Número 142 // Diciembre 2024

De amor y de guerra

por PAULA ANDREA MARÍN COLORADO
Ilustración de Emmanuel Villa

Imaginen esta escena: viven en el centro de la ciudad, cerca de la casa de gobierno; empiezan a escuchar disparos y gritos, arengas, gente que corre, que huye. Cuando se asoman por los balcones y ventanas, ven humaredas a lo lejos, hombres a caballo que cabalgan por las calles estrechas que rodean su casa. Es julio de 1861, en Bogotá. Margarita, una niña de trece años, empieza a tomar nota de todo lo que ve y, sobre todo, de lo que dicen las personas con quienes vive y las que visitan la casa. Durante esos abrumadores meses, Tomás Cipriano de Mosquera (entonces gobernador del estado del Cauca) decidió tomarse Bogotá para derrocar al gobierno conservador (centralista), bajo la presidencia de Mariano Ospina Rodríguez, y reclamar el poder para los liberales (federalistas). Fue el episodio central de lo que se conoció como la Guerra de las Soberanías (1860-1862), una de las tantas guerras civiles que vivió el país en el siglo XIX -la única que ganaron los rebeldes- y tras la cual se daría comienzo al período del Olimpo Radical, con la Constitución de Rionegro (1863) y el establecimiento de los Estados Unidos de Colombia.

El testimonio que dejó Margarita sobre este episodio es un documento único, una excepción dentro de la tradición autobiográfica colombiana (mayoritariamente masculina) y, en este caso, de las historias de guerra, escritas, sobre todo, por militares, políticos, comerciantes y misioneros:

“El Juebes diez i ocho de Julio de 1861 a las 7 i media de la mañana, entró mi mamá Pacha a nuestra alcova i nos dijo. `Hijos levántense que están peleando’. Mamá nos dijo que ella no había dormido en toda la noche oyendo tiros. En fin nos levantamos i comenzamos tristes a andar por los corredores” [sic].

 En su relato, Margarita expresa rabia e indignación constante por la crueldad de los liberales contra los conservadores, que fusilan sin un juicio previo y asesinan porque alguien se negó a gritar “¡que viva Mosquera!”; le pide a Dios su intersección para que ocurra un milagro y la “santa causa” (conservadora) gane; hace novenas para ayudar a que triunfe el partido conservador (y cambia de santo cuando ve que uno no le está funcionando para cumplir su objetivo); sale a comprar algo de comer para ofrecerles a quienes se encuentran en la casa; dispone sus muñecas en posiciones divertidas para entretener un poco a las personas en medio de la situación; escribe una carta al reverendo padre José Joaquín Cotanilla de la Compañía de Jesús para expresar su tristeza por la expulsión –otra más– de los jesuitas por orden de Mosquera; escucha atentamente y se impone a sí misma la tarea de escribir, de dejar un testimonio de lo sucedido para la historia de la patria (y de la familia); sufre porque su hermano mayor y su tío han salido de la casa y pueden haber sido apresados en la calle o asesinados. Margarita y su madre no lo soportarían; ya perdieron a un padre y a un esposo por la misma causa: la persecución por ser conservador.

“Habíamos visto que ya la gente de Mosquera había entrado por nuestra calle. A cada grito de Viva Mosquera soltaba yo el chillido. Mamá decía que después del día en que había muerto mi papá este día era el que había pasado mas horroroso en su vida. Pero lo peor de todo era no saber si mi tío Venancio i Miguel A. eran de la rejión de este mundo o del otro” [sic].

Seis años después, en enero de 1867, Mosquera sigue siendo protagonista de los sucesos políticos del país, ahora en su cuarto período presidencial. Margarita se encuentra con un hombre en un baile, Carlos, quien le promete que irá a visitarla en algunos días. Las ilusiones de Margarita comienzan y empieza a llevar un diario para consignarlas, pero también la asaltan las angustias del corazón. En el siglo XIX no le estaba permitido a una mujer declarar su amor por un hombre antes de que este hubiera declarado el suyo:

“Son las ocho y media de la noche y me he venido aquí por librarme de la inquietud que siento cada vez que golpean en la puerta. Cuánto sufro hasta por lo que no debiera sufrir […] Vienen a llamarme porque ahí está Carlos”.

