Archivo restaurado

30 años de salsa y sabor
Octubre 2015

El galán de la salsa

Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografías de Juan Fernando Ospina

“Acuéstese con sueños para que se levante con ilusiones”.

El hombre dice su frase ante el micrófono, una de su vasto repertorio antes de despedir el programa por esta noche. Al otro lado miles de oídos despiertos lo han escuchado, de seis a diez. Ninguna palabra suya parece escapárseles. Algunos hasta tienen libretas donde anotan cada uno de sus dichos. Los repiten en las esquinas, con sus amigos de cuadra; se los dictan a algún pasajero en un taxi; los recitan como una consigna. Esa es la voz que esperan oír mañana y pasado mañana. Es la misma que les anuncia los ritmos antillanos: la charanga, el guaguancó o el boogaloo. La salsa es como el pan. Y este hombre tiene el don de multiplicarla a voces llenas. No somos oyentes, dijo uno, somos oyeristas.

La voz ya estaba allí cuando nacieron los más jóvenes. Otros se precian de haberla oído desde los primeros días, cuando sonó por vez primera, sin que nadie supiera qué tenía y de dónde traía ese don que fascina. Pero desde que se oyó, supieron que venía para quedarse, y que él sería, a la larga, el auténtico rey del bembé: Jairo Luis García.

El dueño de esta voz ya iba en el taxi rumbo al concierto de Son de Cuba. Haría parte del elenco en el Charles de Gaulle, un patio de eventos en Envigado. Al fondo de un pasillo, en la puerta del auditorio, lo esperaba Julián, el maestro de ceremonias. Le contaron que antes de que empezara a tocar la banda, iban a hacer un concurso de baile entre los asistentes. Le presentaron al cantante del grupo. Sus integrantes son jóvenes músicos, recién graduados de academia, que andan armando jaleo en Pereira por interpretar canciones de dos orquestas legendarias de Puerto Rico: La Narváez y Dicupé. Hacía media hora que Jairo Luis había hablado de ellos en el programa Sabor Latino, y, veinte minutos antes de empezar el acto, llegaron los fieles como en manada, a divertirse. La mayoría eran parejas de gente madura; ocuparon sus mesas y pidieron su primera ronda.

En el umbral, antes de pasar el recinto, muchos lo saludaron por su nombre, querían que él les regalara un gesto. Otros lo veían con fijeza y ese temor reverencial que se le tiene a los ídolos. Hubo uno que le pidió permiso a su amiga para acercarse y pedirle a Jairo Luis que se dejara tomar una foto al lado suyo. El ídolo aceptó sin pensarlo. Le pasó el brazo por la espalda a su oyente y sonrió hacia el lado donde la dama aguardaba con su lente, para obtener el primer trofeo de la fiesta. Ante ese gesto cortés, muchos vencieron sus miedos y también le pidieron sus fotos. De un momento a otro ya había turno para esto. El maestro de ceremonias y el cantante se hicieron a un lado, a esperar que la estrella atendiera a este séquito repentino.

Media hora más tarde de lo anunciado, el presentador dio inicio al programa. Y cuando invitó a subir al escenario al locutor de Latina Stereo, Jairo Luis García, la gente hizo tal alboroto como si se tratara del cantante de los cantantes. “Nunca he sido animador -me dijo ante de saltar a la tarima-, toda la vida soñé con ser locutor y nada más”.

Bastó que dijera las frases cálidas que dice cada noche, que saludara a los salseros con sus chascarrillos de siempre, en ese tono afectuoso, algo nasal y cadencioso, para que la gente enloqueciera. No es usual que un tipo que no aparezca en la televisión haya alcanzado tal reconocimiento. Es un prodigio poder ver de cuerpo presente al hombre que oyen en todas partes, dondequiera que haya un radio sintonizado en su frecuencia, la cien punto nueve. “Lo curioso es que yo no les hablo mucho, apenas les suelto dos o tres frases que se les queden, luego doy paso a la música, que es lo que quieren oír”.

