Durante la madrugada del 9 de febrero de 2023, cuando el sol estaba oculto, 222 personas fueron liberadas de sus celdas y trasladadas a un avión que abandonó el país a las 6:30 de la mañana. Un vuelo sin pasaje de regreso, el destierro como castigo por buscar la libertad. La crueldad de un régimen contra la integridad y la resistencia de cientos de personas. Una crónica imprescindible.
Adiós a Nicaragua
Un vuelo al destierro
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Por ANDREA ALDANA
Ilustración de Hansel Obando
La Operación Nica Welcome logró la libertad de 222 presos y presas políticos encarcelados en Nicaragua. En esta historia lo que importa son los pliegues, empezando por el primero: no fue una “deportación”, como la llamaron las autoridades nicaragüenses, fue una liberación de rehenes. A un rehén se le retiene como medida de presión para obligar a otro a hacer algo. Estas personas eran rehenes de un gobierno y su captor buscaba una cosa: inmovilizar a un pueblo y doblegarlo a base de miedo.
El dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió unas líneas muy famosas sobre los hombres que luchan, los que lo hacen un día, un año, muchos años o toda la vida; todos le parecían hombres muy buenos, pero al referirse a los últimos, los que empeñan su vida luchando, escribió: “Estos son los imprescindibles”. La frase es linda. Brecht era un idealista, uno de buena fe. Pero estos ya no son sus tiempos.
¿Quiénes eran esas 222 personas que el gobierno de Nicaragua tenía encarceladas? Ortega las llama “golpistas”, “mercenarios”. En lugar de acudir a calificativos, voy a intentar una respuesta más compleja: eran el soplo de aire; hombres y mujeres que en su momento supieron qué era lo imprescindible. Y lo hicieron.
Cómo las liberaron ya es otra historia.
2021: las capturas
Tamara Dávila está en su casa, es 12 de junio de 2021, pero para el 8 de ese mes, el régimen que dirige Daniel Ortega —presidente de Nicaragua— y Rosario Murillo —vicepresidenta— ya detuvo y encarceló a cuatro precandidatos presidenciales y una famosa activista, de 69 años, que ha luchado por la transparencia y la reforma del sistema electoral. Los precandidatos son: Cristiana Chamorro, Arturo Cruz, Félix Maradiaga y Juan Sebastián Chamorro García; la activista: Violeta Granera. ¿El delito? Atreverse a disputar el poder a los Ortega-Murillo en las urnas. La detención ocurre cinco meses antes de las elecciones presidenciales.
La puesta en escena del régimen no empezó ahí. La redada contra la oposición inició en junio de 2021, pero el 21 de diciembre de 2020, la Asamblea Nacional de Nicaragua, de amplia mayoría oficialista, aprobó la Ley 1055, que también llamaron Ley de Soberanía. El mandato no tiene más que un artículo, el número 1: “Defensa de los derechos del pueblo”. Y no es otra cosa que el artificio jurídico que el régimen Ortega-Murillo fabricó para perseguir, capturar y condenar a la oposición.
Parte del surreal artículo reza: “Aquellos que demanden, exalten y aplaudan” —léase bien, dice aplaudan— “la imposición de sanciones contra el Estado de Nicaragua y sus ciudadanos, y todos los que lesionen los intereses supremos de la nación contemplados en el ordenamiento jurídico, serán Traidores a la Patria por lo que no podrán optar a cargos de elección popular”. Y con ese truco, los Ortega-Murillo se quitaron de encima a la competencia, y meses después la condenaron.
Tamara está en su casa, es 12 de junio de 2021, y toda esta gente que ella conoce está encarcelada. Después de esas capturas, alguien le informó que también irían por ella. Así que el martes 8 de junio envió a su hija de cinco años con su mamá. Si la iban a arrestar, que la pequeña no lo viera. Pero pasó miércoles, jueves, viernes, y nadie iba a capturarla.
El sábado, que ya era 12, Tamara pensó: “No creo que un sábado vengan por mí, esta gente debe estar descansando”. Y presa de una necesidad, se arriesgó y mandó a traer a su Pajarita, sentía un deseo profundo de verla, abrazarla; la extrañaba con ese anhelo materno que, al no poder contemplar a su cría, debilita y carcome.
La niña llegó. Tamara dio un par de entrevistas ese día y luego se desconectó del mundo, puso el celular a un lado y su atención se centró en su única dueña. Pasaron el día jugando, se abrazaron, rieron y antes de caer la noche, un par de amigas llegaron a su casa. “Vinieron para acompañarme, para dormir juntas”, dice, “por si algo pasaba”. A las 7:00 p. m., una vez oscureció el día, ese “algo” pasó.
