Tres historias desde la parrilla
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Por LAURA ALMANZA
Ilustración de Átomo
Me gusta la velocidad. Sentir el viento contra el cuerpo. Pero lo sé, montar en Picap es un riesgo. Digo que no me asusta y que lo hago porque es más barato, aunque a veces solo me ahorre dos mil pesos. Que es para no llegar tarde, aunque sea irrelevante cuando estoy volviendo a mi casa en la madrugada. Que me siento más cómoda que cuando voy en un taxi y el conductor pone el seguro mientras me mira por el retrovisor y me pregunta que si no me da miedo andar solita a esa hora. Que aunque me toque un casco maloliente y que no es de mi talla, me siento más segura. Que si tengo que escoger, prefiero terminar en un accidente que manoseada por un tipo cualquiera. Quizá solo sea que me gusta andar en moto.
1.
Luis me recogió a la una y treinta de la mañana en toda la esquina de Maracaibo con Girardot. A esa hora siempre llegan rápido. Muchos se parchan ahí en el Parque del Periodista mientras sale una carrera, funciona como centro de acopio. Pero Luis venía del sur, por toda la Oriental.
—¿Laura?
—Sí, ya te recibo el casco.
—Ah, pero venga… ¿Va de afán?
Aunque vaya de afán, digo siempre que no. Decirle a un conductor de Picap que va de afán es como firmar la propia sentencia de muerte. Uno me confesó alguna vez que le gustaba más cuando le decían que sí porque el viaje se hacía más emocionante.
—No.
—Aaah, ¿entonces me va a esperar yo compro un gramito?
—Sí, hágale.
¿Pude haberme patrasiado? Pude. En vez de eso, lo esperé con el que iba a ser mi casco en una mano y el de él en la otra. En realidad, no se demoró nada. Prendió la moto, se dio los pases y arrancamos.
—Es que sabe qué, meeero cansancio. Todo el día estudiando y después dándole aquí, ya estoy mamado.
No era la primera vez que me tocaba un conductor así de gato. Nadie dobla turno solo con moral y lavaditas de cara. El perico los mantiene despiertos, pilas en las calles desiertas de la madrugada, y, para mi gusto, más acelerados de la cuenta. Ya una sabe a qué se atiene. Pero este sí era el primero que me daba, por decirlo así, una explicación a modo de disculpa. Entonces aproveché y le di cuerda.
—¿Sí, y qué estudiás?
—Desarrollo de software en la mañana, y en la tarde, inglés. Sino que como debo una plata y la tengo que pagar rápido, estos días me toca darle derecho.
—Mmm, ¿y es que cuánto se hace uno en esto, pues?
—Vea, yo arranqué hoy desde las ocho y ya tengo cien mil libres. Calcule.
—Ya…
—Venga, ¿y a usted no le da miedo coger moto, no le ha tocado mucho loco?
—Pues…, la gente sí me dice mucho que esto es como medio peligroso.
—Pueees, la verdad, la verdad, sí. Puede ser peligrosito. Ah, pero vea mi amor yo le digo una cosa: si a usted le va a pasar algo, le pasa y ya. A mí nunca me ha pasado nada… Ahora que lo pienso yo sí parezco como rezado.
—Bueno, siquiera voy con usted.
2.
Las ideas se me estaban agotando. Le mandaba videos enjabonándome las tetas, quitándome las tangas, chupándome el dedo gordo del pie. Demasiado ya. La virtualidad nos estaba arrastrando a un romance patético. Era pleno abril de 2020.
—Tenemos que vernos como sea —le dije.
—¿Linda, y por qué no vienes este fin de semana? Pides un taxi, demás que es breve.
—Y si nos paran yo qué voy a decir…
La multa por romper el aislamiento era de 936 000 pesos. La visita podía salir cara, pero bueno, ya qué hijueputas. No podía ser tan de malas como para que justo el único día que salía de mi casa me clavaran un comparendo. Me arriesgué y le escribí por WhatsApp a un número que tenía guardado como Yeison Picap. Le pregunté si estaba haciendo carreras y cuánto me costaba una hasta Bello. ¿Diez mil pesos? De una. Quedamos en que me recogía el viernes por la tarde.
Ese día llegó a las tres p. m. en una Bajaj Boxer CT100, la moto más vendida ese año en el país y la más usada por los Picap hasta el día de hoy.