Así fue esta noche. El maestro de ceremonias dirigió con gracia un concurso de baile, donde un solista con blusón satinado, corte a lo Leonel Álvarez y zapatillas se ganó la admiración de la concurrencia. Bailaba con más gracia que ritmo, como el bufón que toda fiesta reclama. Jairo Luis apenas sonreía desde un lado del escenario que habían acondicionado para los invitados de la emisora. Al final de su escaramuza de baile sonaron los trombones de Son de Cuba. Era cierto: tocaban casi igual que La Narváez.

De pronto, sin haber terminado en todo ese rato una lata de cerveza, el Galán de la salsa se despidió de sus anfitriones. Era apenas medianoche y tal vez esperaban que el hombre se quedara hasta el amanecer. Parecería un desplante para aquellos que lo imaginan como un bohemio contumaz. Pero eso solo ocurrió en sus comienzos de la radio, “cuando veíamos como unas vacas viejas”.

Todavía hay gente que apenas siente el tono alegre con que presenta y saluda, piensa que allá en Latina todos viven de juerga, o al menos a media caña.  Hace poco en el Centro, un amigo le presentó a su esposa. “Ah, este es el que habla como borrachito”, dijo la mujer. Pero él le salió adelante con uno de sus gracejos. “Borrachito, no, mi señora, trabadito…”.

Es el tono que él define como alegre, dicharachero, burlón. En el taxi de regreso a su casa en el barrio El Dorado, el pelado que manejaba se dio cuenta de que era él, Jairo Luis García en persona. De inmediato le pidió que grabara un salsaludo para su novia. El Galán no se hizo rogar. Cogió impulso desde el asiento de atrás y empezó a hablar como si estuviera en el programa. El taxista estaba encantado. Le mandó el mensaje de audio, por Whatsapp, a su amor.

Como saben los que los han escuchado, los saludos del Galán pueden ser largas peroratas de amigos, listas de apodos de barrios, algunos tan rudos que parecen ofensivos. Sus dueños se niegan a cambiarlos por otros más eufónicos. Unas noches antes lo había escuchado hablar con uno de sus oyentes.

– Decime cómo te saludo, pero despacio…

– …

– ¿Y no tenés otro sobrenombre que no sea el Maluco?

– …

– Eavemaría, Maluco, a usted si lo mataron con ese sobrenombre.

Y se vuelve para comentar, con la bocina tapada por una mano: “Que hace quince años le dicen el Maluco”. Cuelga. Una canción después sale al aire para saludar. “Un saludo para el Maluco y todo su combo salsero de amigos, en Transportes Medellín. Y allá en el barrio Pablo VI, a toda esa gente gozona, cien punto nueve, en la onda de la alegría. ¡Y tenga para que se entretenga y se la aprenda!”. Entonces empieza a sonar una canción, pedida por los oyentes o que el programador haya puesto en lista. Hay cincuenta mil para escoger en la semana.

El Marqués, como también le dicen en su patria chica, nació en la vereda Corrientes del municipio de Barbosa. Aunque su abuelo era aparcero, diestro en las faenas del campo, su padre pronto salió a buscar fortuna en Medellín donde laboró como mecánico del tranvía, en la estación de Palos Verdes, del barrio Manrique. A la postre fue allí donde se estableció de recién casado. El Marqués recuerda que su viejo regresaba del trabajo para buscar, en una radio de tubos, los noticieros del este de Europa, de Rusia y La Voz de América. Esa era la banda sonora de su adolescencia, junto con las veladas de tiple y música que tocaban sus tíos en la casa de Barbosa durante las vacaciones. A ellos les atraía la música cubana. Su abuelo materno también interpretaba la lira y la guitarra, hacía décimas para cantar en serenatas. Había trapiches de caña y, como él era pesador de panela, lo llevaban a varios ingenios donde hubiera molienda. El resto del tiempo sembraba en su huerta para luego vender en los mercados. Por aquella época Girardota era la ciudad más central. Allá iban siempre a comprar algo, un machete, lo que faltara.

Jairo Luis y dos hermanos iban en el tren de Cisneros a visitar a los abuelos. Recuerda que en el camino siempre se subía un ciego que iba cantando canciones de Los Panchos: Sin un amor y Como un rayito de Luna. Por las ventanillas se veía a la gente que pescaba sabaletas en el río Medellín. Luego se bajaban en la estación Hatillo para tomar el camino de la finca. Había cañaduzales a lado y lado. A veces, cuando llovía, llegaban empantanados a tumbar mangos, o a montar en la bicicleta.