Suena el telefonillo —un intercomunicador que la conecta con la parte externa del portón de su casa—, Tamara responde. Una voz con un dejo nervioso dice: “Necesitamos saber quiénes son esas mujeres que entraron”. Tamara no está presa —no aún— y replica: “Son dos amigas, oficial, ¿o tengo prohibido que la gente venga a visitarme?”. “No, no”, la increpa con voz ya endurecida el uniformado, “salga, por favor”. Quien está a punto de ser encarcelada, lo intuye, por eso contesta: “Claro, oficial, pero deme un segundo que estoy en pijamas”.
Ha ganado un par de segundos. Corre a la habitación en donde se pueden observar las imágenes de las cámaras con las que vigila el perímetro de su casa. Una de sus amigas ya está allí, sentada frente a las pantallas y con un teléfono móvil al oído. Habla con Ana Margarita Vijil, la tía de Tamara, y le dice lo que estaba viendo: están rodeadas de patrullas, de policías y sobre todo de antimotines. Se están tirando por encima del portón, entran de manera violenta, son muchos.
“Eran unas diez camionetas como con ocho oficiales cada una”, recordará después Tamara. Un operativo con la dimensión de captura de un capo del narco, para apresar a una madre soltera cuyo delito fue agitar la bandera del feminismo y promover el diálogo entre movimientos y partidos políticos, con el fin de consolidar un candidato o candidata presidencial que pudiera competir contra Daniel Ortega y Rosario Murillo en las elecciones de noviembre de 2021.
Tamara pide a una de sus dos amigas y a la mujer que le ayuda con el cuidado de su hija, que tomen a la niña y se encierren en una habitación. Suplica que, escuchen lo que escuchen, no salgan de ahí. La otra amiga se queda acompañándola. Se dirige hacia la puerta, sale de su casa y grita: “¡Mi hija está dentro, mi hija está dentro! ¡Es a mí a quién buscan!, ¡aquí estoy!”. Una oficial se le acerca y sin mediar palabra le da tres bofetadas a Tamara, a la agente que la golpea le dicen la Calaca. Luego le cruza los brazos por la espalda, le pone las esposas, le inclina con furia la cabeza y le ordena que mire al suelo todo el tiempo. Clásica táctica de un verdugo: hacer que sus víctimas bajen la cabeza; el objetivo es conseguir que se acostumbren a mantenerla agachada.
Después la empujan hacia una patrulla, la meten en el vehículo y la doblan tan fuerte en el asiento que parece que la quisieran partir. El carro arranca, la tienen tan inclinada que su cara está entre sus rodillas. Piensa en su hija, en que no le pase nada, y observa que unas gotas rojas caen sobre sus pies. Tamara sangra, la Calaca le ha reventado la nariz. La agresora también lo nota y se burla.
—Hey, ¿y qué te pasó?
—¿Y qué me va a pasar? ¡Pues que me cachimbiaste, hijueputa!
—¡Hijueputa tu madre, golpista mierda!
Vuelve a golpearla, esta vez le caen puños sobre la espalda. Duele, a Tamara le duele, pero sabe que su insulto ha sido un soplo de dignidad. Piensa otra vez en su hija: “Que esté bien, Dios mío, que la niña esté bien”. Siente que el carro da muchas vueltas, está segura de que lo hacen para desorientarla. La ruta sigue. No quiere perder seguridad, pero su mente empieza a confundirse: “¿A dónde me llevan? ¿A dónde voy? ¿Y la niña? Dios mío, la niña. Me van a matar”.
Alguien ordena que le limpien la sangre. La toman por el pelo, le levantan la cabeza y le arrastran un pañuelo por debajo de la nariz. Logra ver algo, se ubica. Escucha uno de los radios de la policía: “DAJ uno, DAJ uno”. Dirección de Auxilio Judicial, la DAJ, un centro de detención transitoria que alcanzó fama internacional durante las protestas de Nicaragua en 2018 por las torturas que, según denunciaron sus víctimas, se hicieron en sus instalaciones: “Al menos hoy no me matan”, piensa, “me llevaban a El Chipote”.
***
Cerca del mediodía del 13 de junio, un día después de la detención de Tamara Dávila, Suyén Barahona, presidenta de la Unión Democrática Renovadora (Unamos), tuitea: “Mi hermana de lucha y causas @anavijil ha sido secuestrada el día de hoy, junto con @DoraMTellez tras allanar su casa. Siempre valientes y combativas!!!”. Se refiere a Ana Margarita Vijil, la tía de Tamara, y a Dora María Téllez. Horas después, la víctima sería Suyén.