Las visitas de Carlos comienzan y seis meses después declara su amor a Margarita y expresa a la familia sus intenciones de casarse con ella. Margarita, por fin, puede hablar un poco más de lo que siente por Carlos, pero viene una segunda fase de angustias: la familia se opone al matrimonio porque a Carlos le gusta jugar a las cartas, una afición muy extendida en la Bogotá decimonónica, y eso puede poner en peligro el buen nombre de la familia y el porvenir de Margarita. Ella le pide a Carlos que espere su respuesta por seis meses y algo más, una prueba de amor: no jugar a las cartas por tres meses. Carlos acepta y las visitas continúan, mientras la familia se muestra cada vez más displicente con Carlos y este se muestra frío durante las visitas, pero apasionado en sus cartas. Ella no sabe qué hacer; desea morir o irse a un convento, pero ninguna de estas opciones está realmente disponible, es la única hija mujer de una familia que, aunque de buen nombre dentro de la sociedad, no cuenta con demasiados recursos económicos:

“Hace días que no escribo pero no ha sido por falta de tiempo ni de materia sino porque apenas he podido hacer otra cosa que sufrir. ¡Sí! He sufrido mucho porque de las situaciones angustiosas de la vida, la de no saber qué hacer, qué partido tomar en un asunto que decide la felicidad o desgracia de la vida es la más terrible. Dios a quien he invocado tanto espero que me inspirará lo mejor, y sino que se haga su santa voluntad”.

El matrimonio define la vida de una mujer de la edad y posición social de Margarita; en su caso, también contribuye al porvenir de su familia: la madre viuda con tres hijos solteros, que vive en casa de sus padres y que depende para su sostenimiento del patrimonio económico (una panadería y otras propiedades) administrado por su hermana.

De la Margarita de trece años, de su indignación y su rabia, y de su obsesiva necesidad de escribirlo todo no queda mucho en el relato de 1867. Entre los trece y los diecinueve años, Margarita debe salir de la niñez, ingresar en el mercado matrimonial y adaptarse al modelo de mujer de la época para la élite; eso la obligó a hacer transformaciones radicales en su gestión emocional, específicamente, erradicar las emociones asociadas a la indignación y la rabia, y concentrar la expresión de su emocionalidad en la culpa y la vergüenza, sentimientos que aún hoy siguen siendo predominantes en el “alma femenina” y encarnan la interiorización de la dominación de un género (el masculino) sobre otro (el femenino):

“Mamá me ha regañado hoy porque parece que me porté muy mal el martes. Yo no había caído en cuenta pero creo que será cierto, pues confieso que me causó tanto placer la venida de Carlos que lo debí manifestar demasiado. Verdaderamente soy una loca: mis principios no tienen firmeza ni mi conducta es jamás estable. Jorge y todos los que me tratan qué dirán, sobre todo Carlos ¡cuánto me despreciará! Yo misma me desprecio, con mayor razón ellos que juzgan sino por el exterior. Lo único que tiene poder para poner freno a mis pasiones son los Sacramentos. No los frecuento hace días y necesariamente tengo que desquiciarme. Dios se apiade de mí”.

La escritura se ha convertido en un acto de desahogo y de examen de conciencia, y las pasiones han sido controladas; las únicas que puede expresar una mujer de su edad y clase social son las relacionadas con la devoción cristiana. Expresar “malas pasiones” asimilaría a Margarita –dentro del sistema de pensamiento de la época– con las clases sociales populares, a las cuales se relacionaba con lo “incivilizado”. El lenguaje religioso oculta la pasión amorosa; la piedad cristiana camufla el sufrimiento pasional. Solo usando este lenguaje puede descansar un poco su corazón, aunque sin dejar de sentirse sola y desesperada todo el tiempo, porque otra de sus obligaciones es la prudencia para evitar compartir con otras personas, así sean las más cercanas, las afugias del corazón:

“A veces me provoca tener un lugar secreto en donde llorar a gritos. Disimulo sin embargo porque haría muy mal en mostrar lo que siento; pero sentirlo no está en mi mano”.

El diario de Margarita es testigo del disimulo y de la vigilancia en los que debe vivir casi todo el tiempo, pero, en ciertos momentos, puede olvidarse del corsé mental y emocional para atreverse a enunciar pensamientos que nos dejan conocer algo de su verdadero carácter, como cuando se refiere a un par de visitas insufribles que debió atender por “horas eternas”.

