Eduardo es un septuagenario hermoso, de origen campesino, a quien me le he robado infinidad de historias sin darle crédito y ni siquiera pedirle su autorización. Es un contador de historias en vía de extinción, de aquellos que las cuentan porque no saben escribirlas. Es el único personaje, junto con Consuelo, que, a estas alturas del partido, me hace regresar a mis raíces.
Su piel, aporreada por miles de soles, y su anisada garganta por igual número de lunas envuelven su repolludo metro con cincuenta de estatura. Cabeza grande y redonda, se resiste, con escasos mechones de gris, a quedarse despoblada. Ojos inquietos, nariz y boca pequeña, donde resalta el canino superior izquierdo, único vestigio de lo que en otrora fueran 32. Quizás por eso se carcajea con la mirada, en tanto apretuja la boca.
Debido a esas decisiones que tomamos y que otros denominan destino, Eduardo pasó gran parte de su vida sentado en la silla de una mula, de las de dieciocho llantas. Hace ya algunos años se jubiló.
Al llegar a Aranjuez, me dirijo a la tienda de Jaime, el lugar que Eduardo mejor conoce, donde se siente importante, y más gente se congrega para oírle sus historias. Aquella mañana, de igual manera, se encontraban allí, entre desplazados, desempleados, holgazanes y jubilados, un grupo superior a diez. Al tiempo que leían el Q’hubo, trataban de arreglar el país, tomaban café o cerveza, fumaban y, viendo la vida pasar, aprovechaban para, con disimulo, mirar a las muchachas vestidas de cuadritos. Llego, saludo, me acomodo contra la pared, sillas ya no quedan, pido mi café. Espero que alguna pregunta, o recuerdo, abra en Eduardo la bitácora de historias que guarda en su cabeza como un viejo marinero. Que nos lleve a navegar en su galeón por esos mares que solo él conoce.
En lo que se enfriaba mi café, un espabilar, se calentó la discusión cuando alguien mencionó que La Violencia entre liberales y conservadores, tras la muerte del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, no fue tan brutal como la que sufrimos hoy debido al narcotráfico. Eduardo se enfureció. La sangre hervía en su garganta. Los ojos le comenzaron a saltar. Las orejas se tornaron rojas. Apretó los labios para mantener la compostura, se remangó los puños, se aflojó el cinturón, sacó la peinilla del bolsillo de la camisa, se dio tres pasadas, la guardó, hizo silencio y luego inició su discurso.
“Nunca, y repito, nunca, la violencia de ahora es peor que la de antes, ¡ni comparación! Es parecido a esos que afirman que todo tiempo pasado fue mejor, esa es otra mentira y peor que la primera, la más grande que he escuchado en mi vida. La gente de antes, por muy platuda que fuera, no tenía ni en qué gastársela y mucho menos gozaba de las comodidades que se tienen ahora.
Mi apá era un peón de finca que no tenía en qué caerse muerto, preñó a mi amá doce veces, sin contar los abortos. Yo fui el menor, por eso fue que me pusieron Benjamín Eduardo. Sobrevivimos cuatro, a los otros los mató la gripa, la polio, la fiebre amarilla, el sarampión, la tapetusa, el hambre, las brujas y los yerbateros. ¡¿Los médicos!? Los médicos, aún no habían llegado al pueblo. Y eso de que sobraba la comida no era tan cierto, porque en ese tiempo la gente se moría hasta de mal de ojo, y no había vacunas para nada. Es más, yo probé gallina cuando el Ñato, un perro que teníamos, apareció en el rancho con una desgañotada en el hocico.
De los cuatro, la más estudiada fue mi hermana Carmelina, que terminó quinto de primaria y eso ya era un logro en la familia; la seguí yo, que llegué hasta segundo. El que quisiera estudiar más tenía que venirse para Medellín, y nosotros, ¿con qué plata? Por eso, Ramiro, Antonio y yo éramos pegaos al culo de mi apá, desmalezando y ordeñando, en la finca de don Arturo, un viejo hideputa, más apretado que tuerca de submarino. No regalaba una gota de leche, nos la teníamos que robar. Y Carmelina de manteca en la casa. ¡Pobre mi hermanita, cómo sufrió!