Ante la deriva autoritaria de Nicaragua, Suyén ha cometido dos delitos: uno, ser feminista; dos, ser la presidenta de Unamos.
La Unión Democrática Renovadora es hoy lo que anteriormente era el Movimiento Renovador Sandinista (MRS), un partido político que se fundó en 1995 y que, con su creación, tomó clara y oficial distancia del sandinismo de Daniel Ortega. Entre sus fundadores estaban dos íconos de la revolución sandinista: Hugo Torres Jiménez, el Comandante Uno, y Dora María Téllez, la Comandante Dos, exguerrilleros que comandaron la Operación chanchera en la que veinticinco rebeldes se tomaron el Palacio Nacional de Nicaragua durante la dictadura de Anastasio Somoza; ambos inmortalizados por la pluma de Gabriel García Márquez en una crónica que narra ese asalto al Congreso; y ambos decepcionados del rumbo que tomaba el sandinismo.
***
La primera vez que nos vimos, a la salida de Casa de América, en Madrid, Suyén me abrazó muy fuerte. No la conocía, quedamos a una hora de encuentro, pero yo llegué unos minutos antes. Observé la construcción y vi a una mujer que escribía en su celular. Me resultó parecida, aunque esta mujer era bastante delgada, diferente a la que había visto en fotos. Me acerqué con la intención de preguntarle si era quien creía y antes de alcanzar a pronunciar una palabra, subió su cabeza, me miró y dijo: “¿Andrea?”. Desconcertada respondí: “Sí”, fue ahí que Suyén me estrechó en sus brazos, duro, con cariño sincero, como amigas de siempre. Entonces nos fuimos a un café a entablar una primera conversación.
Suyén había sido liberada solo once meses atrás, en la Operación Nica Welcome. Pero antes de su liberación, la oscuridad, el aislamiento, el hambre, la privación del sol, la prohibición de leer, de cantar, de silbar y hasta de hablar consigo misma habían sido su hábitat durante casi dos años.
—Yo he estado investigando y lo que me hicieron se conoce como tortura blanca. Te aíslan, no te dejan ver a tu familia, te prohíben socializar, no puedes hablar con nadie, no puedes mirar a nadie, tienes que caminar mirando el suelo, no te sacan a tomar el sol, te confinan en celdas muy pequeñas y tan oscuras que ni siquiera te puedes ver bien la mano. Te desaparecen, afuera nadie sabe de ti, ¿dónde estás?, ¿cómo estás?
—¿Te desaparecen?
—Sí, eso es desaparición forzada. Los primeros ochenta días nadie supo de nosotras, nuestras familias no sabían ni dónde estábamos ni cómo estábamos, no sabían si estábamos vivas. Nada, cero información. Solo después de 81 días, ¡81 días!, pudimos ver familiares.
Antes de que los Ortega-Murillo ordenaran su captura, siete u ocho meses atrás, Suyén ya tenía vigilancia de la Policía. Pusieron incluso una caseta afuera de su casa. Los agentes iban de civil o a veces de uniforme y en sus patrullas. Si les daba la gana, no la dejaban salir, se colocaban fieros frente a su portón para impedirle el paso.
—Estaba en mi casa con mi mamá, mi esposo y mi hijo. Estaba alerta por lo de las capturas, por la gente que se estaban llevando, cuando de pronto mi niño pasó corriendo, asustado, había visto las pantallas que monitorean las cámaras de mi casa y miró que venían muchos policías.
La escena fue muy parecida a la de Tamara: Suyén sale de casa con las manos en alto, lo hace deprisa, grita: “Hay un niño en la casa, hay un niño en la casa”. Grita eso, pero esto lo que quiere decir: “Por favor, no le hagan daño. Acá estoy, ustedes vienen es por mí”.
Un oficial la señala, indica que a ella es la que deben agarrar. Le bajan los brazos que aún están elevados, le tiran las manos por detrás de la espalda y la esposan. Le agachan la cabeza con tanta fuerza que lesionan su nuca y la obligan a caminar hacia la patrulla.
Suyén está sentada en la patrulla, va doblada, igual que Tamara, su cabeza está contra sus piernas. Piensa en su niño, quiere verlo, ¿quién lo tiene? Se marea, le entran ganas de vomitar. Quiere ver a su hijo, le falta el aire, va a vomitar. ¿Dónde está su hijo?, ¿quién lo tiene?, no puede respirar. Quiere ver a su hijo, no respira. Va a vomitar, no puede respirar, no puede respirar, ¿quién tiene a su hijo? “Estoy mareada”, dice, “estoy que me vomito, déjenme respirar bien”. Recibe más presión sobre su cuerpo. Entonces hace lo imprescindible. Eleva la cabeza, gira el rostro hacia su casa y ve que el niño ya está en brazos de su padre. La bocanada de aire que necesita para no colapsar.