La casa de Margarita era visitada por algunos de los intelectuales más prestigiosos de la época; entre ellos, Jorge Isaacs y José María Vergara y Vergara. De Isaacs (a quien le ayudó a corregir las pruebas de impresión de su novela María) se atreve a decir que escribió unos versos de un “romanticismo insulso” en su álbum y de Vergara y Vergara se burla un poco por su “bobería” al negarse a compartir la sala de su casa con Carlos, quien había publicado un artículo sobre él en uno de los varios periódicos que ya circulaban en ese momento. Las tertulias (que incluían recitación y lectura de poemas, lectura y comentarios sobre artículos del periódico, canto, música y baile) duraban hasta altas horas de la noche, varias veces a la semana, y las cenas y bailes hasta altas horas de la madrugada. Nuestra visión del siglo XIX es, en realidad, bastante limitada y el diario de Margarita es un documento valioso para empezar a cambiar esta mirada. La vida no terminaba a las seis de la tarde y, especialmente, para las mujeres, la jornada seguía en el interior de las casas, antes de que se extendiera la creación de cafés y restaurantes, hacia el final del siglo. Si bien muchas de las actividades dentro y fuera de la casa giraban en torno al culto católico (ir a misa, a comulgar, a confesarse, a ayudar a arreglar la iglesia, a retiros espirituales, a procesiones), muchas otras no y en el caso de Margarita, cuya casa contaba con personal del servicio para su mantenimiento, aparte de las actividades domésticas podía dedicarse a leer, escribir, bordar, tocar el piano, preparar y dar las lecciones a sus profesores privados, atender las visitas, cuidar plantas y canarios, y participar en tertulias. Fuera de su casa estaban el teatro, la ópera, los caballitos (el carrusel), las caminatas a los Cerros Orientales y por las alamedas de la ciudad, montar a caballo (lo que más le gustaba hacer), las visitas, las cenas y los bailes.

Hacia el final del diario, Margarita consigna la noticia sobre la quiebra económica de la familia. A partir de ese momento, por orden de su mamá, Margarita deberá llevar el libro de cuentas familiar. Pocos meses después, Margarita consigna en su diario que su madre, por fin, ha aceptado la propuesta matrimonial de Carlos. Así, la historia tuvo un final feliz: Carlos demostró su amor sincero por Margarita y ella apaciguó sus angustias y también las de su familia, aunque –como la mayoría de las mujeres para esa época– ya sabía que el matrimonio no era garantía de una vida plena:

“Ayer tarde fuimos donde Paca [recién casada] y no puedo explicar la impresión que sentí al verla y reflexionar que ya está fijada su suerte, fijada irrevocablemente y que ya ni el arrepentimiento, ni la oración ni el dolor más profundo podrán hacer revocar el paso que dio y que la ata para siempre a otra existencia. Ella está muy contenta, se ve feliz, pero esa misma felicidad es la que me ha oprimido el corazón. Goza de aquello que yo he soñado que sería la felicidad pura, tranquila y sin remordimientos, pero al verla despierta y bien de cerca me he desengañado. Aunque teniendo todos los requisitos necesarios para ser completa, le falta el encanto con que yo la veía iluminada a través del vidrio de mis ilusiones. Y lo peor es que creo que a ella le ha pasado lo mismo que a mí, y que todo el amor que siente y que sienten por ella no basta a saciar su alma. ¡Dios mío qué triste cosa! Y si esta felicidad es fundada sobre todas las verdaderas bases, ¿qué será un matrimonio malo? Debe ser sin duda semejante al infierno”.

En 2021, Luz Clemencia Mejía, la entonces directora de la Biblioteca Rivas Sacconi, del Instituto Caro y Cuervo en Bogotá, nos invitó a Margarita Valencia y a mí (que en ese momento era investigadora y profesora del Instituto) a visitar las colecciones de archivos de la biblioteca de la sede Yerbabuena, ubicada en las cercanías de Chía (Cundinamarca). Descubrir el archivo de la familia Holguín y Caro me sacó de una depresión en la que estaba cayendo y me hizo interesar de nuevo por el siglo XIX colombiano y su cultura escrita. Desde entonces, Margarita Valencia y yo hemos venido trabajando en este impresionante acervo documental, conformado por 51 cajas y miles de hojas, aún sin foliar ni catalogar.

