Antes, todo se limitaba a traer la mercancía desde San Andrés, Maicao o Panamá; luego, la compraron en Estados Unidos; y hoy, muchos importan inmensos contenedores desde China, en muchas ocasiones, repletos de productos que ellos mismos han mandado fabricar. Pero antes y ahora ha existido y seguirá existiendo la suplantación de marcas, incluso, las de carácter local. Para la muestra, el botón más grande. Cuando alguien quiso montar El Hueco en Bello, se enteró de que este nombre sin garbo alguno, ya era una marca registrada. Raúl Echeverri, uno de los líderes de Asoguayaquil, la asociación más antigua de comerciantes del sector, creada hace veinticinco años, lideró esta iniciativa al dimensionar que ningún otro apelativo sería tan recordable para referirse a los más de cinco mil locales encerrados, por ahora, entre la carrera Bolívar y la avenida Ferrocarril con las calles San Juan y Colombia.
La zona de la ciudad donde cualquier cosa se puede volver de repente un virus. Desde que empecé a recorrer El Hueco, hace unos cuantos días, he visto miles de rosas en relieve en camisas, gorras, conjuntos, blusas, vestidos, chaquetas; grandes, pequeñas, alargadas; rojas, doradas, azules; solas o en ramos; en los almacenes de los primeros y los últimos pisos, y también en los puestos ambulantes de las calles. Son tantas que al principio soñaba con sorprenderlas mientras brincaban de una tela a otra; pero claro, vi a una señora que llevaba un manojo suelto, sin tela alguna, y entonces supe cómo operaba uno de los tantos milagros chinos en formato paisa. Cientos de mujeres las cortan y las fijan a punta de calor, otras tantas las venden y miles más las lucen muy orgullosas de estar a la moda. En El Hueco se consigue la tela, el accesorio, el complemento y la máquina para crear una nueva prenda o para interpretar, homenajear o expresamente plagiar la que está causando furor en Los Ángeles o París; Dios bendiga internet.
Pero, ¿quién define que sea una rosa y no un girasol? Puede ser el espíritu de Kim Kardashian, que a cada tanto recorre El Hueco, tal como me lo cuenta Andrés Acosta, un profesional de la administración que hace nueve años decidió romper su historial de empleado. Inspirado en las conversaciones casuales de sus tías se inclinó por el mundo del maquillaje, sin tener experiencia alguna en el tema y viajó a los Estados Unidos, donde gestionó la representación de una marca de cosméticos llamada Jordana. Lo demás fue persistencia y enfoque; bolsita en mano, puesto por puesto, se la pasó varios meses repartiendo muestras gratis, mientras sus inspiradoras tías y las amigas de estas murmuraban que la familia estaba estrenando loco. Sí, fueron varios meses sumando en unas pocas ocasiones y restando en las demás, hasta que un buen día, la Kardashian mostró en las redes sociales su exótico ciberlabial, un tono morado que en el portafolio de Andrés figuraba como Matte Dare, y que, por cierto, nadie le pedía. Llegó entonces, el mes para multiplicar en vez de sumar y restar. Él no era el único que lo vendía, los había más caros y más baratos, pero siempre estuvo presto a entregarlo lo más pronto posible a quienes se lo pedían. El Hueco es velocidad y precisión, según sus palabras. En la universidad nunca le habían enseñado que una docena puede tener dieciséis piezas o que el precio de venta de un producto puede cambiar en minutos como si se fijara sobre arena; eso lo aprendió por aquellos días, al moverse de vitrina en vitrina en El Hueco, escuchando a sus nuevos profesores: las vendedoras de los locales y esos viejos comerciantes capaces de predecir los movimientos del mercado, aunque todavía lleven los inventarios de sus negocios en tarjetas manuales, tipo Kardex, mientras él lo tiene todo sistematizado y medido mediante gráficos de comportamiento que no leen las ciberlocuras de la Kardashian.