EDITORIAL UC 139
BRINDIS Y OBITUARIO
Conoció el poder de los periódicos cuando vio algunos libros prohibidos forrados con sus tintas y sus letras deleznables. Una manera de esconder en el tráfago diario las ideas que pueden perdurar y empujar algunas almas, mover algunos mundos, ensuciar algunas mentes. Ocultar los libros tras los periódicos. Una idea inútil, infantil y risueña. Siempre fue un hombre de periódicos, los necesitaba y los despreciaba llamándolos “la sopa de cadáveres de la historia”. Memorioso y enciclopédico como era, sabía de los chismes de la farándula, de los vicios de los poetas, del cerebro de los santos, de la historia de las niguas y de las cuatro caras del diablo, entre otras cosas. Son extraños esos seres a los que el periódico los pone a pensar y no a rabiar. Los describía a su manera: “El poder de los periódicos incendia los continentes, irradia, miente, apacigua, revela. La sociedad mide su libertad con el rasero de la libertad de prensa. El mito moderno aspira a la utopía del periódico como congregación, como sustituto del ágora. Como el espacio donde caben sin estorbarse los nobles sueños de Platón junto a los desmanes de Diógenes, de quien dijo, el propio Platón, que no era más que Sócrates enloquecido”.
El personaje del que hablamos fue un lector voraz y desordenado, hacía parte la “familia de los viciosos ilustres” que recogen cualquier cosa escrita en busca de un sentido o un gazapo. Sentía la obligación de terminar cualquier libro que caía en sus ojos: “Es preciso leer montañas de libros confusos para encontrar uno claro”. Y su casa era él, para intentar esa conversación con los muertos de la que hablaba Sartre. De algún modo era entonces un espiritista.
Ese hombre que bautizó como “mecanografía” su eterno ejercicio de escribir recaló muy pronto en Universo Centro, cuando apenas éramos el pequeño muelle de un bar, un muelle de sedientos. Digamos que se convirtió, sin quererlo, porque no era bueno para las lecciones, en el catano de la tribu. Sin carretas, solo con sus textos, influyó en nuestros primeros estilos, con su desparpajo y desconfianza crónica, con su risa burlona y piadosa muchas veces. Siempre cargado de su “indiscreto pesimismo y de la ironía que nos salva”. Y fue también un comodín, un hombre siempre listo para la acción en el teclado o para sacar una página del bolsillo de sus archivos. O para responder a los encargos más variados o engorrosos: la muerte de un futbolista, el triunfo de un político, el crimen por una idea, la memoria de un recuerdo ya cariado. Era un titular inamovible con la vocación de trabajo y sacrificio de los suplentes. Aunque odiara la palabra sacrificio con todos los ímpetus de su juventud de sacrificado. Y lo colgamos algunas veces, por retorcido, por embelesado con sus frases interminables, por sus excesos de caracteres. Reaccionaba con la tranquilidad de los principiantes, pero no dejaba de rumiar su derrota y preguntar por los motivos de esa malhadada decisión. Emprendía una nueva tarea y nosotros expiábamos nuestra culpa brindando a su salud.
Pero además de mecanógrafo el hombre del que hablamos era un poeta precoz. A los 35 años había publicado ocho libros. Con razón uno de los poemas de su primera antología deja una advertencia: “El peor defecto es tener máquina de escribir / El poeta es oscuro como un caramelo / es el que hace / el peor cuarto de la casa / con los pies inservibles y las dos manos que no pueden / abrir una puerta”. Como todos los poetas dignos de ese título era un observador inmisericorde, y sacaba conclusiones a la primera mirada. También ese ojo nos enseñó algo: la belleza que puede haber en la maledicencia, el bostezo que acompaña siempre a las certezas ideológicas, la compasión que se debe sentir ante el poder soso y brutal de la política. Y nos mostró el tedio tras las apoteosis deportivas. Un disidente de las disidencias. Y se reía como ninguno de sus penurias merecidas de poeta, porque fumaba los cigarrillos más baratos con el orgullo y la postura de un aristócrata. “Los poetas suelen ser pobres de solemnidad, indefinibles. Criaturas inestables. Entes rituales. De apariencia inútil por elección. Por fastidio de regatear”. Sin algo de su espíritu de poeta, que nos acompañó desde los primeros intentos de imprenta, Universo Centro sería un poco más liso, menos flexible, insensible a las auroras boreales de las manchas de aceite sobre la calle mojada. Siempre en busca del “hechizo escondido tras las máscaras de lo obvio”.
También era un experto en buscar pleito este poeta sin profesión, adicto a la cabrilla de su jeep lustrado de óxidos que llevaba siempre brillante la mala estrella de la escasez de gasolina. Cuando todo el mundo estaba embelesado con los espejos y los laberintos de Borges, se atrevía a decir que Borges es “un enorme estorbo esperando que le celebramos el aniversario de la ceguera, su primer diente, su primer verso y su último suspiro”. Así mismo disparaba contra los jipis aunque fuera uno de ellos hasta su senectud, se burlaba de sus utopías, de ese “pueblo de niños floridos de buena voluntad disfrazados de papagayos”. Y si alguien aplaudía esa idea, decía entonces que esos mismos niños fueron la “resistencia al embrutecimiento masificador”.
En política era disparatado, coincidió joven con los entusiasmos revolucionarios que traicionó con gracia y gusto años después. Así fuera por el placer de ver rabiar a sus amigos y obligarlos a una carta indignada o a un insulto por teléfono. De modo que podía ensalzar a los anarquistas por “dejar abierta la puerta hacia el Estado pequeño, de federaciones solidarias, que ignoran la guerra, la violencia y la avidez”, y al mismo tiempo dejar caer un elogio a la dictadura del pragmatismo en cualquier palacio presidencial. Aquí, en UC, también gozamos de la pendencia y la contradicción.
Casi cuarenta textos escribió para Universo Centro ese hombre que quería ser santo y pasó buena parte de su primera juventud en celdas y reformatorios. Lo tuvimos varias veces en nuestro antro de redacción y fumamos en su compañía la hierba que encontraron en el jardín de Shakespeare, según una de sus historias alucinadas, y supimos de sus afanes de habitante de una casa en la que las arañas se encargaban de coger las goteras y de sus amistades campesinas y sus amoríos de segundos mientras pagaba los peajes.
Ese hombre que murió el pasado 18 de marzo en su natal Envigado, tal vez para asustar a su maestro Fernando González o para escribir una última página sobre el eterno retorno, dejó caer toda su gracia sobre estas páginas, y nos honró con su ceniza de fumador suicida y nos alegró con los recuerdos inventados sobre la Medellín que apenas intuimos en las fotos viejas. Su nombre, así en presente, es Eduardo Escobar, y desde esta pequeña trinchera lo saludamos, le agradecemos y brindamos en su honor. Y leemos unos versos de Whitman subrayados en alguno de sus textos: “¿Y si acaso los únicos vivos, / los únicos reales son los muertos… / Y yo la aparición, el espectro?”.