta.
Los empleados que hacían la ronda de recaudo encontraban las más variadas formas de monedas falsas, desde redondeles de pasta o cuero, hasta arandelas con las que engañaban el sensor electromecánico. De aquellos trucos, uno memorable fue la moneda perforada que ataban a una pita y, después de cumplir el minuto de la llamada, la volvían a sacar de la recámara para llamar a su antojo.
Para reparar los estropicios que dejaban los robos de los monederos había que destinar cuadrillas de operarios e importar piezas, una labor tan costosa que hizo preferible dejarlos gratuitos. En las colinas más altas esta era la única forma de hablar con el resto del valle porque además tenían un número a la vista para recibir llamadas. Edgar Quiroz recuerda que era común, por ejemplo, que alguien gritara el nombre de una señora, una que esperaba el aviso de su patrona para bajar a hacer los destinos domésticos.
En las laderas de la parte alta-abajo, como dijo Helí Ramírez, se podía conversar con gentes de la montaña de enfrente, bajo estrellas y chicharras encendidas. También pasaba que una charla íntima se filtrara en medio de la de uno. Y eran las voces de aquellos que robaban línea de una cabina para llamar desde su casa (Las palabras van al aire y las lágrimas al mar, pero esas voces del fraude, dime Nena, ¿adónde van?).
Quien llamaba con una moneda de doscientos esperaba en un acto de fe, que el teléfono le devolviera. Sin excepción, las máquinas eran brutas y ninguna daba vueltos. Un usuario, al sentirse robado, se transformaba en vándalo de ocasión, el mismo que agarraba a golpes la caja telefónica hasta ver escupir, de madrugada, el vil metal.
Después de un tiempo, cuando las gasolineras sean ruinas prehistóricas, el teléfono público será una callada reliquia, cual estatua de la Isla de Pascua.
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