Número 137 // Diciembre 2023

El viaje del hincha

Por CAROLINA CALLE
Ilustraciones de Nicolás Torres Victoria

Era el hombre más feliz en una ambulancia. Aunque no estaba enfermo, Diego iba en la parte de atrás con urgencia, con ansiedad de volver a Medellín después de diez años de lejanía. Mientras salía del desierto, pensó que era un tipo afortunado. Pocos entran y salen ilesos de la prisión más temida de Colombia. Al penal de Valledupar lo conocen como “la cárcel del cuchillo”, le dicen la Tramacúa, la Gorgona del siglo XXI. Salir sano y salvo de allá es una hazaña.

Cuando le notificaron que quedaba en libertad condicional, contuvo la felicidad para evitar una implosión. Le tomaron las huellas, las firmas, las fotos y, como solo había una ambulancia disponible, el comandante del establecimiento le pidió al conductor del vehículo que lo llevara a la terminal de transportes. Después de cruzar todas las puertas del perímetro de seguridad, Diego en sus adentros le gritó a ese sitio: “¡Hasta nunca, Tramacúa!”. Y salió victorioso de esa mole gris clavada en esa esquina perdida del país.

En la terminal de transportes de Valledupar reclamaría un giro que le hizo su familia y con ese dinero compraría los pasajes para regresar a su tierra. Le esperaban más de doce horas de carretera, casi 750 kilómetros. Llevaban diez minutos de camino cuando el conductor de la ambulancia frenó de repente, lo rodearon un par de motocicletas y cruzó algunas palabras, números y códigos con varios uniformados.

—¿Para dónde va? —preguntó Diego perplejo cuando notó que el hombre al volante estaba reversando.

—Me dieron la orden de regresar —respondió el conductor. Diego quedó frío en esa hoguera. No podía ser. Ya se había despedido del presidio y en cuestión de minutos estaba de vuelta, otra vez la Tramacúa estaba abriéndole sus rejas. “Dios mío bendito, no lo puedo creer. ¿Qué es esto?, ¿qué pasó?, ¿ahora qué hice”. Lo sacaron de la ambulancia y lo metieron a un calabozo. Nadie le daba respuestas. Para no perder la razón en esa espera, empezó a rezar el rosario. “Dios te salve, María, llena eres de gracia…”; oraba a media voz con los ojos cerrados para disipar tanta angustia.

***

Cuando era joven recibió propuestas del Ejército, de la Iglesia o del combo del barrio. En esa época, Diego encontró su lugar en la tribuna. Solo quería entregarse a un escudo, a una bandera verde y blanca, a su equipo verdolaga. Gracias al fútbol conoció la pasión, la fe, la aventura, la amistad, otra familia. Sintió por fin que pertenecía a algo, que era miembro de un espacio que lo esperaba cada semana. Asimismo, conoció en vivo y en directo, de frente y por la espalda, la violencia, la droga, el exceso. Se sentía como un toro de lidia, no podía ver nada rojo porque tomaba impulso, corría, embestía. Desbocado, reactivo, feral. Convertía cualquier espacio en un ring de pelea. Se hizo hincha del insulto, de la revancha, del puño. De los viajes solía volver con un ojo cerrado, con el pómulo morado, con la camisa rota o manchada de sangre, con una navaja escondida por si acaso.

El fútbol le programaba su tiempo. El Atlético Nacional era su punto de partida y su meta. Antes de ser barrista, Diego soñaba con ser marinero, navegar océanos, contemplar horizontes, andar de puerto en puerto. Pero a los quince conoció el estadio; a los diecisiete, la marihuana; a los veinte, la navaja; a los veinticinco ya era pirata. Así les decían a los integrantes del grupo más desadaptado a finales de los noventa. Lo conformaron los expulsados de todas las barras que formaban parte de la tribuna sur.

Diego terminó el colegio y trabajó como aseador de sofás, mecánico, mensajero, en oficios varios. Los empleos los perdía por ausente, por ebrio. Su prioridad era el Verde. Era tanta su fiebre que empezó a viajar para verlo jugar de visitante. Como no tenía dinero para financiar las excursiones, aprovechaba los peajes para montarse al escondido a mulas, camiones, planchones, containers, jaulas…: cualquier vehículo del cual pudiera colgarse.