Vivíamos en un rancho de esa misma finca. Las paredes eran de tapias, el techo era un rompecabezas de tejas quebradas encima del esterillado de caña brava. Era como si arriba viviera un duende, pero con zapatos de plomo. El piso era de tierra amarilla y, a veces, cuando llovía muy duro, se convertía en un barrizal. Pero en las noches de verano, que eran bien poquitas, por los roticos se podían ver la luna y las estrellas. Era como tener un televisor, pero con pantalla de caña brava, los huequitos dejaban pasar una luz azul, igualita a la de los cines, y mi amá nos aseguraba que era Dios mirándonos, así que ni malos pensamientos podíamos tener. Rezábamos el rosario, menos mi apá, una tazada de aguapanela y a dormir. Los varones dormíamos tirados en el suelo, encima de unas esteras que tejían Carmelina y mi amá; los viejos, en un catre, encima de un colchón de paja. Los únicos que dormían en cama eran Carmelina y el Ñato, si se les puede llamar cama a unas cajas de madera que ponía boca abajo, al lado del fogón, para calentarse, de esas en las que antes venían las cervezas. La pobre, por la noche, armaba la cama y en la mañana la tenía que desarmar. Y cuando se acababa la leña los dos se quedaban sin cama.
Eso sí era pobreza, la única vez que se comía carne en mi casa era cuando a mi apá le pagaban y subía del pueblo borracho, con una botella de tapetusa en una mano y, en la otra, dos o tres kilitos de chinchurria. Mi amá la dejaba remojando con limón, la ponía a cocinar, y a la paila con manteca, ¡eso era un manjar! Pero si ese pedazo de ñervo se enfriaba, era mejor mascar caucho, le quedaba a uno la boca como recién revocada con arena y cemento. Como ni crema ni cepillo había, nos tocaba lavarnos las muelas con la ceniza del fogón y este dedo.
Cuando cumplí los dieciséis, me revelé y no volví a ayudarle a mi apá en la finca, me fui a trabajar a la terminal de Yarumal, alistando los camiones de escalera, que salían para Medellín, dos diarios. Me ganaba unos cuantos pesos, los mismos que le entregaba a la vieja para ayudar en algo con la casa. Ella, todas las mañanas, me empacaba un pedazo de panela y otro de queso, que, ahora que lo pienso, tal vez fueron los que me tumbaron las muelas”.
Todos reíamos, pero nadie se atrevía a preguntar por temor a ser recriminado por interrumpir. Además, las preguntas sobraban, todo iba encajando a la perfección. Había drama, terror, humor y suspenso. Era una novela completa que, en una esquina de barrio, alguien nos contaba sin cobrarnos un peso. Hasta Jaime, el tendero, se había olvidado del dicho: “El que tenga tienda…”. Cuando las carcajadas pararon, Benjamín Eduardo, prosiguió.
“Un domingo, a la salida de misa de diez, llegó al pueblo una volqueta con un pelotón del ejército reclutando personal. La mayoría de los muchachos que estaban en la plaza se escondieron donde pudieron, pero a otros los agarraron corriendo, debajo de los carros y subidos hasta en los árboles del parque. En cambio, Benjamín Eduardo, como toda su puta vida ha sido un regalado, soltó el cepillo con que embetunaba las llantas de un camión, y solito, como una güeva, se fue derechito al atrio de la iglesia, donde estaba el cabo. Se puso firme, su mano derecha en la sien, y le dijo con vos militar: mi cabo, se presenta ante usted el civil Benjamín Eduardo Gómez Jaramillo. ¡Sería un honor para mí poder servirle a mi patria y al ejército nacional de la república de Colombia! ¡Ajúa! Y sin darme las gracias siquiera, ese malparido les ordenó a dos soldados que me subieran a la volqueta, cosa que hicieron de la misma forma que se sube un novillo cuando va para el matadero. Desde arriba alguien reclamó: aquí no cabe más gente, a lo que el cabo respondió con un grito: si en ese volco caben veinte soldados con sus equipos, caben doscientos hideputas, así que patrás. Solo fue escucharlo y ese platón quedó con más del doble del espacio que tenía antes de montarme.
El caso fue que arrancamos carretera arriba, yo ni sabía para dónde nos llevaban, nunca había salido del pueblo, pero uno de los soldados que iba con nosotros dijo: vamos para el batallón de Santa Rosa de Osos. Santa Rosa, por esos días, era uno de los pueblos más peligrosos de Antioquia. En Yarumal decían que allá las armas las cargaban el ejército y la policía, pero la que disparaba era la iglesia, atrincherada en el púlpito, desde allá ordenaba quién vivía o no, en ese pueblo. Pensé, bueno, al menos estoy de parte de Dios y de la milicia. Recordé a mi amá, recé un padre nuestro y me santigüé.
Cuando llegamos al batallón nos bajamos de esa volqueta como cucarachas de panadería, cuál más empolvado, parecíamos albinos. Dieron la orden de empelotarnos y meternos debajo de unos chorros. ¡En cinco minutos los quiero a todos bañados! ¡Cabrones! Y en cuatro ya estábamos todos bañados. Nos metíamos hasta de a cinco en un chorro. ¡Qué hideputa agua más helada! La de la finca era caliente al lado de esa, y eso que era tirada con totuma. Los soldados, gritando desde las ventanas, se burlaban de nosotros: ¿se les quedó el pipicito en la casa? ¡Aquí a esas nalguitas sí les va a cambiar de color! Miraba con rabia, pero más rabia me dio cuando vi la ropa que traíamos puesta, arrumada en mitad del patio, ardiendo en una fogata de algodón, cuero y caucho.
