Número 132 // Diciembre 2022

Incentive / Incienso

Por MATÍAS GODOY
Ilustraciones de Sebastián Cadavid

Ya no me acuerdo a cuenta de qué crimen contra mí o contra la audiencia ni en qué mezcla de insomnio y soledad es que había decidido una medianoche que el presidente de RCN tenía que morir. A la madrugada, ya bañado y armado con bastantes cosas que en ciertos contextos podían ser armas, apuré un té con leche y salí en uno de esos carritos solares que ahora te alquila la ciudad, como las bicicletas, y que parecen diseñados expresamente para el crimen. Para facilitarle la vida al criminal. Indistinguibles, intercambiables y propiedad de nadie. Es raro que no se llamen RapiCrime, o CrimiFast, como todo en esta ciudad aspirante a gringa y sin alma. Saqué un CrimiFast y me trepé por la 76 para subir a la Quinta y seguir por la circunvalar. No estaba seguro de que el carrito fuera capaz de trepar, pero trepó. Estaba linda la circunvalar vacía, el aire helado.

No se me ocurrió por el camino por qué no mataba a alguien más. Es decir —pero esto se me ocurre ahora— que si ya estaba dispuesto a chuparme las consecuencias de matar a un pez gordo como ese, de morir en el intento o peor aún de acabar en la cárcel, por qué no mataba de una vez al de la República y de verdad les hacía un favor a mis conciudadanos, o al del Congreso, o al de la Corte Suprema, o al de Pepeganga. Supongo que incluso en ese desamparo inmarcesible en que me hallaba y a pesar del abandono institucional del que había sido víctima toda la vida todavía me consideraba un artista, y por lo tanto me correspondía un asesinato —de tomar por esa ruta— en el campo cultural.

Después de darle dos vueltas al edificio de RCN decidí que una entrada estilo Matrix no iba a ser posible con el arsenal que traía en la maleta, casi todo de repostería, y entonces me colé por una ventana trasera que estaba abierta y que me tiró a un sótano grande casi todo usado como taller de utilería. Entre las hileras de vestidos colgando de perchas y de paredes llenas de cajoncitos vi a un viejo con barba de lana y cara de chivo haciendo inventario. Me le fui callado por detrás y le puse una espátula debajo de la mandíbula. Quieto ahí. El viejo se sobresaltó un poco, pero no se descuajeringó: ya lo habían atracado antes, y estaba dispuesto a transar. Le dije que no venía por él, que venía por las vacas gordas, y me miró sin asombro. Casi como si yo no fuera el primer artista vengador que pasaba por su taller. Empecé a decirle algo y los audífonos de balaca que tenía puestos empezaron a alumbrar con luces rojas: disculpe, joven, me toca contestar. Aló. Sí, señora, ya le busco. ¿Bata sueltica o bata de amarrar? Ah, de baño, bueno. Se fue por las hileras del vestuario buscando la prenda indicada y yo me le fui detrás. Es para una telenovela que están haciendo ahora sobre los venezolanos, me explicó eligiendo de entre la ropa una camisola azul y extendiéndola entre sus manos para verla. Esta sirve. No me aguanté: eso no es una bata, le dije, es una camisa. Ay, joven, me dijo con una sonrisa de profesional. ¿Usted cree que yo aquí puedo tener todas las prendas del mundo? Aquí lo que yo hago es transformar, y dejando la camisa sobre una mesa de sastre se puso a elegir entre unos rollos de tela. Sacó uno del mismo azul de la camisa y lo soltó como a un muerto sobre la mesa. Me toca coger las tijeras, me dijo pidiendo permiso, pero yo me demoré en entender. Digo, para que no se vaya a sobresaltar usted, son tijeras grandes. Coja las tijeras, le dije. Los audífonos volvieron a alumbrar, y de repente me entró miedo de que ese viejo tan relajado aprovechara la siguiente comunicación para boletearme. Me avisa cuando vaya a contestar, le advertí. Yo le aviso, me dijo como con desilusión. ¿Puedo seguir? Siga, siga.

Pasé un buen rato viendo cómo el viejo transformaba una prenda en otra como un mago, pasaba dos telas por la máquina de coser y salía un cuello de guirnaldas, pasaba dos mitades de chaleco viejo y salía un corsé del siglo XVIII, y me pareció hermoso ese oficio con limitaciones reales, de la vida real, órdenes, tiempo y medios limitados, como el arte religioso, en el que la concepción corre por cuenta de alguien más y entonces la obra es popular por definición, y solo el obrar es del artista, no la obra, el verbo, la actividad y no el objeto valorable en un mercado, la mercancía.

