Entre los ojos del odio
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por J. D. R. ORTIZ
Ilustración por el autor
Permítanme, lectores, aclarar lo siguiente: la culpa no la tuvo la desgracia. No crean, sin embargo, que lo que acaeció el 29 de julio en Southport, Liverpool, no fue atroz, porque en realidad lo fue: tres menores de edad fueron asesinadas a cuchillo y otras diez personas —ocho menores y dos adultos— recibieron heridas críticas. Sin embargo, y volviendo al inicio de este párrafo, la culpa de lo que sucedió posteriormente no la tuvo el incidente como tal, sino lo que solo se puede señalar como un vacío de información.
Dicho vacío del que escribo ahora no fue creado a propósito, claro está, sino que se formó debido a que el responsable del ataque era menor de edad y, en relación con los menores de 18 años, en el Tribunal de la Corona, la Sección 45 de la Ley de Justicia Juvenil y Pruebas Penales de 1999, obliga a guardar la identidad del acusado hasta que llegue a la mayoría de edad. De modo que a la prensa, a las redes y a los políticos no les quedó más que especular sobre quién pudo haber sido el responsable y cuáles fueron sus motivos.
Cuando la verdad objetiva escasea, en su lugar se sienta una parodia subjetiva que funciona como herramienta clave para respaldar una reacción desmedida o para justificar prejuicios o nuevas violencias. En este caso en particular —caso excepcional, de hecho— y teniendo en cuenta el creciente odio por parte de los nativos ingleses hacia los inmigrantes —legales e ilegales— la única respuesta frente a la pregunta “¿quién fue el sujeto responsable del ataque?” fue: un inmigrante ilegal, de tez morena, religión musulmana y ascendencia árabe.
Consecuentemente, y de la mano de información errónea, el vacío fue rellenado con historias artificiales, fotografías de dudosa procedencia y teorías conspirativas por parte de la extrema derecha y de quienes son fácilmente influenciables por la retórica de odio que ella predica. Inmediatamente, el dolor y el desasosiego generado por el ataque tomó el asiento trasero, mientras que adelante y al mando de la cabrilla de la situación se sentaron el odio, la rabia y la violencia.
Entre el 30 de julio y el 7 de agosto, sucedieron alrededor de veintinueve protestas y disturbios antimigratorios en veintisiete ciudades y pueblos de Inglaterra. Mezquitas fueron atacadas, hoteles que albergaban solicitantes de asilo y refugiados fueron violentados e incluso estaciones y automóviles pertenecientes a la policía fueron quemados y destruidos. El peor de los disturbios se presentó en la ciudad vecina a la que vivo, Sunderland, lo cual tuvo repercusiones directas en cómo me sentía con respecto a lo que sucedía en Inglaterra, pues cabe aclarar que ya había sentido ese suave ardor de odio cuando todavía estaba cursando mi máster en la universidad. Me gustaría poder señalar, en beneficio del lector, el momento exacto en que fui consciente de ello —me refiero al desdén general hacia los inmigrantes—, pero me parece una tarea imposible. Su manifestación no fue repentina y “en mi cara,” por así decirlo, sino más bien lenta, silenciosa, justo debajo de la superficie que, aunque era incómoda, no era del todo intolerable.
Luego de los disturbios en Sunderland, la energía con la que me movía por mi entorno cambió drásticamente. Si antes no tenía ningún problema para hablar en público, ahora me resistía a hacerlo, pues no sabía quién podría oírme y, al identificar mi acento, ponerme algún tipo de problema. De repente, me sentí muy cohibido por mi aspecto. ¿Sobresalgo? ¿Será que no parezco inglés o europeo? ¿Sabrán que no soy de aquí?, me preguntaba mientras caminaba por la calle. En todo caso, la sencillez con la que vivía había desaparecido, y una situación compleja ocupó su lugar. Impensadamente, yo quería echar la lengua hacia atrás todo lo que pudiese para que me resultara imposible hablar, y hundir tanto la cabeza en la chaqueta hasta hacerme invisible. Mis pensamientos, por lo general dispersos y que iban desde “estoy cansado, no quiero trabajar” hasta “me pregunto qué voy a almorzar hoy”, se concentraron en un monólogo interior que consistía en: ¿cómo me justifico si alguien me pregunta de dónde soy? Nunca me habían puesto en esa tesitura, y cada vía que exploraba me parecía ridícula pero también necesaria. ¿Digo que soy de España y que en ese país también estamos hartos de los inmigrantes? ¿Y si notan la diferencia en los acentos? ¿O si me preguntan de qué parte de España soy y no puedo dar una respuesta plausible? Podría decir que soy de Málaga, claro, pero ¿y si me piden recomendaciones de restaurantes o preguntan en qué zona de la ciudad vivo? ¿Puedo decir que soy colombiano y apelar al hecho de que el Tino Asprilla jugó una vez en el Newcastle United, por lo que no debería haber violencia entre ingleses y colombianos? ¿Me dejarían siquiera hablar?