Todo lo medían en minutos y en hideputazos. Llegó otro malparido señalando un caspete y gruñendo: veinte minutos para que se sequen, reclamen implementos y se hagan rasurar la cabeza, cabrones, que con ese pelero se parecen a las putas del pueblo. Todos corrimos, hicimos fila detrás de un mostrador, todavía a culo pelao. Nos entregaban un morral; de unos bultos sacaban pares de botas, amarradas con un cordón, y nos las tiraban. Que pase el otro, decían, mientras se reían con malicia. No paraban de burlarse de nosotros, esos malparidos.
El caso es que ese morral traía de todo, cosas que yo nunca había tenido: correa, ropa, medias, crema y cepillo de dientes, una gorra, dos toallas, dos sábanas y una almohada con su funda, ah, y betún, que, aunque ustedes no lo crean, en dieciséis años, era la primera vez que me calzaba. Cuando me puse las botas parecía una gallina caminando en un pantanero. Aparte de que me quedaban grandes, eran de tallas distintas. Después las cambié con un compañero. ¡Y ustedes dicen que era mejor antes! ¿Mejor? ¡Las pelotas!
Como a los dos meses del reclutamiento, entrenados y equipados con todo lo que necesita un soldado, juramos bandera en la cancha del batallón. Carmelina y mi amá estaban orgullosas en la tribuna, viéndome jurar bandera, junto con las otras familias. Un teniente, con carita de monjita de la caridad, nos dijo: el recluta que quiera tener el privilegio de cargar el equipo de comunicación de nuestro pelotón que dé un paso al frente. Miré a mi amá, ella hizo un gesto con la cabeza que yo interpreté como: dé un paso al frente mijito. Y no sé, porque no lo puedo asegurar, si mi pie derecho dio un paso al frente o si mis compañeros de escuadra lo dieron atrás. Pensé, otra vez, el regalado de Benjamín Eduardo haciendo obras de caridad. Aunque también me dije, ¿qué tal y cargar ese aparato traiga algún privilegio, como lo dijo mi teniente? Él cambió su carita de monja y puso la de siempre, la de hideputa, y ordenó traerlo. Dos soldados aparecieron cargando ese armatoste, parecía una torre de esas de computador, con la única diferencia de que esta pesaba como cincuenta kilos y me tocaba cargarla a mí solito, amarrada con un arnés a la espalda. Además del equipo de campaña en el pecho. Como si fuera poco, esos putos radios tenían una antena que, elevada al máximo, media más de treinta metros. Miré a la tribuna, vi a mi amá y a Carmelina aplaudiendo orgullosas, y yo, en medio de la cancha, muerto de rabia, parecía borracho, bamboleándome con cada paso que daba. Después me enteré de que, como el alcance de esa caja de cemento era tan bajo, para poder comunicarse con alguien había que trepar a un cerro donde lograr señal. Detrás iba otro regalao, dándole manivela al teléfono, como si fuera una máquina de moler maíz y diciendo: Cóndor dos, Cóndor dos… vip-vip-vip-vip, Cóndor dos, Cóndor dos… vip-vip-vip-vip, que era la clave para contactar con el batallón”.
Las carcajadas y los aplausos eran espontáneos. Eduardo no daba tiempo ni para respirar, encadenaba una historia con otra, al tiempo que se subía el pantalón y las mangas de la camisa. Jaime tuvo la osadía de interrumpirlo: “¡Pero lo que discutíamos era de La Violencia, no de la pobreza! Además, ya casi es la hora de almuerzo y vos sin poder terminar…”. Eduardo lo mandó callar con un apunte que al tendero pareció no gustarle.
“Vea, mijito, usted puede saber mucho de vender arroz, papas, aceite, yuca y de todas esas güevonadas con que usted engaña a la gente, pero aquí el que sabe de la vida soy yo, y a mis años no me quedarán futuros con que soñar, pero sí pasados con que vivir y hacérselos vivir a todos ustedes, parranda de güevoncitos, para que la vida no me los aporree de a mucho. Además, de futuros nadie vive. ¡Bueno, bueno!, para no alargar más la cosa voy a terminar, que este señor ya me hizo enojar”.
Yo traté de mediar pidiéndole otra cerveza, pero en vez de quedar bien, quedé más regañado que el pobre tendero.