En esas se oyeron voces de veinte o treinta personas entrando al taller y al segundo entraron veinte o treinta militares como recién llegados de una batalla. El viejo me miró esta vez casi con rabia, como regañándome. Le hice gesto de ni una palabra, cucho, mientras sentía que se me iban el aire y la sangre y las ideas, y entonces me miró con desespero. Saludó a los volvientes del combate, cómo les fue jóvenes, y empezó a recibirles los fusiles de juguete y ponerlos en una canasta. Entre ellos venía uno vestido de gomelo que podía ser el galán o el jefe paraco, y que me saludó en argentino. Che, Nico, cómo andás. Le hice cejas pero no las vio, siguió de largo rodeado de sus huestes y se sentaron en una terraza ahora soleada con juguitos de cartón. El viejo me preguntó: ¿viene por él?, él es buena gente. No, no, le dije, a ese lo conocí el otro día en una fiesta en el Odeón, ¿cómo es que se llama? Víctor Eualde, dijo el viejo. Ah, sí, Eualde, dije y al decirlo se me vino la imagen del argentino metiéndose un pase en el baño del Odeón con Camila la de la cinemateca, y pensé que en realidad también podría matarlo a él, también servía.

—Oiga, Eualde —le dijo uno de los soldados victoriosos con el pitillo del jugo entre la boca—, yo con usted tengo una cuenta pendiente.

Eualde lo miró como un cura, como si le dijera a ver, hermano, qué pesa sobre tu pecho.

—Es que yo lo vi el otro día en la ceremonia de su nacionalización, y cuando le preguntaron en qué ciudad de Colombia quería quedar registrado, usted dijo que en Tumaco.

—Y sí, boludo, es que yo me siento de Tumaco —explicó el argentino con una mano en el pecho.

—Pero usted es blanco como una luna, papito —arguyó sonriendo el soldado, que era negro como un sol.

—Y, bueno, todos somos de un color, ¿no? Pero justo de eso se trata la renacionalización, es decir, si uno puede elegir de qué país quiere ser, me parece natural que deba poder elegir también de qué ciudad —explicó el argentino.

—¿Pero alguna vez ha estado en Tumaco? —preguntó el soldado más entretenido que ofendido.

—Y bueno, che, estar, de algún modo he estado, quizás no presencial, pero espiritualmente yo siempre estoy en Tumaco, estoy con la gente de Tumaco, si querés.

El soldado miró con asombro que los demás asentían interesados por el argumento espiritual y soltó una carcajada a manera de rendición.

—¿Y vos, Nico, qué hacés acá? —me preguntó girándose Eualde.

—Ya me iba —le dije guardando mi espátula y mirando al viejo.

—Bueno, mañana entonces vemos qué dicen en producción y seguimos pensando —me rescató el viejo.

—Ah, vale, gracias —le dije y solo cuando oí las risas de los soldados me di cuenta que había salido por la misma ventana por la que había entrado.

En la esquina de la 24 saqué otro CrimiFast y me volví a trepar a la circunvalar, hacia el otro lado. Ya había bastantes carros y la mañana había perdido su calidad literaria, y entonces asomé una pierna por la puerta del CrimiFast y me fui rozando el pavimento con la suela a lo largo de las curvas lentas. En una parte había una construcción al borde de la calle con unas vallas de lata salidas que me habrían rebanado un pie si lo meto debajo, y guardé la pierna en el carro furioso conmigo mismo. Qué estoy haciendo, pensé, qué putas estoy haciendo.

Al llegar a la bajada de la calle 59 decidí bajarme por ahí, donde parecía haber menos tráfico. La calle es muy empinada y tuve que apretar tan duro el freno para no ganar velocidad que pensé que se iba a romper. Al llegar a la Séptima no nos dejaron doblar porque había ciclovía, y en la Décima tampoco, no sé por qué. Había una valla. Pensé doblo por la 13, y cuando ahí también había policía cerrando el paso me asusté: el barrio que seguía era literalmente el barrio de mis pesadillas, en el que me habían atracado varias veces en la vida real y muchas veces más en los sueños. Es una de esas calles que la ciudad ya le regaló al crimen, de las que ya nadie trata de salvar. Los atracadores que trabajan ahí saben adivinar por qué lado vas a tomar, y te alcanzan caminando aunque corras. Nunca se exaltan, siempre van tranquilos en sus chaquetas de cuero. No sacan cuchillo, no quieren tu billetera. Quieren charlar. Quieren preguntarte cosas, empiezan con qué haces ahí solita por el bosque y cuando te dicen eso te sonríen. Entonces te ofrecen ayudas, te dicen que si estás perdido te sacan del barrio, que si tienes sed te llevan a tomar algo. Cuando los rechazas se ríen y siguen caminándote detrás, te dicen que no estés nervioso. Entonces te señalan una tienda de ropa, una librería: en esa hay cidís baratos, ¿está buscando cidís? Tampoco puedes rechazarlos mucho porque entonces les cambia la cara: ¿me vio cara de ladrón o qué? Y ya no sonríen. Te disculpas, te tienes que disculpar, dices que no, que vas apurado, estresado. Entonces sonríen otra vez, mientras caminan a tu lado para donde sea que vayas, en cualquier dirección, y ahí te susurran: ¿quiere chicas?