Terminó bachillerato en el colegio Marco Fidel Suárez, a los empujones. No le gustaban los números prefería sociales o literatura. Y un buen día conoció un tesoro en la avenida La Playa. “Me volví ratón de la Biblioteca Pública Piloto. Saqué carnet de lector e iba saltando de un autor a otro. Recuerdo que los libros que más me gustaron fueron los de Mark Twain: Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Se me parecían mucho a mi patio en Barbosa, donde también teníamos árboles, río y cañaduzales. Mi abuelo ponía una red de orilla para atrapar peces. Por la noche iban cayendo; en la mañana, él iba con mi mamá a recogerlos”.

Alguna tarde de esas, cuando Jairo Luis fue a leer allá, supo que también ofrecían cursos de música. Le atrajo la idea de aprender a tocar saxofón. Pensaba en los grandes intérpretes de ese instrumento, como John Coltrane, Charlie Parker o Stan Getz. De regreso, le confesó a su padre esa idea, pero el hombre despachó su anhelo con una frase que lo marcó: “No sea iluso, no ve que para hacer música hay que nacer… Usted tenía que haber empezado a los cinco años”. Era un golpe bajo. Jairo ya tenía más de doce. Desde entonces le quedó aquella espina, la misma que explica la cantidad de discos de vinilo que conserva en su casa, junto con libros exquisitos, que asombran los músicos que lo visitan. Estos no esperan encontrar tamañas joyas sino en casa de un músico.

Aplazado hasta nueva orden su sueño tardío, Jairo Luis empezó a ensayar para volverse locutor. Esta vez el padre lo encontró de lo más sensato y, cuando vio su entusiasmo, dijo que lo apoyaría. Había una prima encantadora que venía cada tanto y le daba coba para que demostrara sus aptitudes: “A ver pues, locutor…”, le decía. Y como el Galán moría por ella, de inmediato se ponía en escena. Armaba un parapeto de cartón en la mesa del comedor. El micrófono era un tarro de talco Mexana, por cuyos agujeros proyectaba su voz. Imitaba a José Pérez del Río, el chileno que narró por La Voz de América la llegada del hombre a la luna: “Diez… nueve… ocho… y… ¡Se encienden los motores…! ¡Qué llamarada tan enorme…! Es un gigante de acero escupiendo lenguas de fuego a lo largo y a lo ancho de la plataforma… Las nubes, formadas al pie de la base, se abren a los lados dando paso a este… momento histórico en el que la luz cegadora de los cinco motores de Saturno Quinto iluminan el cielo que, aunque está claro, se ve aún más brillante y más hermoso… Es un verdadero monumento… empieza a llegar el rugido del cohete… tendré que apagar mi voz…”.

Gloria, la prima, soltaba una risa irresistible, era el motivo de su inspiración. Desde entonces buscó acercarse a cada curso de locución que abrían. En el primero que estuvo solo lo pusieron a leer en voz alta, nadie grababa nada porque no había cómo. Al final le cobraban veinte pesos, que era mucha plata. Tendría que esperar un tiempo para encontrar maestros.

A mediados de los sesenta Jairo Luis merodeaba por las emisoras locales: iba al radioteatro de La Voz de Antioquia, a ver las presentaciones de las orquestas, se asomaba por las vidrieras de las cadenas en plena transmisión. Pero fue en 1966 cuando se apareció por la sede de La Voz del Río Grande. Era la frecuencia donde se hacía La ley contra el hampa, una serie de suspenso. Admiraba la manera como Milciades Longas Zapata leía las noticias. Para su sorpresa, esta figura lo atendió con mucha cortesía, lo dejó estar al lado de la cabina para que viera las maromas de los operadores de radio de esa época, que debían ubicar los discos en segundos por le color de las tapas. La simpatía de Jairo les inspiró confianza, tanto así que Armando Moncada lo contrató como recadero. Ese fue el comienzo de una carrera en la que aprendió los roles sobre la marcha. Por la tarde jugaba a hacer control con Guillermo Villalobos. “Me ponían de operador de sonido mientras ellos se iban a beber. Los sábados, de ocho a doce, me daban palomitas: conectaba con la cadena en Bogotá, me quedaba empatando música. Había un montón de destrezas que debía saber, desde la sensibilidad hasta cómo coger los discos o las cintas de las cuñas. Pero el tiempo no me alcanzaba. El disco se me acababa antes de poder orinar. Pero me dejaban las llaves. Entonces yo entraba a la cabina, a leer los télex de esa época. Grababa media hora y luego me oía, para corregir y practicar”.

