Número 144 // Mayo 2025

EL PABLITO PAISA

EDITORIAL

La expectativa es la droga de los viajes. Las fotos, las promesas de los amigos, la aventura, la permisividad, la perversidad. La vida lejos del foco. Solo con el zoom y el filtro propios. Las ciudades se van amoldando a esos pedidos. Se van inflando frente a los deseos por cumplir. Las ciudades con una historia universal, las de enciclopedia, tienen una gran ventaja: sus íconos están plantados hace siglos, nos han rayado el ojo desde siempre, son deslumbrantes a primera vista. Para el descreste o la desilusión.

Otra cosa pasa con las ciudades emergentes en el circuito mundial de variedades. Toca inflarlo todo, mentir con la exageración, arrear virtudes y peca dos según los gustos de los visitantes. Atraer es siempre engañar un poco. Pero aquí es imposible mentir con algo de rigor, dejar un poco de verdad, no revocar la realidad completa. Hay que acudir a la caricatura, convertir el paisaje en souvenir y no al contrario. Es una inversión perversa pero vendedora.

Medellín está en el límite de esa per versión estética, histórica y social. Su vida se ha transformado de manera radical en veinte años. De la ciudad prohibida, la más asesina del mundo, pasó al culto al mayor artífice de la matazón de los ochentas y noventas: una marca registrada del bandidaje más tramador. Difícil de tragar, teso para la memoria de tanta sangre. Causa cierta tristeza, algo de rabia por ese folclor tan manchado. La pelea está un poco perdida y la ciudad la ha dado de la peor forma.

Pero esa es la memoria y no les podemos pedir conciencia a los espectadores lejanos del patrón del mal. Hablamos es de lo perverso que resulta inflar los atractivos. Al lado de la gentrificación está la ciudad dummy. La Comuna 13 es el ejemplo más representativo: Pablo como un trovador al pie de las escalas eléctricas, el Cristo sin redentor con su carriel, las manos gigantes de Karol G a la manera de mirador: “Esto está muy instagrameable”, repiten chicos y grandes. Los grafitis y murales han sido tapados por los toldos de chucherías. Buena parte del torniquete está en manos de los “dueños”. Algo de mafia cierta tiene que haber.

En Guatapé quieren levantar el Cristo más grande del mundo. La desmesura como hazaña, el Guinness Record a la fealdad. Una piedra milenaria es suficiente para el ojo de los turistas. Una piedra y una gran represa. Un paisaje. Pero alguien quiere un Cristo de icopor para las fotos. Ensuciarlo todo es una de las tragedias del éxito turístico. También en el abuso sexual y en el turismo de implantes está esa dolorosa extravagancia.

Y qué decir de Provenza, donde los precios son la fantasía. El carro en el lobby de la discoteca de la Bichota, la puerta del bar que abrió Bad Bunny, la esquina donde parqueó Maluma. El catálogo para el abuso que miramos con resignación.

No solo la Comuna 14. Las terrazas de la nororiental, por ejemplo, tienen ahora sus grandes cajas del perreo, sus farras al viejo estilo. El helicóptero estrellado en Manrique contó de qué se trata. La ciudad se va plegando a esos apetitos, sigue los gustos, complace la idea televisiva de los turistas, construye la escenografía más vulgar de su tragedia.

Hoy resulta tan tierno El Pueblito Paisa. Tan inofensivo, con esa hermosa escultura de Montecristo en el alto, con su sombrero de utilería y su varita mágica en la misma mano. Con la barbería y la alcaldía infantiles, enanas. Hemos pasado de los tiempos de la maqueta, del pueblo a escala, a la ciudad hinchada, ampulosa. Se acabó la era del diminutivo.