El siglo XXI lo cruzó viajando. Su primera travesía en mula la hizo a Pasto en el 2000. Así conoció Neiva, Bogotá, Santa Marta, Barranquilla, Bucaramanga, Armenia, Pereira, Manizales, Ibagué, Cali, Cúcuta, Tunja, Tuluá, Villavicencio, Barrancabermeja, Montería. Después de un periplo por Cartagena no pudo volver a salir, a gritar gol desde una gradería, a jugar con el mar, a casar peleas, a contar estrellas, a sentirse dueño de la carretera. La última década la pasó quieto, encerrado en dos prisiones. Tres años en Antioquia, siete en el Cesar.

***

Iba en el tercer misterio del rosario cuando un dragoneante interrumpió a Diego.

—Carmona, vamos, venga, yo lo llevo.

Le explicó que se había presentado una emergencia en un patio y necesitaban la ambulancia para un reo rebosado de sangre y con pocos signos vitales. Esta vez salió en moto y no se despidió de la cárcel, no le dijo adiós. Por prudencia, por miedo de tener que volver. Cuando por fin llegó a la terminal de transportes, la empresa de giros estaba cerrada. Le tocó esperar a que fuera el día siguiente para reclamar la plata y poder comprar el pasaje a Medellín.

Pensó en devolverse en mula, como en los viejos tiempos.

Cuando viajaba pegado de camiones, tenía que estar pendiente de cada segundo. Muchos compañeros perdieron la vida en el camino. A algunos los levantó un árbol, a varios los venció el sueño y los tumbó una curva, otros cayeron porque iban ebrios, algunos se tiraron en medio de un vuelo alucinógeno, a bastantes los acuchillaron otros hinchas viajeros. Ya no era ese joven de las aventuras. Lo que otrora era vértigo en ese instante era un riesgo que no valía la pena correr.

Ya no era el necio, la plaga, la papeleta, el buscapleitos, el hincha del Atlético Nacional que recorrió el país de estadio en estadio sin un peso, montando en mula, aguantando hambre, frío, peligro, sueño. Ese hombre de 35 años ya no era el mismo joven de ojos negros y pestañas largas que fue capturado el 13 de octubre de 2009.

***

El día que Diego condenó su futuro tenía puesta una gorra con el escudo del Atlético Nacional. En la cuadra de su barrio había otro hincha del Verde. Su carácter tenía mala fama, lo apodaron el Flaco. De él se decía que le pegaba a la mamá. La primera vez que lo vio fue en la mitad de la calle dándole patadas a una señora. Diego lo interrumpió con una seguidilla de golpes. Desde esa paliza, el Flaco lo buscaba con ánimo de bonche, en busca del desquite. Le mandaba razones, que la venganza era dulce como el aguardiente. Y como Diego se mantenía viajando casi nunca se lo encontraba. Pero cuando coincidían Diego lo ahuyentaba con temeridad, siempre estaba preparado para sacar pecho, mover la cabeza y palmotear. “¿Qué hubo?, ¿qué?, ¿qué quiere?, ¿qué se le perdió?”. El Flaco siempre se retiraba con una mirada de amenaza. Un domingo, Día del Padre, Diego llegó a la tienda de la esquina. Traía tos de tanto aguantar frío en la carretera.

—Por ahí está el Flaco buscándolo todo loco desde anoche —le advirtieron los vecinos.

—Ah, qué pereza, en un rato me abro —respondió.

Al mediodía apareció el Flaco en la esquina. Diego estaba sentado en la acera, junto a la puerta de una casa. El Flaco pasó por la calle del frente. Le ladró con la mirada, Diego le respondió con la suya, el Flaco se acercó escoltado por dos acompañantes que lo alentaban como a un gallo de pelea. Diego le soltó esta provocación: “¿Ya está decidido?, ¡hágale!, ¡dele!, ¡con toda!”.

Mientras cruzaba la calle, el Flaco sacó un cuchillo de cocina. Diego esquivó el primer golpe afilado con los tenis. Se paró y logró meterse en la tienda. Allá encontró refugio, los vecinos hicieron una barrera. Hubo un cruce de insultos, de afuera hacia adentro y viceversa. “Salga, deje de esconderse”, gritaba el Flaco, hasta que se cansó de esperar y partió.