A metros de la 18, donde empieza el infierno ese, clavé el acelerador del CrimiFast dispuesto a pasar en rojo, y el carro se me bloqueó. Desaceleró en vez de acelerar y se orilló en el andén sin que yo lo maniobrara. Se prendió una luz roja en el tablero que decía Límite de área. Y entonces, una voz: has llegado al límite de área. Metí reversa para dar la vuelta, ya veía a los enchaquetados desde lejos. Has llegado al límite de tiempo, sal del vehículo. ¡Hijueputa!, le grité al robot. Saqué el celular para comprar otra media hora. Estaba muerto. La puerta del CrimiFast se abrió sola.

Los policías ya habían acordonado la calle detrás de mí y no estaban dejando pasar gente, y entonces hice lo que ya había hecho un par de veces en la vida real y cientos de veces en sueños cuando por error desembocaba en esa calle: correr. Corriendo a todo pulmón no hay lugar para que te charlen los enchaquetados, te pueden ver el miedo en la cara pero también saben que sabes quiénes son y dónde estás. Corrí como tres calles en subida, los pantalones se me escurrían y tenía que agarrarlos por el cinturón para tenerlos arriba. Corría a lo que me daban las piernas y aunque no podía evitar mirar a los lados en busca de enchaquetados, no los vi; por lo menos no a uno cerrándome el camino, que era lo que me daba miedo. La siguiente calle estaba llena de árboles y la sombra me alivió, pero no dejé de correr. Incluso era lindo, el barrio, con casitas de ladrillo y tejas rojas.

¡Oiga!, me gritaron, ¡gomelo! Miré al piso y seguí corriendo, aunque me di cuenta que corría hacia la voz. ¡Oiga! Miré arriba y encontré a un niño subido en una plaza alta que bordeaba la calle inclinada en escalón. Un niño con una hoja de papel. ¿Qué quiere decir incent?, me gritó entre desesperado y risueño mientras me veía venir subiendo. Detrás de mí aparecieron tres mujeres corriendo también, pisándome los talones. Una tenía un saco amarrado a la cintura y me sorprendió verles ropa deportiva, estaban haciendo deporte. ¡Oiga, mona!, le gritó el niño a la mujer del saco y volteamos a mirarnos al tiempo. Aguantaba. Pensé que de pronto el barrio había cambiado desde la última vez que estuve, o de otro modo no habría gomelas haciendo jogging por ahí. Tampoco ellas le respondían al niño ni paraban de trotar, y entonces se me ocurrió que habían salido las tres para acompañarse un poco, que el barrio se habría saneado pero no era para arriesgarse.

¿Qué quiere decir incenk?, gritaba el niño ya descreído de que siguiéramos ignorándolo estando tan cerca. Lo teníamos encima, parado en el borde del muro con el papel en la mano. Entonces la mujer disminuyó la velocidad y girándose le sonrió: ¿incenk? El niño bufó frustrado, y revisó el papel: incent, incenk. La mujer miró a sus amigas y les dijo: ¿puede ser iniciativa, incentivo?, no sé. Obvio que no, le dijo la amiga. El niño estaba confundido, me miró a mí. ¿No será incense?, le dije yo alternando miradas con la mujer del saco amarrado que ya de cerca resultó ser una mamasita importante. Ah, puede ser, me dijo, ya trotando al lado mío, sonriéndome, y se giró y le gritó al niño: ¿es incense con s?”. ¡Que sí!, gritó el niño con desespero. ¡Significa incienso! ¿Qué? ¡Incienso!, le grité yo, el palito ese que prenden para que huela rico. Ah…, dijo el niño no muy convencido, y se fue.

La mujer me sonrió como invitándome a hablar, trotando los dos lado a lado. Qué putas, le dije. Tarea de inglés, me contestó con sonrisita inteligente de película, no creo que en este barrio tengan mucha gente que habla inglés a quién preguntarle. ¿Y entonces salen a la calle a buscar gomelos?, le pregunté. Es que aquí al lado ya empieza Chapinero, explicó. Ah, le dije.

Trotamos un rato juntos aunque no estábamos haciendo lo mismo, ella trotaba por deporte y yo corría por mi vida, y sin embargo nos veíamos igual. Yo pensé que de pronto ella había pensado que yo también había salido a trotar, pero yo iba en jeans y saco de lana, y tenía que tenerme los pantalones para que no se cayeran. Al rato me señaló un grafiti azul en la pared. ¿Sabes de quién es ese? No sabía. Lo miré un buen rato y pensé que debía saberlo, seguro era de algún grafitero conocido, pero no lo supe. Le hice que no. Ella me sonrió como diciendo ah, entonces nada. Y yo seguía trotándole al lado, con las amigas detrás, pensando que no quería que se acabara ese juego improvisado entre los dos, que quería seguir jugando.