—Era desesperante, Andrea, yo necesitaba ver a mi niño porque él había salido corriendo y yo no sabía quién lo había agarrado. Lo alcancé a ver pero otra vez me inclinaron, un oficial dijo: “¡Si vuelve a subir la cabeza, se la rajás!” —Suyén dice esto y después se ríe—. Ahí mismo sonó la radio de uno de ellos con una voz que decía “no, no, no, no, no”.
La llevaron a El Chipote, una estación con capacidad para 48 horas de retención.
—Porque querían rompernos, abusar de nosotros. No respetaron ninguna ley, ningún derecho. A mí me dejaron 606 días ahí. Aislada. Nos servían poquísima comida, los primeros meses todo el mundo bajó muchísimo de peso, llegamos a contar los granos de frijoles que nos daban y casi siempre eran diez o doce. En el primer mes nos sacaron solo un día a ver el sol durante quince minutos, siempre a solas. Luego fueron dos días al mes y cada salida era de media hora al sol. Solo hasta diciembre de 2021 pudimos tener una hora cada quince días.
—Me dijiste que tuviste secuelas…
—Sí. Estoy yendo a terapia. Lo del aislamiento fue muy duro. El único contacto que teníamos eran los interrogatorios. Nos sacaban a cualquier hora a interrogarnos, incluso después de que nos condenan, querían que inculpáramos gente, que diéramos nombres de organizaciones, de personas. Rompieron el sigilo bancario, querían que dijéramos quién consignaba dinero en nuestra cuenta personal. Esas eran las únicas conversaciones que teníamos.
—¿Cómo hiciste para resistir?
—Hice rutinas de ejercicio, de oración y empecé a escribir un cuento en mi mente. Uno para poder explicarle luego a mi niño por qué nos habían separado. Era sobre una gallinita que sueña con una Nicaragua diferente, donde todos los pollitos pudieran comer, tener sus barriguitas llenas, y al mismo tiempo pudieran cuestionar a sus padres, ser libres. Escribía ese cuento en mi mente y eso me ayudaba.
—¿Cuándo pudiste ver a tu hijo?
—Año y medio después pude volver a ver a mi hijo, en diciembre de 2022, en una videollamada que me permitieron de diez minutos. Mi chiquito estaba asustado, abrumado, no procesaba que era yo, estaba llegando a los seis años y casi la mitad de su vida había estado sin su madre.
Suyén se rompe, llora cuando recuerda esa separación. No los golpearon físicamente, pero sabían cómo golpearlos por dentro. Quebraron todas las normas para demostrarles que podían quebrar las instituciones y, aun así, todo seguiría siendo de ellos. Secuestraron a la disidencia política para amedrentar a un pueblo. ¿Si se atreven a ir por los líderes, qué podría pasarle a quien no lo era?
—¿Qué fue lo que más te impactó mientras estabas en El Chipote, Suyén? ¿Hubo algo allá que te marcara especialmente?
—Cuando vi pasar a Hugo Torres colapsado, lo llevaban en una silla de rodachines de esas de escritorio. Hugo pasó colapsado frente a nosotras. A los pocos días nos enteramos de que murió, en el hospital, bajo custodia policial.
—¿Recuerdas cuándo fue?
—En febrero de 2022. Un día antes de mi condena me enteré de su muerte. Me condenaron a ocho años por “menoscabo a la integridad nacional”. Cuando concluyó mi juicio, solo pude gritar: ¡Hugo Torres presente, presente, presente! Así terminó la lectura de condena el 15 de febrero.
Veintitrés líderes de Unamos terminaron presos, como casi todos los presos políticos, por “menoscabo a la integridad nacional”, Es decir, por violar la Ley 1055.
***
Ana Margarita Virgil, la tía de Tamara, y Dora María Téllez, la mítica Comandante Dos, son pareja desde hace más de una década. El día que fueron por ellas, estaban juntas y estaban esperando. Sentadas en unas sillitas en el antejardín, recién bañadas, y muy tranquilas.
Dora María enfrentó al dictador Anastasio Somoza, tiene callo enfrentando dictaduras y aunque no lo dice, sabe que Ortega es un dictador, pero de papel. De esos que más que poder tienen miedo, que están paranoicos, que sienten que en cualquier momento van a ser traicionados. Dora lo conoce, sabe cómo actúa. Ana Margarita, en cambio, no tiene tanta historia nacional encima, pero viene de una familia con fuerte tradición de resistencia. Por eso estaban tranquilas. Podría entrar en detalles de su captura, pero la escena es la misma: policías, antimotines, fusiles, patrullas y acá se sumaron drones.
