Número 139 // Mayo 2024
Mendel Schwartz con otros heridos tras el asalto al Beit HeHalutzim (primera fila a la izquierda, con bastón). Jaffa, 1927. Archivo familiar.

RUTAS PARALELAS

Pińczów – Tel Aviv – Santa Marta

Por DANIEL SCHWARTZ

Mi viaje de celebración por haber obtenido el grado de bachiller fue a Auschwitz. Mi padre y yo hicimos esa extraña peregrinación, cada vez más común entre los descendientes de judíos asquenazíes, para honrar la memoria de nuestros antepasados, y también para reconocer, en cada partícula de nuestro cuerpo, la experiencia fundacional de la vida judía en la diáspora, es decir, la tragedia. De allí, viajamos a Pińczów, un pueblito al sur de Polonia y antiguo hogar de la mitad de mi ascendencia paterna. Ese día, mi padre y yo fuimos los únicos judíos en el pueblo que fue el shtetl de los Schwartz.

Digo ese día porque a pesar de que ya ningún judío reside en Pińczów, es común, según nos contó Renata, la directora del pequeño museo del pueblo, la visita de muchos descendientes buscando su origen. Renata no hablaba inglés, ni español, ni francés, pero sí hebreo: lo aprendió cuando viajó a Israel a expiar culpas, como muchos otros polacos que supieron de la participación de sus padres y abuelos en la persecución de los judíos polacos. Renata escribió nuestro apellido en un papelito. Regresó unos minutos después con un libro viejo y gastado que contenía el registro de los antiguos residentes del pueblo. En él aparecía una foto en blanco y negro de Wolf Schwartz, mi tatarabuelo, un hombre delgado con una barba larga y negra, como un personaje de un cuadro de Chagall.

Wolf era el padre de Mendel, mi bisabuelo, en cuyo honor tengo mi segundo nombre. Una de las tantas y extrañas tradiciones judías es bautizar a un hijo con el nombre de algún antepasado. Entre más trágica haya sido su vida, más meritorio será poner su nombre a algún afortunado descendiente. Por ser yo el único varón de la familia con el apellido Schwartz, fui el designado para llevar a cuestas el nombre de Mendel, que simboliza ese pesado fardo, la historia trágica de una familia judía. Cuando nací, el hermano menor de mi abuelo entregó a mis padres un jugoso cheque a cobrar con la única condición de que el judaísmo no moriría conmigo, y de que tendría un hijo varón para que nuestro apellido no pereciera. “No pueden tirar a la basura cinco mil años de historia”, le dijo el tío Muya a mis padres.

Mendel, el hijo de Wolf, no aparecía en el libro que nos mostró Renata, porque seguramente ya había abandonado el pueblo al momento de su publicación. Como muchos jóvenes judíos de Rusia, Polonia y demás países pobres de Europa del Este, Mendel migró a Palestina bajo la promesa sionista de rehacer su vida en una nación judía, joven y socialista. No sabré nunca si la decisión de Mendel de abandonar el shtetl (así se llamaban las villas judías de Europa central) fue un asunto de convicción ideológica. Quizá venía también de un deseo de emancipación, de conocer el mundo, de quitarse la joroba, afeitarse la barba y reemplazar el yiddish —esa jerga melancólica que nació en la supervivencia— por el hebreo, la nueva vieja lengua que prometía un futuro distinto y en libertad.

Salió de Polonia de manera clandestina porque los jóvenes en edad de servicio militar tenían prohibido abandonar el país. Gracias a la gestión de las organizaciones sionistas, Mendel pudo llegar a Checoslovaquia y luego al puerto de Trieste, donde embarcó en un carguero con destino a Palestina. Cuenta mi tío, el hermano de mi padre, que cuando eran niños solían jugar a desordenar el cabello de su abuelo. Un día, revolvieron su cabeza y encontraron una raja, como se llaman las cicatrices en Barranquilla, le preguntaron por ella y Mendel, que en su vejez era un hombre callado, de sonrisa tímida y mirada triste, respondió escuetamente que se hizo esa herida en una pelea con los árabes.