El mundo de la locución giraba alrededor de las mismas estrellas. Jairo Luis menciona a cada integrante de aquel parnaso. El joven aspirante no solo tenía que demostrar su talento sino esperar a que algún famoso muriera para aspirar a ocupar su lugar.

Mucho tiempo después, Jairo Luis se atrevió a llamar a su maestro Longas a uno de sus ensayos

– Maestro, ¿cómo me oye?

-Bien, muy bien.

-Pues entonces ayúdeme porque de aquí a que ustedes se jubilen…

Unos días después, Jairo Luis abría La Voz de Urabá, como su primer locutor, de seis a dos de la tarde. La emisora quedaba en medio de una platanera, junto a un riachuelo de regadío. El local era sencillo, junto a un depósito de materiales y una planta de energía; en el segundo piso dormía el patrón. Se inventó un programa al que llamó Recorriendo América, con música autóctona y recortes de noticias del periódico, que siempre llegaba con un día de retraso. “Yo recortaba lo que acababa de decir Yasser Arafat, luego lo que decía Fidel Castro. Pero enseguida iba con las veredas: Que Gustavo Gutiérrez pide que le bajen las yeguas hasta la portada y así… Un señor me dio la idea de hacer clasificados, que diga esta y otra razón para Fulanito, y que cobrara diez pesos. Por la tarde sacaba notas del Almanaque Agrario y hablaba sobre la crianza de conejos o gallinas, era mi manera de llegarles a los campesinos”.

Luego mandaron a otros dos periodistas para que hicieran un noticiero. Con ellos logró cercanía y trato afectuoso. Eran labores suaves, pero los rigores del clima y las asperezas del litoral quebrantaron el carácter de Jairo Luis García.          Un día, acaso afectado por la nostalgia de Barbosa, se fue a pescar al riachuelo de la plantación. Un jalón del anzuelo lo alertó a tirar del cordel. Vio aparecer una criatura monstruosa, con patas y pinzas coloradas. Su grito montañero atrajo la atención de los nativos que no solo le informaron que el bicho raro era una langosta de agua dulce, sino que se la pidieron para el almuerzo. “¡Qué cosa tan maluca! Al marrano con lo que lo crían…”.

El segundo susto vino una madrugada en la que recogía los colchones, mientras los arrumaba contra la pared del cuarto donde había dormido con sus compañeros. Vio a una serpiente que huía hacia la puerta, “porque las culebras, mi hermano, buscan el calor de los humanos para dormir, y yo no lo sabía. Desde esa mañana debíamos entrar al dormitorio con mucha cautela, con un palito y una linterna. Pero eso fue solo unos días más, hasta que le dije al patrón que me iba. Volví a Medellín otra vez a pedirle a Milciades Longas que me ayudara con una nueva plaza. Me recomendó entonces para Radio Bucaramanga, en Bucaramanga”.

En esa emisora reinaba, al mismo tiempo, un ambiente bohemio y una hostil competencia. Por la mañana Jairo Luis hacía el control de cabina, por la tarde anunciaba tangos y boleros. La mayoría de los periodistas de allí se pasaban de tragos y no eran capaces de madrugar al noticiero. “Entonces yo cogí ese espacio, empecé a leer las noticias y logré darle mucha sintonía. Estaba en la cima cuando me atacó una apendicitis. Mientras me rajaron la barriga y regresé, otros se apoderaron del informativo. Quedé con una chamba en el cuerpo y a la vez perdí mi chamba… Entonces me tuve que ir para Radio Bucaramanga, donde debía usar corbata. Me trajeron una muchacha de asistente. Le enseñé a ella lo que sabía, pero un día, al llegar al trabajo, me encontré con que habían nombrado a la chica de directora. Otra vez quedé en la calle. Fui a parar a Caracol, ya estaba casado con Gabriela, mi primera esposa. En Santander pasé en total trece años”.