La sonrisa de Ana Margarita la vi en un video que grabó momentos antes de que allanaran su casa: “Seguimos en la lucha. Esto es parte del proceso para salir de Daniel Ortega. Aquí nadie se raja. Daniel Ortega se va. Lo vamos a sacar”. No se burlaba. Ana Margarita es la única persona que conozco en el mundo que es incapaz de contener una sonrisa. No sé si son nervios o positivismo.
Ana Margarita fue ubicada en una celda de barrotes frente a la de Suyén Barahona. “Eso me salvó”, dice, “la Suyén es mi mejor amiga desde chiquitas, desde que estábamos en el colegio”. No las dejaban hablar, pero mirarse era un consuelo. Se volvieron expertas en un lenguaje de señas que inventaron.
—Yo creo que desarrollamos telepatía, jajajaja.
—Ana, si sabían que iban por ustedes, ¿por qué no se fueron de Nicaragua?
—Porque ya lo habíamos hablado, el exilio voluntario no era una opción. Llevábamos muchos años trabajando por un cambio en este país, Andrea, ni siquiera un cambio imposible. Solo pedíamos unas elecciones libres, poder hablar con libertad, poder cuestionar. Irnos no era una opción.
—¿No te daba miedo?
—Andrea, yo soy una persona miedosa, jajaja, yo no soy como ellas, yo vivo muerta del susto. Yo caminaba en una marcha aterrorizada, esperando un balazo de francotirador. Pero me asustaba mucho más que le disparara a alguien que yo quisiera, a un ser querido. Había veces que incluso me encerraba en un baño para que se me pasara el miedo y me ponía a reír, alguna vez alguien me dijo que si me reía fuerte la mente se lo iba a creer y el ánimo cambiaba.
—Dudo que te tengas que forzar a reír.
—Eso nunca me lo quitó la cárcel, saberme dueña de mi sonrisa. La cárcel también me enseñó otra cosa: soy miedosa, pero el miedo no me paraliza.
—¿Por qué lo dices?
—¿Sabes lo de Hugo Torres?
—Sí.
—Hugo estaba enfermo y no le daban la atención que requería. Un día estaba en mi celda cuando se escuchó el escándalo. Lo traían colapsado, desvanecido, lo llevaban en una silla de escritorio de rodachines. Era un compañero muy querido. Me paralicé, no hice nada.
—Pero ¿qué podías hacer?
—Gritarle algo, gritarle “Hugo, te quiero”, pero estaba en shock. A los pocos días nos enteramos de que murió en el hospital. Fue muy duro. Él les levantaba el ánimo a todos.
—¿Sentías culpa?
—Tristeza. Cuando me enteré de su muerte, en la noche lo planeé todo. Tenía miedo, pero sabía exactamente lo que iba a hacer. Por la mañana me asomé a los barrotes de la celda y grité: “Hugo Torres, presente, presente, presente”. Volví a gritar: “¡Hugo Torres!” y la Suyén contestó: “Presente, presente, presente”. Volví a gritar: “¡Hugo Torres!” y ya éramos todas gritando: “Presente, presente, presente”. Me sacaron de la celda y me llevaron a la fuerza, pero yo seguí gritando: “¡Hugo Torres!” y muchísimas voces contestaban: “Presente, presente”, presente”. Como castigo me llevaron a una celda preventiva, son chiquitas, ni cuatro pasos se pueden dar dentro. Pasé la noche ahí feliz, el miedo no me paralizó.
Esa noche, Ana Margarita durmió tras las rejas, pero fue una mujer libre: había hecho lo imprescindible.
Hugo Torres, el mítico Comandante Uno fue capturado el mismo día que Suyén Barahona. Antes de su captura grabó un video que circuló en redes sociales. Una parte decía: “Hace 46 años arriesgué la vida para sacar de la cárcel a Daniel Ortega (…) pero así son las vueltas de la vida, los que una vez acogieron principios hoy los han traicionado”.
***
2023: la liberación
“El avión despegó pasada la medianoche, casi vacío. Sentados en una cabina prácticamente vacía, diez funcionarios del Servicio Civil y del Servicio Exterior de Estados Unidos charlaron, escucharon música y trataron de calmar sus nervios. Uno regresó a un asiento para orar. Dos días antes, la mayoría no tenía idea de lo que estaba por suceder. Lance Hegerle, entonces subdirector de Asuntos Centroamericanos del Departamento de Estado, se había acercado crípticamente, invitando a colegas a una misión con los más mínimos detalles: hispanohablantes. Viaje en avión. Pasaporte diplomático. Veinticuatro horas”, así inicia su relato el Servicio Civil y Servicio Exterior de los Estados Unidos en un artículo que publicó con el título “Operation Nica Welcome”.