—¿Laura?
—Hola, sí.
—¿Vamos pa Bello, cierto?
—Sí, para el obrero, por ahí por Fabricato…
No habíamos arrancado y ya me estaba poniendo conversa.
—¿Y va mucho por allá? Porque yo vivo por este sector, cuando necesite la puedo llevar.
—Pues la verdad es la primera vez que salgo.
—Uy, nooo, ¿de buena? Yo me hubiera enloquecido.
—Es que a mí siempre me da susto esa multa, y como no tengo excusa ni nada…
—Aaah, pero no se preocupe, mor, que si nos para un retén, yo digo que usted es novia mía. Y si no nos creen nos damos un besito ahí delante de ellos, ¿o la regaña el novio?
Me reí. Siempre me han gustado los romances cortos. Esos que duran lo que se demora el metro de Floresta a San Antonio. Miradita va, miradita viene, y hasta nunca. Le seguí el juego.
—¿Cuál novio?
—Oíla, ya me va a decir una chimbita como usted que no tiene novio, ja. ¿Entonces pa dónde va?
—Ja, ja, ja.
—Aaaah vio… Uno sabe. Igual yo no soy celoso —se volteó y me guiñó un ojo.
La cosa quedó así. Pasamos Punto Cero, la Terminal, el Juanes de la Paz. Las calles solas y los tombos por ningún lado. Llegué a pensar que lo de los retenes era pura carreta. Hasta que los vi ahí, ineludibles, en todo el Pan Pare Pan antecitos de Zenú. Ahora sí me jodí.
Yeison frenó suave, se quitó el casco y lo colgó en uno de los espejos. El policía se acercó y extendió la mano sin preguntar nada. Yo ni sabía qué hacer. Entonces sentí unos dedos acariciándome la pantorrilla, como diciéndome: Relajate.
—¿Y ella qué?
¿Relajate? A mí se me bajó fue todo.
—Ah, yo la saco de vez en cuando pa que le dé el solecito. Pero tranquilo, señor agente, que ya vamos pa la casa.
El tombo medio miró los papeles que Yeison le había pasado y se los devolvió con pereza. Él los guardó tranquilo, se puso el casco y arrancamos. No me la podía creer.
—Uf, Yeison, qué salvada.
—Ja, ja, ja. Ah, no, muy nerviosa esta parcera. Tiene que manejar la confianza, mor.
Ya estábamos cerca. Sí, ahí en la esquina está bien. Me bajé y cuando me quité el casco vi que me estaba mirando por el espejo sin pestañear. Podría decir que fue un efecto del encierro o mi forma de darle las gracias. Pero qué va, solo soy una romántica.
—¿Y uno cómo da besos con casco?
Soltó una risa. Se lo quitó con una mano y con la otra me acercó por la cintura.
Me dieron las tres de la mañana en una fiesta en Boston. Mala hora para coger Picap. Suben los precios, se demoran más en llegar, hay más locos y trasnochados en la vía.
Busqué un remix de Fade to Grey, y me di un popperazo doble antes de salir. Apenas pa la bajada.
—¿Laura?
—Sí, dame un segundito yo me amarro esta pañoleta.
El popper ya me había subido a la cabeza. Aaaah, we fade to grey. Dos cuadras después vimos un tumulto. El conductor frenó. En el piso había un hombre tirado, tenía la cara hinchada, le chorreaba sangre. ¡Si te vuelvo a ver por aquí, te mato, rata gonorrea! Y le seguían dando.
El del Picap miraba la escena hipnotizado, le brillaban los ojos. Por un momento pensé que se iba a bajar a pegarle al tipo. Nos quedamos ahí cinco minutos que se me hicieron eternos, o no sé, de pronto el popper me distorsionó el tiempo.
—¿Vamos o qué? —me dijo.
Casi que no.
—Sí, dale.
—Así es que es con las ratas.
—…
—¿O qué piensas tú, Laura?
Como si importara. Vivo en una ciudad donde valen un más un par de retrovisores que la vida. Una ciudad donde las personas creen en la justicia por mano propia y le pegan a un ladrón hasta que ya no se pueda levantar. Lo que yo piense no importa ni mierda.
—Pues qué te digo… Mera vuelta.