“Ya se fue, déjenme salir”, les dijo Diego a los que estaban en la tienda escudándolo. Apenas salió escuchó un grito que rompió el aire: “¡Cuidado!”. El Flaco estaba escondido, atento a su salida, iba directo a su espalda. Diego corrió. Se quitó la camisa, la envolvió en la mano, sacó su navaja y comenzó el duelo. El Flaco le tiraba y Diego le respondía. Ambos estaban calientes, las gotas de sudor y de sangre se las tragaba el asfalto. El Flaco lanzó un puntazo, Diego lo esquivó; el Flaco hizo un contragolpe, Diego lo rechazó, y, antes de otro movimiento ofensivo, Diego sacó un derechazo que le llegó directo al corazón. El Flaco lo miró, blanqueó los ojos y cayó bocabajo. En ese momento todo el corrillo se dispersó. Los escoltas del Flaco huyeron. Diego salió de la escena del crimen que había protagonizado. Entró a su casa tembloroso, se fue para la terraza. Lavó la navaja y la escondió entre un ladrillo del tejado. Empezó a fumar, a caminar de un lado a otro, tenía taquicardia, los pensamientos revueltos, no sabía qué hacer. La mamá de Diego subió llorando.

—¿Qué hiciste, Diego León?

—Nada, ma.

—¿Qué hiciste, Diego León?

—Relájese, tranquila. Yo no hice nada.

—Y si no hiciste nada, ¿por qué un policía vino a preguntar por vos?

—¿Qué?… Dígale que no estoy.

Su primer reflejo fue saltar al tejado y escaparse de techo en techo. Hasta que encontró un árbol, se trepó y ahí se quedó hasta que llegó la noche. “¿Estará vivo o muerto?”, pensaba. “Era su vida o la mía”, intentaba convencerse. “Me calenté”, “si no es con la autoridad, es con los del barrio”, “qué güiro tan hijueputa”, “me tengo que volar”. Y en esas horas de turbulencia planeó el itinerario de su fuga. Así como la primera vez que viajó sin un peso, se iría en mula hasta Pasto, cruzaría el puente internacional de Rumichaca, pasaría la frontera hacia Ecuador, luego a Perú y de ahí se perdería en una selva a vivir con chamanes unos años, mientras pasaba la calentura. No se escapó en ese momento porque estaba sin camisa, con cachucha, pantaloneta, sin billetera, salpicado por sangre ajena.

Regresó a la casa como un gato por el tejado. Ya era de noche. Entró a su habitación empinado, empacó en una tula una muda de ropa, agarró la billetera. Volvió a subir a la terraza. Ya estaba listo para volarse. Pero tanto silencio, tanta oscuridad, tanta soledad lo detuvieron. Bajó las escalas de nuevo. Entró con sigilo a la pieza de su hermana, después a la de sus padres, y no encontró a nadie. Era extraño tanto vacío. Se asomó a la sala y en el pasillo encontró la silueta de un cuerpo tirado. Era su mamá sobre el piso. Soltó su equipaje. Corrió hacia ella, le gritó, la movió, le dio golpes en el pecho como si fuera un salvavidas. Sintió terror. Volvió a gritarle, a moverla, a suplicarle que reaccionara. Hasta que abrió los ojos.

—Ma, ¿qué le pasó? —le preguntó nervioso. Ella solo lo abrazó y empezó a llorar.

—¿Qué hiciste, Diego León? —le reclamó al oído—. ¿Qué hiciste?

Diego guardó silencio.

—¡Entréguese!, ¡por favor!, ¡entréguese a la Policía! —le rogó.

—¿Qué creés, ma?, ¿que me voy a podrir en una cárcel? —le respondió angustiado deshaciendo el abrazo—. Prefiero una cárcel que un cementerio. No, yo me vuelo, yo me voy.

La reacción de doña Amparo fue jalarse el pelo con tanta fuerza que se quedó con un par de mechones en las manos. Le corría la sangre por la sien, por las mejillas, por el cuello. Mientras lloraba empezaba a arrancarse otro tanto desde la raíz. Diego, acostumbrado a riñas, golpes, accidentes, caídas, fracturas, no resistió ver a su madre arrancándose las canas.

