—Oiga, Eualde —le dijo uno de los soldados victoriosos con el pitillo del jugo entre la boca—, yo con usted tengo una cuenta pendiente.
Eualde lo miró como un cura, como si le dijera a ver, hermano, qué pesa sobre tu pecho.
—Es que yo lo vi el otro día en la ceremonia de su nacionalización, y cuando le preguntaron en qué ciudad de Colombia quería quedar registrado, usted dijo que en Tumaco.
—Y sí, boludo, es que yo me siento de Tumaco —explicó el argentino con una mano en el pecho.
—Pero usted es blanco como una luna, papito —arguyó sonriendo el soldado, que era negro como un sol.
—Y, bueno, todos somos de un color, ¿no? Pero justo de eso se trata la renacionalización, es decir, si uno puede elegir de qué país quiere ser, me parece natural que deba poder elegir también de qué ciudad —explicó el argentino.
—¿Pero alguna vez ha estado en Tumaco? —preguntó el soldado más entretenido que ofendido.
—Y bueno, che, estar, de algún modo he estado, quizás no presencial, pero espiritualmente yo siempre estoy en Tumaco, estoy con la gente de Tumaco, si querés.
El soldado miró con asombro que los demás asentían interesados por el argumento espiritual y soltó una carcajada a manera de rendición.
—¿Y vos, Nico, qué hacés acá? —me preguntó girándose Eualde.
—Ya me iba —le dije guardando mi espátula y mirando al viejo.
—Bueno, mañana entonces vemos qué dicen en producción y seguimos pensando —me rescató el viejo.
—Ah, vale, gracias —le dije y solo cuando oí las risas de los soldados me di cuenta que había salido por la misma ventana por la que había entrado.
En la esquina de la 24 saqué otro CrimiFast y me volví a trepar a la circunvalar, hacia el otro lado. Ya había bastantes carros y la mañana había perdido su calidad literaria, y entonces asomé una pierna por la puerta del CrimiFast y me fui rozando el pavimento con la suela a lo largo de las curvas lentas. En una parte había una construcción al borde de la calle con unas vallas de lata salidas que me habrían rebanado un pie si lo meto debajo, y guardé la pierna en el carro furioso conmigo mismo. Qué estoy haciendo, pensé, qué putas estoy haciendo.
Al llegar a la bajada de la calle 59 decidí bajarme por ahí, donde parecía haber menos tráfico. La calle es muy empinada y tuve que apretar tan duro el freno para no ganar velocidad que pensé que se iba a romper. Al llegar a la Séptima no nos dejaron doblar porque había ciclovía, y en la Décima tampoco, no sé por qué. Había una valla. Pensé doblo por la 13, y cuando ahí también había policía cerrando el paso me asusté: el barrio que seguía era literalmente el barrio de mis pesadillas, en el que me habían atracado varias veces en la vida real y muchas veces más en los sueños. Es una de esas calles que la ciudad ya le regaló al crimen, de las que ya nadie trata de salvar. Los atracadores que trabajan ahí saben adivinar por qué lado vas a tomar, y te alcanzan caminando aunque corras. Nunca se exaltan, siempre van tranquilos en sus chaquetas de cuero. No sacan cuchillo, no quieren tu billetera. Quieren charlar. Quieren preguntarte cosas, empiezan con qué haces ahí solita por el bosque y cuando te dicen eso te sonríen. Entonces te ofrecen ayudas, te dicen que si estás perdido te sacan del barrio, que si tienes sed te llevan a tomar algo. Cuando los rechazas se ríen y siguen caminándote detrás, te dicen que no estés nervioso. Entonces te señalan una tienda de ropa, una librería: en esa hay cidís baratos, ¿está buscando cidís? Tampoco puedes rechazarlos mucho porque entonces les cambia la cara: ¿me vio cara de ladrón o qué? Y ya no sonríen. Te disculpas, te tienes que disculpar, dices que no, que vas apurado, estresado. Entonces sonríen otra vez, mientras caminan a tu lado para donde sea que vayas, en cualquier dirección, y ahí te susurran: ¿quiere chicas?
A metros de la 18, donde empieza el infierno ese, clavé el acelerador del CrimiFast dispuesto a pasar en rojo, y el carro se me bloqueó. Desaceleró en vez de acelerar y se orilló en el andén sin que yo lo maniobrara. Se prendió una luz roja en el tablero que decía Límite de área. Y entonces, una voz: has llegado al límite de área. Metí reversa para dar la vuelta, ya veía a los enchaquetados desde lejos. Has llegado al límite de tiempo, sal del vehículo. ¡Hijueputa!, le grité al robot. Saqué el celular para comprar otra media hora. Estaba muerto. La puerta del CrimiFast se abrió sola.
Los policías ya habían acordonado la calle detrás de mí y no estaban dejando pasar gente, y entonces hice lo que ya había hecho un par de veces en la vida real y cientos de veces en sueños cuando por error desembocaba en esa calle: correr. Corriendo a todo pulmón no hay lugar para que te charlen los enchaquetados, te pueden ver el miedo en la cara pero también saben que sabes quiénes son y dónde estás. Corrí como tres calles en subida, los pantalones se me escurrían y tenía que agarrarlos por el cinturón para tenerlos arriba. Corría a lo que me daban las piernas y aunque no podía evitar mirar a los lados en busca de enchaquetados, no los vi; por lo menos no a uno cerrándome el camino, que era lo que me daba miedo. La siguiente calle estaba llena de árboles y la sombra me alivió, pero no dejé de correr. Incluso era lindo, el barrio, con casitas de ladrillo y tejas rojas.