Número 142 // Diciembre 2024

Oportunidades de la biodiversidad

por ÁLVARO DUQUE
Fotografías de Sebastián Ramírez

El planeta Tierra tiene unos 4500 millones de años. Hace cerca de 3800 millones la vida en la Tierra apareció en forma de organismos unicelulares que fueron evolucionando hasta convertirse en organismos complejos. Sin embargo, en su evolución geológica desde el gran continente Gondwana hasta llegar a los continentes que hoy tenemos, podría decirse que cerca del 95 por ciento de las especies que han habitado el planeta ya se extinguieron. Es decir, cataclismos naturales derivados de cambios climáticos y dinámicas geológicas como el volcanismo y movimientos de placas literalmente aniquilaron a miles y miles de especies.

No obstante, el impacto del meteorito Chicxulub sobre el planeta, ocurrido hace unos 65 millones de años, seguido del levantamiento de las montañas de los Andes, definió una proporción considerable de la increíble diversidad natural que poseemos en países como el nuestro. Debido a ese impacto de “polvo de estrellas” desaparecieron los dinosaurios y lo que eran bosques dominados por helechos y árboles similares a los pinos se transformaron en la inconmensurable variedad de plantas con flores que embellecen bosques y páramos, ecosistemas que algunos aún creen eternos. Pero no solo fueron las plantas. Los nichos vacíos que dejaron los dinosaurios y otras especies fueron ocupados por miles de especies de bacterias, hongos, insectos, mariposas, pájaros, peces, reptiles, mamíferos, etcétera, los cuales han coevolucionado y dado forma a nuestro hábitat interactuando entre sí.

En días recientes, el mundo regido por humanos se reunió en la ciudad de Cali para debatir en la denominada COP16 sobre la imperiosa necesidad de detener la actual pérdida de esa ya vieja y majestuosa obra natural: la biodiversidad. Sí, los homínidos en su forma de Homo sapiens (creo que valdría la pena reflexionar sobre el segundo acrónimo), que al creernos magnamente superiores a pesar de ser una especie muy reciente (unos doscientos mil años dicen algunos expertos), estamos causando la destrucción de hábitats y la pérdida de especies a una velocidad nunca vista en toda la historia terráquea. No solo sobrepoblamos el planeta, sino que también lo empobrecemos y envilecemos, con el argumento del pensante urbano del desarrollo. Y aunque el objetivo per se de estas reuniones como la COP16 es encomiable, los resultados y acciones propuestas en la reunión distan de entregar respuestas eficaces en lo global o nacional; es decir, no nos permiten concluir que nuestro actuar (el de la humanidad) busca realmente entender mejor el cómo y el para qué preservar la diversidad natural.

En lo que respecta a las acciones para conservar la biodiversidad a escala global, la COP16 deja algunos puntos positivos. Lo primero fue poner de nuevo la biodiversidad como elemento integrador dentro del discurso ambiental. Esto es importante porque en las últimas tres décadas la discusión ambiental literalmente se carbonizó. Es decir, el interés y el desarrollo de mecanismos de financiación eficientes para la conservación, en este caso direccionados por las Naciones Unidas, se han concentrado casi que en su totalidad en financiar modelos tecnológicos o de desarrollo que promuevan la reducción de emisiones de CO2 a la atmósfera, dejando de lado lo referente a la biodiversidad.

Aunque es necesario destacar que a la fecha el programa de reducción de emisiones por deforestación y degradación ambiental (REDD y todos los +++ que los siguen) ha sido el único mecanismo de conservación de bosques que ha permanecido por un tiempo considerable, también se deben mencionar algunos de sus contratiempos: i) a escalas nacionales y regionales la capacidad de almacenamiento y captura de carbono no está correlacionada con la variación en biodiversidad. Lo anterior significa que proteger y promover el desarrollo con base en el almacenamiento y captura de carbono en los sistemas naturales puede poner incluso en peligro muchas especies. ii) Por el contrario, a escala global, existe una correlación positiva entre pobreza o subdesarrollo y biodiversidad natural. Por este motivo, el pago por servicios ambientales asociados con el carbono nos deja simplemente como proveedores de materias primas y no como trasformadores de productos con plusvalía económica o social. Es decir, seguimos a expensas de la limosna de quienes ya tumbaron sus bosques y siguen emitiendo carbono para mantener su alto estatus económico y social. iii) El mecanismo de pago por servicios ambientales basado en carbono se ha convertido en un instrumento con muy poca transparencia que, como siempre, termina enriqueciendo a los intermediarios multinacionales y dejando monedas de miseria a las comunidades locales.

La efectividad del mecanismo regulador del CO2 como estrategia para combatir el cambio climático ha sido bastante cuestionada. Por un lado, muchos de los proyectos que se implementan no terminan siendo eficaces en su accionar climático, en cambio, han servido para enriquecer nuevos modelos empresariales. Por ejemplo, en los Llanos Orientales de Colombia se paga por proyectos de reforestación con especies de Eucalyptus a treinta años, sin ningún control expreso sobre el futuro de estos bosques. Esta incertidumbre sobre el destino final de este carbono almacenado en los árboles en muchos casos termina convirtiéndose en emisiones nuevamente. En otras palabras, convierte este tipo de iniciativas en acciones sin ningún impacto real sobre los ciclos de los elementos que componen los gases que causan el denominado efecto invernadero, en buena medida responsable del calentamiento global. Otro caso importante es el asociado con el pago por deforestación evitada a las comunidades indígenas. Esto se hace sin protocolos estandarizados bajo acuerdos de confidencialidad, en los cuales la transparencia del negocio brilla por su ausencia, además carecen de datos basados en la ciencia.