—Pare, hágale pues, yo me entrego —le dijo Diego impresionado, desesperado, abatido—. Pare, me entrego ya, pero deje de lastimarse.

Doña Amparo se detuvo. Retomaron el abrazo y con un suspiro mutuo fijaron un pacto. Antes de llamar a un abogado, Diego llamó a un parcero de confianza para saber si de pronto el Flaco había sobrevivido.

—Parce, ábrase, que está es caliente. Ese man se murió.

***

La Policía ya no lo buscaba porque el abogado notificó su intención de entregarse a la justicia. Le asignaron una cita para hacer su confesión cuatro meses después del suceso. Los que “cuidaban” el barrio no dejaban que nadie se metiera con la familia. “Pero si lo cogemos afuera, nos lo fumamos”, fue la razón que le mandaron a Diego. Había un interés latente por cobrar venganza o la recompensa por su cabeza. La puerta de su casa tenía muchos ojos encima. Que la cárcel fuera un refugio era una paradoja siniestra.

Diego ajustaba más de cien días sin asomarse a la ventana. Faltaban apenas unas horas para la audiencia de legalización de captura, en la que iba a confesar. Como sabía que era su último día de libertad, le urgía embriagar esa ansiedad, no soportaba más muros, más techo. Salió de su casa con cautela, miró para lado y lado con el corazón turbado. Cuando escuchó el motor de un bus, salió corriendo y se montó por la puerta de atrás. Llegó al Centro de Medellín pálido, jadeante, descompuesto.

—¿Por qué está tan callado, güevón?, ¿qué le pasa? —le preguntó un conocido, compañero de juergas, en un parque mientras tomaba sus últimos rones y aguardientes, fumaba cigarrillo y marihuana.

No respondió. Disimuló. Hubiera querido soltar la bruma, el desasosiego, los dilemas que traía consigo. “Me entrego o me vuelo…”, “si me escapo, me va a tocar vivir escondido”, “si me encuentran, me matan”, “si me abro, no voy a poder volver”, “si me pierdo, mi mamá no va a soportar la tristeza”, “si alguna vez regreso, no la voy a encontrar viva”, “con esa muerte no quiero cargar”. No dejó salir ninguna palabra, no le dijo a nadie que al día siguiente en la mañana tenía que presentarse en la Fiscalía. “Si cuento, me arrepiento y no me entrego. Y ya no puedo arrepentirme, ya le hice una promesa a mamá”.

Amaneció aunque le imploró al sol que no saliera. Llegó puntual a la audiencia. Confesó lo que recordaba. Cuando le leyeron los cargos se enteró de que, en total, fueron cinco puñaladas las que dejó en el cuerpo del Flaco, también joven, también verdolaga. Escuchó cientos de meses de condena. Hizo cuentas, dividió entre doce. “Marica, no me imaginé que fuera tanto”, se dijo. Estaban hablando de una pena de 38 años.

Por haberse entregado le rebajaron la mitad. Por tratarse de una defensa propia le disminuyeron un poco. La pena quedó de 208 meses, es decir, diecisiete años y cuatro meses de prisión. Lo esposaron y lo condujeron a la cárcel nacional Bellavista. El martes 13 de octubre de 2009, Diego se despidió de la familia, del estadio, de Medellín, de la libertad, de la juventud que le quedaba.

***

Le suplicó al sol para que saliera pronto en el norte de Colombia. Al día siguiente ese hombre recién salido de la cárcel cambió de plan. Antes de volver a la Capital de la Montaña, quiso hacer una escala en Santa Marta para cumplir el sueño de volver a tocar el mar. Después de seis horas por carretera, llegó a El Rodadero con los brazos abiertos. Guardó sus contadas pertenencias en una tienda, corrió sobre la arena ardiente, se tiró al agua y abrió los ojos por debajo aunque fuera salada, aunque fuera turbia, aunque después de tres horas de nado saliera con la mirada roja. Miraba al cielo cada tanto como los futbolistas cuando meten un gol. Agradeció, lloró, gritó, saltó, chapaleó, celebró, jugó, sintió la plenitud, a solas, delante de extraños que no se imaginaban de dónde venía. De lejos parecía un niño, de cerca, un señor. Solo él sabía con cuánta juventud contenida.