No era secreto ni clasificado, pero si la noticia de esta operación se hacía pública podría generar reacciones que tumbaran el acuerdo. Solo un círculo muy pequeño tenía todos los detalles de la operación.
—Yo recibí una llamada el domingo antes del operativo. Era de mi jefe que era el encargado de política hacia Nicaragua aquí en Washington. Y me dijo: “Bueno, he trabajado contigo en otras cosas y estoy haciendo un pequeño equipo para hacer una cosa. Pero no te puedo decir qué es la cosa”. Y después de unos días me dijo: “Necesito que tú arregles lo del avión, necesitamos un avión privado y vamos a un país a recoger personas”. Nadie del equipo sabía la cantidad de personas. Éramos unos diez en el equipo del Departamento de Estado y USAID que habíamos tenido experiencias en operaciones así, o habilidad con el español, o trabajo en Nicaragua.
La historia me la cuenta un funcionario del Servicio Exterior de Estados Unidos a quien entrevisté, alguien que estuvo en el avión durante todo el trayecto. Y de la entrevista con el hombre entiendo que lo importante del equipo que llegó en el vuelo desde Washington era generar confianza en las personas que iban a ser liberadas. Estaban presas, llevaban casi dos años encerradas, obviamente llegarían desconfiadas: iban a salir sin idea de su destino, necesitaban rostros amables o rostros familiares que los recibieran.
—Llevábamos un equipo médico que anteriormente nos había acompañado a Afganistán. Y la noche antes de salir, a los médicos, a las azafatas, a los pilotos y a nosotros se nos contó toda la historia: íbamos a Nicaragua a recoger unos presos políticos. Solo unas horas antes del operativo se nos dieron todos los detalles.
El 8 de febrero, a las 11:00 de la noche, el avión Omni Air 767, con capacidad para más de trescientas personas, despegó desde una base naval en Norfolk, Virginia. A las 4:00 de la mañana iba a aterrizar en Nicaragua.
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Todo es bastante sospechoso. Llevan más de diecisiete meses aislándoles del mundo exterior y, de repente, empiezan a recibir visitas en noviembre de 2022 y cada quince días. Ya no los sacan con el uniforme azul que les imponen a los presos de Nicaragua, ni los llevan a esas salas pequeñas en las que les espían y les graban todas las conversaciones, ahora les pasan ropa de civil, les permiten arreglarse para ver a sus familiares, y los llevan a salones que parecen comedores. A veces incluso hay bufet en esas salas.
—¿Entonces, cuándo sospechaste que iban para afuera?
—Ahí mismo, era muy raro. Las visitas se doblaron, ahora estábamos en salones grandes donde podíamos estar con otros prisioneros que también recibían su visita. Nos mejoraron la comida. Eran más amables. Algo estaba cambiando adentro. Yo les preguntaba a mis familiares si sabían algo, pero me decían: “No, Dora, afuera no está nadie hablando de eso, afuera no pasa nada”. Yo insistía en que sí, que íbamos para fuera.
Para Dora María Téllez, Daniel Ortega no tenía ya ningún motivo para tenerlos ahí, ya habían pasado todas las elecciones. Y el costo político de tenerlos encarcelados era más alto. Dora pensó que salían en diciembre. Como si estuvieran conectadas, Ana Margarita empezó a pensar lo mismo y por la misma fecha. Recibía a sus familiares y les preguntaba si sabían algo.
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No saben si son las ocho, las nueve, las diez de la noche. En la cárcel lo primero que se pierde es la noción del tiempo. A nadie le permiten llevar reloj y si un custodio les dice la hora, es castigado. Saben que es tarde porque algunos ya estaban durmiendo, ya les dieron la medicina, ya asearon sus celdas.
De pronto escuchan ruidos, empiezan a abrir las celdas. Pasan en las dos alas, la de hombres y la de mujeres. A todos les entregan la ropa de civil que usan para las visitas y les dicen que se las pongan. Nunca se quitan las chanclas, en las celdas siempre deben llevar chanclas, les piden que se pongan hasta los zapatos. Luego les pasan un bolsa y les ordenan que pongan el uniforme dentro de la bolsa.
Las preguntas son muchas, nadie sabe qué está pasando. Un hombre lleva una lista, prisionero que nombra, prisionero que un carcelero saca de la celda.