Mientras andaba de locutor de Radio Reloj, en Bucaramanga, un amigo de hace tiempos se lo encontró por azar en la calle. Le propuso que trabajara en sus noches libres en una Casa Embrujada. Era uno de esos locales en laberinto, a oscuras, y con piso en desniveles. El último tramo era como un tobogán que devolvía la gente a la calle. Le tocaba estar en la puerta con traje de payaso, en compañía de un enano mejicano, también disfrazado. Su labor era atraer al público a pasar un susto allá dentro. Se divertía tanto haciendo morisquetas con el chiquitín que, una vez que terminaron su labor, se fueron a hacer un número en una discoteca, como teloneros de Los Melódicos. Con los mismos disfraces bailaron New York, New York. La gente estaba seca de la risa y les propusieron que se presentaran de nuevo la noche siguiente.

Al mismo tiempo, Jairo Luis había comprado un trombón. Lo habían admitido en una murga donde no importaba saber música sino hacer ruido y pasar bueno. La magia de una vida circense lo envolvía cada vez más. Una noche llegó de madrugada a casa, fatigado de brincar con el enano y de hacer bulla con la murga. Su mujer desvelada lo interrogó.

-Jairo Luis, ¿de qué estamos viviendo?

-De la emisora.

-¿Cuál es su profesión?

– Locutor.

-¿Y entonces por qué está jodiendo con esa tal murga?

-¿…?

-Mire que esta semana, cuando usted estaba dizque ensayando, vino la vecina a quejarse por el ruido…

-¿Cuándo vino?

-Yo no sé qué va a hacer usted con su vida. Pero acuérdese que usted tiene dos hijos…

Al día siguiente, Jairo archivó el trombón debajo de la cama. Nunca más lo volvió a coger, hasta el día que lo vendió. Siempre confió en las intuiciones de su esposa, en su agudeza para ver las cosas y hacerlo caer en cuenta de ellas con es método mayéutico.

Cuando habla de ella, Jairo confiesa que se pone arrozudo, Gabriela Vázquez fue una gran mujer en su vida, murió unos años después de que se divorciaron. Cuando se separaron, a Jairo Luis le tocó cuidar de sus hijos hasta que crecieron y se fueron a vivir con ella en Panamá. El menor era un adolescente, todavía estaba bajo su custodia cuando sufrió un atentado. Cruzó con sus amigos una frontera invisible, de las que trazan las bandas criminales en algunas barriadas de Medellín. Una bala se quedó incrustada en su columna. No olvida ese momento en el que entró sin consultar a una junta médica, justo en el momento en el que uno de los doctores aseguraba que el muchacho no volvería a pararse en sus dos piernas. Tal vez fue el momento más duro del Galán. Se puso en la tarea de hacerlo caminar. Puso unas barras en un pasillo para que el chico hiciera su terapia. Muchos, que ya lo habían visto inválido, no creyeron hasta que lo vieron.

En Bucaramanga, en los setenta, Jairo Luis había conocido a Roberto Zaa Silva, un profesor chileno, de origen portugués, que fue cantante de ópera en Estados Unidos, en los años treinta. Daba clases de técnica vocal. Jairo Luis trabajaba en RCN, como operador de radio y locutor, cuando vio al hombre cantando junto al piano de cola de la emisora. Le oyó decir que la voz se podía mejorar así como las cualidades de un atleta. Desde que empezó el curso, García se dio cuenta de que no sabía nada del oficio. El maestro le enseñó a respirar y luego a practicar escalas musicales. De pronto, mientras lo cuenta, el Galán empieza a subir y bajar escalas con la voz, a la manera de un tenor de opereta, Acompañaba a Zaa Silva a todas partes: a su cuarto, al restaurante. Cuando ya llevaba dos años de aprendizaje, Silva lo elogió: que cantaba muy bonito, le dijo, que tenía futuro. García le replicó que lo único que quería era hablar, no cantar.