Hubo días tan pesados, tan afilados, tan desolados, en los que a gritos le pedía a Dios que no se excediera, “que calmado, que ya no era capaz de soportar tanta candela”. Una vez soltó insultos mirando hacia el cielo de su celda: “No, pues, qué chimba de Dios sos; decime, ¿por qué te olvidaste de mí?”.

Las cartas de su hermana, las fotos de su madre, las llamadas de su padre lo disuadieron cuando intentó rendirse. Esa terna le dio cuerda para seguir aguantando, no todo estaba perdido, la vida tenía que seguir a pesar del muro, el barrote, una condena, un traslado. Era cierto. Después de cada visita, a Diego lo atravesaba una rareza. De repente se creía capaz de volver a sonreír. Adentro aprendió a tejer, a concentrarse en la lectura, a contener peleas, a espantar sus demonios, a liberar la cabeza, a fugarse del cuerpo, a salir de su propio infierno, a enfrentarse a sí mismo.

Cuando el sol lo recargó, se salió, se vistió, se tomó un consomé de pescado y se despidió de esa bahía. Yendo a la terminal escuchó sirenas, tambores, trompetas a la redonda. Se acercaba una multitud, el carro de bomberos, una caravana celebrando el ascenso del Unión Magdalena. Los hinchas del equipo bananero vieron a Diego caminando con una gorra verde y empezaron a gritarle: “Paisa marica”, “verdolaga hijo de puta”, “sureño cagado”, “tu equipo no vale una mondá”. Diego los miró, los escuchó en silencio, sintió un déjà vu azaroso, respiró, siguió su camino. Diez años atrás su reacción habría sido otra. Con el tiempo, con la experiencia, con una condena encima, aprendió que también es de varones esquivar una riña callejera, es humano dejar pasar una ofensa. El fútbol seguía siendo su alegría, pero esa emoción ya no lo dominaba. Esta vez no iba a caer en la trampa, no valía la pena un desvío, su destino era Medellín en flota y no Valledupar en patrulla.

El 16 de noviembre de 2018 llegó a la terminal de transportes de Santa Marta tranquilo, plácido, imperturbable por esa dosis de mar. Compró el tiquete de ida presintiendo el abrazo de papá, la caricia de mamá, el besito en la mejilla de su hermana. Se imaginó un desayuno suculento: chocolate caliente, pan, arepa, mantequilla, quesito, huevo revuelto. No durmió un solo minuto en el trayecto. Como el bus iba casi vacío, rodaba de puesto en puesto para ver el paisaje a través de ventanas diferentes. Cuando la noche pobló la ruta de oscuridad, siguió despierto. Le quedó ese hábito de no dormirse en carretera. En la víspera de esa llegada, una canción del Grupo Niche le sonó por dentro cuando a lo lejos reconoció su tierra natal, el río, las montañas, su valle, unas luces “titilantes igual que estrellas en el cielo”. No veía la santa hora de estar allá. El sábado 17 de noviembre de 2018, Diego entró a primera hora a Medellín tarareando el coro de esa banda sonora que lo acompañó durante el retorno más anhelado de su vida:

Ya vamos llegando,
me estoy acercando,
no puedo evitar que
los ojos se me agüen.

Descendió del bus, miró para todos los lados. Estaba asustado, aturdido, nervioso, feliz. “¡Por fin, por fin, por fin!”, celebraba por dentro su regreso a Medellín. De todos los pasajeros, Diego era el más ligero de equipaje. Solo traía consigo su documento de identidad, sus recuerdos, sus ansias de retomar la vida. Pero esta vez de local y con la hinchada de siempre, la que lo apoyó en el tiempo más adverso, por la que resistió esa condena: la familia. Su hermana lo reconoció solo de cerca después de mirarlo por varios segundos. Ninguno se contuvo. Les dieron luz verde a los suspiros, las carcajadas, los sollozos. Tomaron un taxi, no pararon de hablar, llegaron a la meta. Diego encontró a su madre en la puerta de entrada, su padre lo esperaba en cama. Los tres lo abrazaron como a un campeón que por mucho tiempo no ha conocido la victoria.

* Este texto hace parte del libro de crónicas Estación Cárcel de Carolina Calle, que será publicado por la editorial Remitentes en el 2024.