Y de pronto empiezan a juntarlos en unas celdas más grandes. Ellas en un ala, los hombres en otra. Dora María Téllez es la única que no está con las mujeres.
Les dan un refresco y un sándwich. Alguna dice: “esto es comida de avión”. Por fin abren las rejas y en manada, comienzan a salir de El Chipote. Ana Margarita está preocupada, mira y mira para todos lados, no ve a Dora. Un oficial lo nota, y en un genuino acto de humanidad, se le para a un lado y con voz baja dice: “Tranquila, ya salió, ya está afuera”.
A la salida de El Chipote hay varios buses. Iban tapados por dentro, con banderas y cortinas. Nadie los podía ver y ellos no podían ver nada. En el primer bus iban las mujeres y al fondo, al ser la primera en montarse, iba Dora María. Las de El Chipote abordan el bus y de pronto empiezan a ver que otras presas, las que estaban en otros centro de detenciones, también se montan.
El bus se llena. Es una locura. Tamara Dávila va en la primera fila, tras el conductor, y una de las muchachas recién llegadas la reconoce. Le dice que le alegra verla bien, luego le cuenta que ella estaba en la cárcel por un post que escribió en Facebook.
La noche del 8 de febrero de 2023 —o tal vez la madrugada del 9, la hora es difícil de establecer—, 222 presos políticos fueron extraídos de diferentes centros de detenciones, La Modelo, La Esperanza, las “casa por cárcel” y El Chipote.
***
Los buses avanzan y las preguntas vuelven: ¿a dónde nos llevan? ¿Nos llevan a La Modelo? ¿Vamos para los juzgados? ¿Nos van a desaparecer? ¿Nos mandan para Cuba o para Venezuela? ¿Nos van a matar en un terreno baldío? ¿Nos sacan para Costa Rica? ¿Nos llevan a que Rosario Murillo y Ortega nos den un sermón?
Quienes pueden ver van haciendo señas. No son los juzgados, ya los pasaron. De pronto los buses giran y muchos conocen el portón que tienen al frente: la Fuerza Aérea de Nicaragua. Pasan una puerta, hay quienes creen que fueron dos, y se detienen frente a otra. Juan Sebastián Chamorro ve aterrizar un avión enorme sobre una pista. Siguen detenidos. Un oficial se monta en cada bus y empieza a entregarles una hoja. Ordena que firmen el papel. Los presos políticos aún tienen las manos esposadas.
En el bus de las mujeres Dora María recibe la primera hoja. El papel dice algo así: “Yo, espacio en blanco, acepto irme voluntariamente a, espacio en blanco”; en algunas hojas está escrito Estados Unidos, pero no son todas. Dora siempre se ha prometido no ir al exilio de manera voluntaria. Lo recuerda mientras lee ese papel. Levanta la cabeza, mira hacia al frente. Ana Margarita, Suyén, Tamara y otras mujeres, la miran expectantes. Ninguna va a firmar si ella no firma. Las opciones son dos y lo aclara la oficial: o aceptan, o vuelven a la cárcel. Dora comprende que decide por la vida de otras. Lo imprescindible ahora es firmar. Firma. Todas lo hacen.
¿Libertad a costa de qué? La tortura acaba, pero inicia el destierro. Una gota de miel y otra de hiel bajando al mismo tiempo por la garganta.
***
—La idea era salir de Nicaragua antes de que saliera el sol para no generar mucha noticia. Pero llegamos al aeropuerto y no había nadie. Llegamos a la parte de los militares, pero no vimos al gobierno, vimos al equipo de la embajada —el funcionario del Servicio Exterior de Estados Unidos, el que estuvo en el avión, se refiere al aeropuerto de la fuerza aérea.
—¿No había nadie en la pista?
—No vimos a nadie. Por un momento pensamos; ¿Es un truco? Pero después de unos minutos llegaron un bus y unos carros de la policía.
El funcionario, al que llamo y llamaré así porque me pidieron no dar su nombre, no recuerda cuántos buses eran porque no llegaron todos a la vez. Las personas bajaban del bus, les quitaban las esposas o las bridas, y se acercaban a un puerto improvisado que estaba al lado de las escaleras del avión. Ahí estaban seis personas que hacen parte del personal de la embajada, con unas cajas que parecían estar sobre el suelo y en ella había 224 pasaportes nuevos. Prisioneros y prisioneras no entendían muy bien que ya no lo eran. La gente no entendía nada.