Regresó a Medellín, conoció a su otro maestro, Carlos Quintero Arroyave. Con él aprendió a no usar diminutivos, a escribir libretos y cumplir un horario, a decir frases cautivadoras y sencillas. “¡Súbale volumen!” es una que Jairo dice a sus oyentes, de vez en cuando, pero recuerda que era de Quintero.

El Galán anduvo por otras tantas emisoras de la capital antioqueña y, aunque intentó retirarse de los micrófonos, volverse transportador, taxista; siempre hubo alguna circunstancia que lo hacía regresar. De pronto, cuando decía su nombre en la calle, algún oyente recordaba que lo había escuchado. El ego es muy atractivo para cualquier mortal, pero sobre todo si es locutor.

Cuando andaba manejando una camioneta, al servicio de Nestlé, conoció a Victoria. Ella era la asistente de gerencia y a la que tenía que rendirle cuentas de las mercancías repartidas. Era una mujer muy seria, muy culta y estaba pendiente de cada centavo entregado.

Lo intimidaba tanto que sintió vergüenza de confesarle que su profesión era locutor. Parece que su desparpajo tuvo eco en la mujer. Se convirtió en su esposa. Una dama muy puesta en orden, lectora, crucigramista y amante de todas las sutiles trampas del idioma. Muchas veces, Jairo Luis llama a consultarle alguna duda desde la cabina. Le sigue diciendo Doña Vicky, como en la época en que ella era su patrona, tal vez lo sigue siendo.

“Yo soy muy de buenas para las mujeres, pero muy fiel. Uno por ser hombre no tiene que estar demostrando su hombría en todas partes. Las muchachas se enamoraban de mi, pero eran los amigos quienes se acostaban con ellas. Y luego hasta me tocó ayudarles a criar a unos cuan- tos que habían tenido”.

Después de haber trajinado por diversas emisoras de la ciudad, anunciando baladas y hasta música clásica, llegó a hacer un programa de variedades con Jaime Peláez Peláez, el libretista de humor de Montecristo, en La Voz de las Estrellas. Ambos se quejaban de lo acartonada que era la radio aún a mediados de los ochenta, y lograron un ambiente de programa bastante jocoso, hacían hasta sátira política y recordaban historias en su espacio El Medellín que se fue.

Por esos días, Latina Stereo, la emisora de enseguida, apenas tenía un año de sonar, cuando renunció su locutor Wbeimar Piedrahita. Pasaron varias semanas sin encontrar reemplazo hasta el punto que su dueño, Joaquín Builes, llamó a Elmer Vergara, el director, para decirles “No me dejés sola esa emisora, poné, si querés al primero que pase”. Jairo Luis supo de la premura por hallar una voz y se propuso él mismo. El director no creía que alguien que había anunciado voces románticas, como José José o Palito Ortega, pudiera tener el sabor y la alegría para presentar las descargas afrolatinas que jamás se habían escuchado por radio alguna en estas montañas.

Elmer trajo un disco de Cheo Feliciano, Salsaludando, en el que el cantante manda saludos para distintos pueblos de Venezuela. “Esto es lo que yo quiero”, le dijo a Jairo Luis. El Galán entró a la cabina con la hoja del periódico donde aparecen los arrendamientos. Empezó a saludar a cada barrio que leía, decía nombres inventados y trataba de incluir sectores de los cuatro puntos cardinales del Valle de Aburrá. Añadía datos de artistas, lanzamientos de canciones, todo eso que salía en las revistas que le regalaban en Discos Fuentes. Pero el director no parecía muy convencido del tono ni del estilo de García.

Pasaron tres semanas más, hasta una noche en la que entro una llamada de un oyente. Jairo repite cada detalle de esa conversación que cambiaría su forma de hacer la radio en Latina. Era un habitante del Doce de Octubre. El hombre contó que estaba en un parche, con un grupo de amigos, tomando cerveza y escuchando la emisora a dedo volumen: “Oiga hermano, es que nosotros trabajamos la rusa (construcción), estamos muy alegres porque esa emisora tiene una música muy bacana, y queríamos pedirle que nos pusiera un disquito de Ismael Rivera”. El Galán le preguntó los nombres de los que estaban con él para mandarles un saludo al aire.