“¡Gracias, lambón! El caso es que un día mi sargento Asprilla, un negro del Chocó, nos despertó, según él, a los veinte soldados más experimentados del batallón, para una misión especial. Lo especial era ir al caserío de Mina Vieja, encontrar y traer al inspector de Yarumal y a dos policías. Los tres fueron a realizar el arresto de Ramón Barbera. Don Ramón era el hombre más rico de toda esa región y el jefe de los chusmeros. En Yarumal decían que la policía violó a su mujer y a sus dos hijas y después las mató con el corte de franela, solo porque él era liberal. Desde ahí se metió en la chusma y juró vengarse de la misma manera. Casi todos, por allá, queríamos a don Ramón, pero no lo podíamos decir, pues los curas desde el púlpito ofrecían salvación para quien lo denunciara y excomunión para quien lo escondiera, lo mismo hacían las fuerzas armadas, pero con carteles en puertas y paredes, ofreciendo dinero y plomo. Ese señor se convirtió en un héroe, sobre todo para las mujeres, mi amá y Carmelina lo veneraban. Íbamos a completar dos días en el monte, buscándolos por cielo y tierra, pero ni rastros de ninguno. Al llegar a una quebrada, mi sargento ordenó descansar. ¡Di gracias a Dios cuando me bajé el morral y ese malparido radio de la espalda! Cuatro compañeros se quedaron de centinelas. El resto nos empelotamos y al agua. Zapata se fue a cagar detrás de un matorral. Si se demoró dos minutos fue mucho, apareció gritando, como si se hubiera encontrado al demonio en bola: ¡mi sargento, un muerto, un muerto, un muerto, un muerto, mi sargento, un muerto! Agarramos los fierros y nos atrincheramos, mi sargento trató de calmarlo, le preguntó lo que había pasado y, gagueando, respondió que un muerto estaba detrás del rastrojo.
Todavía descalzos, con los fusiles engatillados, fuimos a mirar y era cierto, había un cuerpo recostado a un árbol, sentado, con los dedos de las manos entrelazados en el estómago, un sombrero grande de paja, vestido de traje, corbata y zapatos negros. No se le veía una gota de sangre, ni en su ropa ni alrededores; parecía dormido o borrachito, como si viniera de una fiesta. Mi sargento se acercó, con mucho respeto le quitó el sombrero, ¡y qué hideputa susto tan malparido, no tenía cabeza! Todos nos santiguamos y mi sargento de nuevo le puso el sombrero. Y nos pusimos a rezarle un padre nuestro. Yo le recé como tres.
Después nos dio la orden de vestirnos en silencio y dejar todo como estaba. Buscamos más de dos horas la cabeza y no la pudimos encontrar. Unos decían que estaba en la quebrada, que la enterraron, los otros, que se la habían llevado las fieras, en fin. Mientras nos calzábamos, nos ordenó cargar con el muerto en una camilla improvisada para regresarnos al pueblo. Menos mal a mí no me tocó cargar con ese muerto, ya bastante tenía con el muerto que llevaba a la espalda.
Descargamos al finado en la morgue, ahí los muertos se habían vuelto pan de cada día, llegaban tantos que decían que los matarifes trabajaban de día en el matadero y por la noche en el anfiteatro. Sin embargo, este era un muerto especial, un descabezado. Además, su esposa reconoció el sombrero, no había dudas, era el inspector, esa era la ropa con que salió para Mina Vieja. Pero lo que tenía asombrado a todo el pueblo, aparte de que llegó sin cabeza, era la pulcritud; no tenía una sola gota de sangre en su cuerpo, como si lo hubieran bañado.
Al otro día, a los de la comisión, nos dieron descanso y una remuneración; casi todos nos fuimos para el pueblo. Antes de llegar al parque ya teníamos resuelto el misterio del decapitado. Pues, según las chismosas y la morgue, al muerto le habían sacado los pulmones, el corazón, los riñones, las tripas, el estómago y todas esas cosas que uno tiene por dentro, y le metieron la cabeza, después, le cosieron la barriga con alambre”.
El único que hablaba además de Eduardo era el vetusto radio de la tienda que anunciaba que del día ya nos habíamos gastado la mitad. Luego enmudeció por la algarabía de los niños de la escuela, que entraban y salían de la tienda, con sus manos y bocas llenas de dulces y colores y sus bolsillos vacíos de monedas.
El colmillo de Eduardo sonrió. La correa volvió a su sitio, se bajó las mangas de la camisa, sacó la peinilla, se acomodó el pelo, se acarició la barriga, miró a Jaime y, a manera de reto, le dijo:
“Jaimito, ahora sí, vámonos a almorzar que ya me están sonando las tripas y a mí cuando me da hambre me duele la cabeza”.