Tanto el documento de 1861 como el de 1867 a los que he hecho referencia fueron escritos por Margarita Caro y hacen parte del Fondo Holguín y Caro. Margarita Caro de Holguín (Bogotá, 1848-1925) perteneció a una de las familias más importantes de Colombia durante la segunda mitad del siglo XIX e inicios del XX, pues fue hija de uno de los fundadores del partido conservador colombiano (José Eusebio Caro), primera dama de la nación (esposa de Carlos Holguín, presidente del país entre 1888 y 1892), hermana de otro de los presidentes del país (Miguel Antonio Caro) y madre de políticos y diplomáticos (Hernando Holguín y Álvaro Holguín), de otra primera dama (Clemencia Holguín, casada con Roberto Urdaneta) y de la considerada como primera mujer artista profesional del país: Margarita Holguín y Caro (1875-1959). Fue esta última, la encargada de editar el diario que su madre había llevado entre 1867 y 1869, y que se ha publicado en dos ocasiones: en 1942, por la editorial Antena, y en 1953, por el Instituto Caro y Cuervo.

La versión del diario que se encuentra en el archivo permite entender que en el diario editado se omitieron casi la mitad de las entradas, a través de las cuales se puede conocer más profundamente el carácter de Margarita Caro, la vida de una mujer de élite en el siglo XIX y algunos detalles de la vida de una familia que definió, en muchos sentidos, los destinos del país. De Miguel Antonio Caro, por ejemplo, llegamos a saber que estuvo muy enamorado de su prima Virginia y que pensaba casarse con ella pese a la oposición de su familia. Finalmente, se casaría con Ana Narváez. Miguel Antonio es quien le regala a Margarita el diario, quien le recomienda lecturas, quien le lee sus poemas y sus traducciones de Virgilio y con quien traduce unas cartas del padre Lacordaire que luego él publicará en uno de los periódicos que fundó en Bogotá.

La historia de la familia Caro sintetiza gran parte de la historia de Colombia, una historia de pasiones exaltadas tanto en el amor como en la política. Los Caro fueron protagonistas en el enfrentamiento entre realistas y patriotas, y luego entre liberales y conservadores. La familia Caro encarna “las emociones tristes” (las que apagan la vida) de las que habló Spinoza y que recoge Mauricio García en su libro El país de las emociones tristes (refiriéndose a Colombia): “La rabia, la envidia, la venganza, el miedo, la desesperanza, la indignación, la vergüenza, el remordimiento, la cólera”. García afirma que este conjunto de emociones ha signado trágicamente la historia del país y que han estado asociadas, por un lado, a la política -como resulta claro aquí- y, por otro, a la religión católica, tal como hemos visto en el diario de Margarita Caro.

Quizás uno de los logros más importantes de estar realizando esta investigación sea, como ha sido reiterativo en las conversaciones con Margarita Valencia, comprender al otro o, en este caso, a la otra. Varias veces me pregunté si realmente era importante visibilizar el testimonio de una mujer que perteneció a una de las familias de élite más conservadoras de Colombia y protagonista de un período político (la Regeneración) que dejó tantas heridas al pensamiento liberal (del que me considero cercana) y una impronta profunda en la vida del país, incluyendo la Constitución que nos rigió hasta 1991. La respuesta a mi pregunta siempre fue la misma: comprender al otro evita convertirlo en un enemigo, comprender al otro implica aceptar que sus razones no son muy diferentes de las propias.

Para un país como Colombia, con su historia de enfrentamientos, venganzas y odios actualizados, lo mejor es seguir intentando comprender las razones del que nos parece diferente u opuesto a nosotros, sin que por ello desaparezca la responsabilidad que cada uno debe asumir por sus actos. Las escrituras personales han sido para mí una vía para ello y le agradezco a Margarita Caro permitirnos empezar a abrir su archivo y dejarnos mirarla a los ojos y captar sus emociones, el dolor de haber perdido a su padre por los odios políticos, su indignación por haber sido testigo de las muertes de seres cercanos también por esos odios y su angustia por el temor de no cumplir con el rol que su familia esperaba de ella.