Sin dejar caer el tono que había escuchado, Jairo Luis trató de repetirlo frente al micrófono. “Entré con toda la fuerza y la putería del oyente. La idea era que pareciera que yo también estaba en la fiesta con ellos. Los saludé a cada uno por su nombre o apodo. Luego agregué la frase: ¡Oigan bien! Todos esos que mencioné nunca se han tomado un trago en subida, ni en bajada… todos se los han tomado en plan, pero en plan de emborracharse… Elmer me estaba oyendo en ese momento en la oficina. Entró emocionado a decirme que ese era el tono, que por fin lo había logrado, y que había que seguir por ahí”.

A Jairo le divierte crear en la audiencia la impresión de que en la cabina todo el tiempo están de fiesta, pero asegura que las cosas más inspiradas que ha dicho le han salido en plena sobriedad, aunque no se lo vayan a creer.

Pese a esto, el Marqués de la vereda Corrientes no oculta las pachangas inolvidables con las grandes figuras de la salsa. En la casa de Latina, junto a la piscina, han recalado figuras como Cheo Feliciano, Willie Colón, Joe Quijano o los Hermanos Lebrón. Recuerda la simpatía de Larry Harlow, quien vive en sintonía, por la señal digital, desde Nueva York. También se acuerda de la visita de Chocolate Armenteros, como un roble a sus 86 años. Dijo que quería un coñac, pero como no había, terminó bebiendo aguardiente, y dándole eventuales chupadas a un habano que volvía a guardar en su estuche. Le preguntaron que si había conocido al Benny Moré y respondió: “Oye, chico, ¿cómo no lo iba a conocer, si era primo mío?”. Y agregó, mientras echaba un poco de guaro al piso: “Este trago es para él”.

Hace años, en el día de la Virgen de las Mercedes, fueron a emitir Sabor Latino desde la cárcel de Bellavista. Uno de los reclusos se acercó donde el Galán, le declaró su afecto incondicional y le prometió que cuando estuviera afuera le iba a llevar un regalo. Una mañana, aquel preso lo llamó para decirle que ya era un hombre libre. Lo citó en una cafetería para entregarle un presente: un revólver. “Cómo se te ocurre que yo te voy a recibir eso, si yo en mi vida habré tocado un arma”, le dijo Jairo Luis. Ante lo cual el exconvicto guardó de nuevo el fierro y le pidió que por favor lo esperara. Al regreso volvió con un fajo, le rogó que le aceptara esta dádiva en nombre del cariño que le tenía a él y a la salsa que lo había hecho volar a pesar de las rejas.

Dos horas antes de que el Galán salga al aire con Sabor Latino, tiene una cita con su profesor de saxofón, Alexis Gaviria, flautista de la orquesta La Malandanza. En el recibidor de Latina, donde se han sentado casi todos los iconos de la salsa, Jairo está armando su instrumento con la minucia de un concertista. Apenas emboquilla comienza a repasar las notas del Himno a la alegría. La melodía le sale borrosa por momentos, son los farfulleos de un principiante que no renuncia del todo a realizar su sueño. De pronto, empiezan a salir una serie de notas melosas que se parecen a una fluida melodía de blues. Confiesa que eso ha sido un milagro de improvisador. Ante el retardo de su maestro Alexis, el Galán se atreve a contar la fantasía que tiene entre manos: sale al escenario con el saxo, comienza a interpretar a la perfección Cielito lindo, y cuando está a punto de concluir, gira el instrumento para que salgan de este dos casetes de audio. La gente se ríe, luego ve saltar al auténtico intérprete que estaba oculto tras bambalinas. Entonces el Galán hablará al auditorio para decirle: No, pero es que yo también toco… Y entonces empezará a tocar de verdad el Himno a la alegría. “Será un final prodigioso. Ya tengo todo el libreto y estoy trabajando en esto”, dice. No hay remedio. De pronto parece que hubiera inspirado aquella canción de Tito Rodríguez: cara de payaso, boca de payaso hasta el fin.