Como colombiano, ya he experimentado antes una especie de miedo existencial: que me atraquen, que me maten, que me droguen, que me secuestren; este tipo de miedos no necesitan respuesta, o más bien la respuesta es tan directa que realmente no hay que pensar en ella. Es instintiva, viene con el pasaporte. Te rindes al miedo y esperas lo mejor. Por lo contrario, en Inglaterra, la necesidad de encontrar explicaciones y justificaciones sobre quién soy y por qué estoy aquí es nueva, y crea un tipo de pánico muy peculiar, porque no sé si hay una respuesta correcta. O, bueno, hay una respuesta correcta, pero me resulta difícil creer que cuando se haga la pregunta habrá una mente razonable que escuche la respuesta.
A la par con mi desasosiego personal crecía también la tensión dentro del país, incluso después de que la Corte hubiese liberado la información sobre el atacante, quien fue identificado como Axel Rudakubana, nacido en la ciudad de Cardiff, Gales, y cuyos padres eran inmigrantes provenientes de Ruanda. Dicha información no alivió la intranquilidad, incluso cuando contradijo de forma directa todo lo que había circulado en las redes sociales hasta ese entonces, pues este chico no era islámico, tampoco un extremista motivado por ideales de radicalización, ni mucho menos un viejo barbado con un turbante en la cabeza, sosteniendo un machete en cada mano y gritando “Allahu Akbar”. La ola de odio era, en pura apariencia, una que no tenía ninguna pretensión de romper y volver a ese mar negro de resentimiento del que nació, lo cual me puso a mí y a los millones de inmigrantes — tanto legales como ilegales— en una situación de total incomodidad; en la mente de todos nosotros flotaba la siguiente pregunta: ¿será que en realidad somos nosotros el enemigo, o serán ellos los enemigos? Parecía que los nativos ingleses, quienes durante incontables años explotaron todos los recursos posibles del tercer mundo, ahora no estuviesen muy contentos con la idea de que dicho tercer mundo hubiera venido a sus tierras a disfrutar de las riquezas que les fueron robadas, pero esa es una afirmación para otras páginas. En lo que concierne a este artículo, hay una sensación generalizada de que todos estamos entre el enemigo, sin una respuesta clara sobre quién es y qué es lo que quiere.
La ola de odio, sin embargo, al final sí encontró aquel lugar en el por fin se rompió. Miles de personas en distintas ciudades de Inglaterra —incluyendo la mía, Newcastle upon Tyne— salieron a realizar demostraciones de paz, repudiaron los actos realizados por aquellos que hicieron parte de los disturbios y llamaron a su vez a la unidad, al amor por encima de todas las cosas y a la idea de que en esta isla todos son bienvenidos. A su vez, quienes instigaron el odio y la violencia corrieron a esconderse de nuevo detrás sus teclados, en sus pequeñas cavernas de antipatía, al ver que la respuesta positiva fue mucho más grande y poderosa que la reacción negativa que ellos tuvieron.
Sin embargo, dos meses después de lo ocurrido, los disturbios y las demostraciones de odio tuvieron ramificaciones en el día a día de todos aquellos con quienes comparto este estado de inmigración, puesto que luego de que hubo sucedido lo que nunca debió suceder, no se volvió a lo que uno pueda describir como normalidad, sino a una tensa calma; es como si ahora ese odio nunca estuviese lejos de la superficie. Incluso con las medidas impuestas por el nuevo primer ministro, Keir Starmer, que incluye la liberación de información de manera inmediata luego de un suceso como el ocurrido en Southport, Liverpool, para poder así evadir vacíos informativos, prevalece la sensación de que algo más significativo, más reactivo y violento, y también más trascendente, puede ocurrir en un futuro más cercano de lo nos gustaría a muchos.
Cabe aclarar, para terminar, que lo que se presentó no es exclusivo de esta isla, sino que es más bien un fenómeno que se está propagando a lo largo y ancho del primer mundo. La retórica del odio hacia los inmigrantes, mezclada con el nacionalismo o patriotismo ha estado cogiendo fuerza en Europa, también en Estados Unidos; los partidos de extrema derecha en países como Italia, Francia y Alemania han estado solidificando su fuerza de manera lenta aunque segura, poniendo en el primer lugar de la agenda la tarea de eliminar la inmigración masiva mientras consolidan la imagen del extranjero como la del principal enemigo. En Estados Unidos Donald Trump ha basado casi toda su campaña en exactamente lo mismo: cerrar el país del todo, expulsar a quienes ya están adentro y lograr, de alguna manera, que vuelva la homogeneidad que no es propia de Estados Unidos — un país fundado y creado por inmigrantes— sino de algo que se podría parecer a la Alemania soñada por un austriaco demente cuyo nombre no necesita mencionarse. Hay que esclarecer, también, que redes sociales como X, de la mano de su dueño Elon Musk, están ayudando activamente a esparcir y darle plataforma a dicha retórica.
Y entre todo esto estamos nosotros, todos nosotros, los que nos hemos atrevido a salir de nuestro país para buscar una mejor vida. Desafortunadamente, en vez de encontrar una tierra llena de oportunidades, dimos con un lugar que nos hace sentir como una visita no deseada, al tiempo que nos plantea una pregunta existencial: ¿será que en realidad nosotros somos el enemigo?