Mi tío Marco investigó y descubrió cuál fue esa “pelea con los árabes”: el 1 de mayo de 1921, recién llegado al puerto de Jaffa, Mendel, el joven socialista, participó en una pequeña trifulca con un grupo de judíos comunistas sobre cómo debía celebrarse el día del trabajador. A ella se sumó una horda de árabes que atacó a los dos grupos de judíos y la trifulca se convirtió en disturbio. El conflicto se prolongó durante una semana y se extendió a varios asentamientos judíos de la zona. La ola de violencia dejó 47 muertos y 146 heridos judíos, y 48 muertos y 73 heridos árabes. “Una pelea con los árabes”, repetía Mendel a sus nietos.

En el hospital de Tel Aviv, Mendel conoció a Zisel, la enfermera que le curó la raja que, años después, fue descubierta por sus nietos. Zisel era una mujer joven que, como él, abandonó Polonia para sacudirse, pero también para hacerle el quite al creciente antisemitismo europeo. Se enamoraron, se casaron y tuvieron un hijo, Nachum, mi abuelo. Pronto, ese sueño sionista comenzó a difuminarse: vivían en la absoluta pobreza, no lograron conseguir un trabajo estable. La idea de emigrar a América, el verdadero nuevo mundo, comenzó a tener cada vez más sentido. Llegaron primero a Curazao, una pequeña isla caribeña que albergaba una activa presencia de mercaderes judíos desde los tiempos de La Colonia. Estados Unidos, por sus leyes migratorias, era un imposible, y algún correligionario les habló de Colombia, un país próspero en el que todo estaba por hacerse.

Mendel, Zisel y mi abuelo Nachum llegaron al puerto de Santa Marta a finales de la década de 1920 junto a varias familias judías de Europa oriental. Se dice en la familia que cuando el barco atracó en el puerto, los viajeros judíos preguntaban con ingenuidad y algo de humor: Wus is dus, Afrike?, con la curiosidad de quien nunca en su vida había visto a una persona negra. Era común encontrar a un señor que preguntaba a los gritos en yiddish desde el muelle si había alguna persona judía entre los viajeros. El señor los acogía, los ayudaba a instalarse, los presentaba en la comunidad y hacía lo posible por conseguirles un trabajo. No recuerdo su nombre.

Con la ayuda de algunos comunitarios consiguieron el dinero suficiente para hacer una primera compra de zapatos importados que llegaban por Puerto Colombia. Mendel compraba la mercancía y Zisel la vendía en los pueblos costeros de La Guajira. Sin conocer el idioma ni las costumbres, sin sus familias, padeciendo el calor abrasador del desierto caribeño y vendiendo lo que podían, rehicieron su vida en una tierra de la que nunca habían escuchado hablar.

Mis bisabuelos no fueron los únicos judíos en vender mercancía a crédito de pueblo en pueblo. Cuenta la leyenda comunitaria que los judíos trajeron el crédito al país. Les llamaban clappers, por el sonido que hacían cuando golpeaban las puertas de las residencias de los barrios pobres para vender zapatos, camisas y piezas de orfebrería barata. En los barrios populares de las ciudades eran pocos los que podían pagar de contado. Fiaban la mercancía y, a la semana siguiente, regresaban a cobrar la primera cuota. Habría que investigar si, efectivamente, ese fue el nacimiento de la cultura del crédito informal en Colombia. De ser cierta esta teoría, gracias a unos judíos que no tenían más opción que vender a crédito, las clases populares colombianas pudieron, por primera vez, calzar un par de zapatos.

Mendel, Zisel y Nachum, ahora Máximo, Sofía y Natalio, pudieron asentarse en su nuevo hogar. En Santa Marta tuvieron un segundo hijo, Israel, el tío Muya. Poco a poco, Mendel amasó una pequeña fortuna y entró al negocio de la construcción. Ya no era ese joven romántico que partió de Polonia buscando una vida libre, construyendo el futuro del pueblo judío en la Tierra Prometida. Se volvió un señor migrante, un “polaco” desconfiado, de familia, que contaba las monedas y marcaba con un lápiz rojo los ladrillos apilados de su construcción en curso para saber si sus trabajadores le robaban. Puede que esa sea una de las marcas del inmigrante. Mi padre recuerda a Mendel como un viejo silencioso, de mirada triste y tímida sonrisa. A Zisel como una mujer cariñosa, ordenada. Nachum, mi abuelo, estudió química farmacéutica, pero nunca se comprometió con ningún oficio. Fue violinista, humorista, periodista en Hollywood y escritor. Un hombre libre, decían algunos, pero yo lo veo más como el típico hijo de migrantes que sí pudo elegir la vida que quiso.