—Estaban muy sorprendidos, no sabían qué iba a pasar. Al inicio hubo una tensión. Ellos recibieron la noticia ahí de que debían decidir si quedarse o salir hacia Estados Unidos. No sabían si podían volver y…
—…
—No era nuestro trabajo, pero queríamos explicarles con detalle lo que pasaba y lo que implicaría para ellos, para sus familias y para su lucha… Pero era difícil, muchas eran personas que habían luchado por su país durante años. De verdad, la decisión para muchos fue difícil. Había un sentimiento de tristeza, se separaban de sus familias y no sabían si podrían volver. Pero una vez que subieron al avión y vieron a otros presos, el sentimiento cambió. Se sentía tanta fiesta que a las azafatas les era difícil calmarlos.
—¿Hubo tensiones en el aeropuerto entre las personas del bus y la fuerza pública? Lo pregunto porque en el texto que publicaron sobre la operación mencionan algo.
—La verdad, yo solo recuerdo un momento, y fue cuando un pasajero estaba subiendo las escaleras del avión. Cuando llegó arriba se volteó y le gritó algo a la policía, no se entendió bien, pero un compañero diplomático lo metió rápido al avión. La situación tenía que mantenerse controlada porque cualquier cosa la podía afectar.
Lo que gritó el hombre que menciona el funcionario fue: “¡Viva Nicaragua Libre!”, hay testigos que sí lo recuerdan.
La lista que había enviado el gobierno nicaragüense la tenía el equipo de la embajada, el funcionario contaba con una copia. Y así inició el abordaje. El personal de la embajada hizo el check in en tierra, con la lista original y repartiendo los pasaportes, y el funcionario junto al equipo del avión verificaba. El hombre cuenta que revisaron varias veces:
—Estábamos como, ok, tenemos esta persona, tenemos esta persona, dónde esta persona, y para verificar que todos abordaran el avión nos tomó mucho tiempo. Ahí nos dimos cuenta de que una persona no bajó del bus, y no tuvimos la oportunidad de hablar con él, pero no era el obispo.
El hombre al que el funcionario se refiere es Fanor Alejandro Ramos, el presidente Daniel Ortega lo nombró en el discurso que dio tras la liberación. Según la plataforma “Nica libres ya”, es un hombre que trabajó veinticinco años en la Policía Nacional de Nicaragua, fue oficial de brigada especial, profesor de tiro y seguridad, y jefe de la tercera sección del departamento de tácticas y armas policiales de instrucción de rescate de la Dirección de Operaciones Especiales (DOEP). Su especialidad: francotirador. La plataforma cuenta que, durante las protestas de 2018, Ramos se negó a ser reclutado “para reprimir a las personas autoconvocadas que se oponían al régimen autoritario de Daniel Ortega y Rosario Murillo”. Después de eso se exilió con su familia. En 2019 regresó al país, la policía lo capturó, dijeron que le habían encontrado 368 kilos de cocaína, le montaron un proceso y lo condenaron a ocho años.
La otra persona que decidió no abordar el avión fue monseñor Rolando José Álvarez, el religioso que más fuerte condenaba el autoritarismo y la represión de los Ortega-Murillo. El clérigo más perseguido en el hostigamiento que inició contra la Iglesia el gobierno de Nicaragua.
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El avión, por fin, llegó a buen puerto. Pero antes de aterrizar y de manera exprés, la Asamblea Nacional de Nicaragua se reunió para reformar el artículo 21 de la Constitución, que regula la nacionalidad nicaragüense, y declaró apátridas a quienes acababan de llegar a Washington. ¿Los cargos? “Traidores a la patria”; ¿las consecuencias? Les privaron arbitrariamente de la nacionalidad.
Al día siguiente, el 10 de febrero, España ofreció la nacionalidad a las 222 personas que iban en ese vuelo humanitario. Después se unieron otros países: México, Chile, Colombia. Los prisioneros y las prisioneras que se opusieron al régimen de los Ortega-Murillo obtuvieron la libertad física, la libertad de conciencia nunca se las lograron capturar. No me cabe duda, seguirán resistiendo, aunque les toque hacerlo por fuera de Nicaragua: el escritor John Dos Passos ya lo escribió: “Podéis arrancar al hombre de su país, pero no podéis arrancar el país del corazón del hombre”.
En cuanto a ese vuelo imposible, hay que decir una cosa con claridad: fue un conjunto y acuerdo de voluntades el que logró la libertad de estos rehenes. Mucha gente dice que “fue un milagro”, lo dijo Ortega, lo tituló la prensa, lo dicen algunos liberados y sus familiares. Lo llaman “milagro”. Yo lo llamo diplomacia. Diplomacia en contextos hostiles, eso es lo imprescindible.
*Esta crónica fue escrita para el medio digital nicaragüense DESPACHO 505.
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