Esta experiencia con el carbono debería usarse para definir algunos referentes asociados con el pago por conservar diversidad. De aquí surge otro punto positivo derivado de la COP16, y quizás el de mayor impacto mediático: la inclusión de las comunidades indígenas y afro como figuras activas en la discusión sobre diversidad. Este tema es de relevancia ya que les da voz a minorías que se estima representan el cinco por ciento de seres humanos vivos en el planeta, pero que conservan aproximadamente el ochenta por ciento de la biodiversidad. Bajo el paraguas de este lema, se logró además a última hora incluir el pago voluntario de las grandes empresas de tecnología que se benefician de la información genética libre en la internet, para usufructo de las comunidades indígenas o locales. Lo anterior significa que si a las grandes empresas farmacéuticas, cosméticas, de agroquímicos y otras tantas índoles les da literalmente la gana de aportar, lo hacen; si no, todo bien. Estos pagos se fundamentan en la idea de que gran parte de esos recursos provienen de las zonas con más alta diversidad y de su conocimiento ancestral, tema este último de alta sensibilidad. En síntesis, a escala global se lograron muchas cosas, pero al final, de aquello nada; no hay dinero (el vil billullo) ni financiación asegurada de los grandes actores mundiales que permitan sentar bases sólidas para poder emprender programas de desarrollo a partir de la conservación y uso de la diversidad natural.

Pero si por todas partes llueve, por aquí no escampa. Para empezar, Colombia es un país en el cual los bosques representan un 59 por ciento de la superficie continental. Sin embargo, estos ecosistemas no aportan ni siquiera un uno por ciento del total del producto interno bruto (PIB). Es decir, aunque según cifras somos el país con más aves, el segundo con más plantas, el segundo en mariposas, y así con lo demás, tanta riqueza biológica no se traduce en nada en los balances monetarios de capital. Uno de los problemas asociados con este asunto radica en que el discurso actual desconoce que existen muchas formas de ver la diversidad. Es decir, más allá del simple conteo de especies y de hacer énfasis en algunos tipos de diversidad cultural, vale la pena también mencionar que existe la diversidad genética, la diversidad funcional, la diversidad química y muchas más, las cuales se pueden traducir en potencial de desarrollo y valoración del capital natural.

Esta carencia de claridad semántica, en mi opinión mal asumida por los voceros estatales de gobiernos pasados y del gobierno actual, explica en buena medida por qué seguimos anclados en discursos anacrónicos que terminan por limitar el desarrollo de programas eficientes de conservación y uso de la biodiversidad. Aunque no existe duda alguna de la necesidad de valorar y respetar el conocimiento ancestral, es importante entender que herramientas como la inteligencia artificial hoy en día nos permiten hacer exploraciones del potencial de uso de las especies, sin necesidad de echar mano de ninguna fuente de conocimiento tradicional. Dado que el porcentaje de plantas con uso comprobado en la industria farmacéutica, por ejemplo, es ínfimo en comparación con el número de especies que tenemos, lo que hay es una gran oportunidad de desarrollo industrial, basados en nuestra muy alta diversidad natural. Eso sí, se debe tener en cuenta la participación monetaria y conceptual de la comunidad local, respetando el principio de uso sostenible y valorando en todas sus formas el saber ancestral.

Pero para dejar de ser pobres tenemos que dejar de pensar como pobres. En vez de estar diciendo a boca llena que nos “han robado” los recursos genéticos, lo cual en buena medida no es cierto, deberíamos potenciar nuestro propio desarrollo industrial con base en principios que promuevan la sostenibilidad y beneficien a la comunidad local. Todo esto, antes de que el cambio climático y la voracidad humana hagan su trabajo y acaben con muchas de las especies que existen, incluidas muchas que ni siquiera conocemos ni sabemos nada acerca de su potencial de uso. Pero este tipo de proyectos requiere de inversión en investigación básica. Eso significa que necesitamos saber cómo cambia la composición de especies, cuáles especies son las que estamos protegiendo, cuáles son las más abundantes, y mucho más aún, cómo es su natalidad y mortalidad natural. Pero requerimos, sobre todo, poderlas estudiar; y para ello se requiere presupuesto y un cambio en la inverosímil normatividad que nos hace a los investigadores casi delincuentes, a tal punto que resulta prácticamente imposible fomentar el desarrollo social con base en el avance del conocimiento científico de nuestro capital natural.

La conservación y el uso de la diversidad natural requiere de discusiones mucho más profundas que las que en la actualidad se dan. Es definitivamente esencial que el Estado pase de invertir el pírrico 0.3 por ciento del PIB que le asigna a ciencia y tecnología, y siga el ejemplo de las grandes sociedades y su gran esfuerzo en el avance de la ciencia básica. Es imposible hacer innovación sin un desarrollo previo de lo fundamental. En este sentido, requerimos que nuestro gobierno del cambio (y digo nuestro porque vote por él) nos explique por qué nos tiene con el presupuesto más bajo de los últimos veinte años para la investigación. Sin demeritar avances en algunos asuntos claves que se requieren para la transformación de nuestra sociedad, en lo que concierne al discurso ambiental, hay que ir mucho más allá del interés político-personal para en realidad promover la equidad social con fundamento científico a partir de la conservación y uso de nuestra biodiversidad.