No recibieron mayor noticia sobre el destino de sus familiares durante la Shoá (el Holocausto). Pero un buen día, ya terminada la guerra, Mendel recibió la llamada de alguna organización cercana a los ejércitos que liberaron los campos de concentración. Sus sobrinas, Edka y Anya, niñas las dos, habían sobrevivido a Auschwitz. Pidió por ellas y las recibió en casa como si fueran sus hijas.

Las tías Etka y Anya fueron, para la segunda y tercera generación de mi familia paterna en suelo colombiano, el primer contacto que tuvieron con el Holocausto. Desde muy pequeños y sin tener muy claro qué había sido el Holocausto, mi padre y sus hermanos ya sabían que esas dos señoras habían sobrevivido. Para mí, ellas eran un mito familiar. Siempre supe que tenía parientes que sobrevivieron al exterminio, pero las tías, más allá de una foto de mi primer cumpleaños en la que me están cargando, no eran más que dos nombres raros. Mi tío Marco cuenta que de niño buscaba con curiosidad algún gesto en sus rostros que diera muestras de la tragedia, pero al final siempre se encontraba con los ademanes de dos mujeres dulces, cariñosas y prestas a celebrar en familia. Advierte, sin embargo, que había tristeza en sus miradas. En su ingenuidad infantil, era incapaz de ver que esas miradas afligidas eran la manifestación de un cúmulo de atrocidades padecidas.

Mi abuelo Nachum creció como un samario más. Fue al Liceo Celedón al tiempo que Rafael Escalona y hablaba con acento costeño, pero en casa hablaba el yiddish con sus padres. Tuvo cuatro hijos con Helena, la abuela que nunca conocí y de la que, lastimosamente, poco me han hablado. Sé que la familia de Helena vino de Galitzia, hoy Ucrania, y que, a diferencia de Mendel y Zisel, eran judíos prestantes, cultos, aburguesados. Es poco lo que conozco de ellos, porque en el judaísmo, como en muchas otras culturas, suele imponerse la historia de la familia paterna. Y Mendel es sin duda el gran patriarca.

Mi vida judía ha sido extraña. Mi madre no es judía y, para muchos en la comunidad, no soy completamente judío. Sin embargo, cuando convivo con gentiles, que es la mayoría de las veces, me doy cuenta de que no soy igual a ellos. Mi infancia no estuvo marcada por una fuerte vida judía más allá de algún Shabat con amigos de mis padres o las palabras en yiddish que me enseñaba mi abuelo. Cuando se acercaba la fecha de mi bar mitzvah todo cambió. La muerte de mi abuelo y las palabras del tío Muya pidiendo que los cinco mil años de historia no se extinguieran conmigo hicieron eco en mi padre. Comencé a asistir activamente a las actividades de la sinagoga y me preparé para el bar mitzvah.

Mi judaísmo se hace más o menos presente dependiendo de las circunstancias y de las compañías. La verdad es que no hay día en que no lo sea, porque el judaísmo, más que una religión, es un cúmulo de historias. Pienso que el judaísmo tiene en el centro las anécdotas familiares una extraña capacidad de convertir la historia familiar en una historia bíblica, heroica y aleccionadora.

El judaísmo es también una marca que no se quita. Cuando le preguntaron qué es un judío, Einstein dijo que es como un caracol que aun sin caparazón, seguirá siendo un caracol. Creo que tiene razón, así no tenga la religión ni la lengua, el judío no dejará de serlo. Y creo también que, entre otras cosas, ese es el significado de la circuncisión: la verdadera marca que no se quita, el pacto abrahámico, la prueba de que el judaísmo, por más asimilado que uno esté, no morirá con uno. Son las historias de mis antepasados, las sobremesas en familia, las expresiones, el humor, los secretos que no se dicen, todo lo que soy. Vuelvo a citar a un judío ejemplar: cuando le preguntaron sobre el judaísmo en sus canciones, Leonard Cohen respondió que todas sus canciones son judías, porque todo lo que piensa es judío. No existe, pues, forma alguna de descircuncidar el pensamiento. Hoy veo el judaísmo como una bella alienación, como una singularidad que tenemos frente al resto de personas.