Número 136 // Septiembre 2023

De Medellín a Puerto Berrío, pasando por una gonorrea

Por RICARDO ARICAPA
Ilustraciones por Titania

Su primera noche en Medellín París Trejos la pasó en el hotel que el arriero Julio Rojas le recomendó, ubicado cerca de la estación del ferrocarril, un sector conocido como La Bayadera, que no demoró en encontrar, solo esperar que escampara.

La cuadra donde quedaba el hotel era epicentro de una agitada vida nocturna, plagada de cantinas y hoteles baratos para gente de paso, donde el silencio brillaba por su ausencia y después de las diez de la noche no entraban sino parejas. El cuarto que le asignaron quedaba justo en el sector más trajinado por estas.

De no ser por el cansancio acumulado del viaje, la bulla y el chirrido de las camas en los cuartos vecinos no lo habrían dejado pegar el ojo. Y a eso se agregaba la posibilidad, alta, de que le robaran dormido, dada la calaña de la clientela del hotel. Así que para poder dormir tranquilo puso su maleta como almohada y los zapatos los pisó con las patas de la cama.

Lo primero que hizo al día siguiente fue buscar otro hotel más cerca del centro de la ciudad, así le tocara pagar el doble. Y lo segundo, cambiar toda su provisión de pantalones. Lo usual era que los chicos se alargaran los pantalones al cumplir quince años, y a él todavía le faltaban varios meses para cumplirlos. “Le faltaba pelo para el moño”, como se decía. Ahora su nueva vida lo obligaba a madurar biche, a no ir por ahí de pantalón cortico. En una sastrería encargó media docena de pantalones largos, hechos a su medida y a la moda de la ciudad. En eso se le fue una buena tajada de sus ahorros, porque también tuvo que comprar camisas y zapatos. Le tocó reinventarse, mejor dicho, pasar de niño a adulto sin pagar el peaje de la adolescencia. Ahora estaba solo frente al mundo, y lo que no hiciera por sí mismo nadie más lo haría. Eso en plata blanca significaba que ya era adulto, y como tal tenía que comportarse.

Los primeros días se dedicó a recorrer la ciudad y sus recovecos, una ciudad pujante por donde la mirara. El censo de la época informaba que tenía ciento cincuenta mil habitantes, y que su desarrollo en los últimos veinte años igualaba todo el acumulado de los doscientos años anteriores. Aparte de la altura de algunas edificaciones, le impresionó especialmente la catedral, ante la cual los demás edificios lucían pequeños, enanecían, si se admite el término. Era una mole de ladrillo cocido cuyas cúpulas se distinguían desde cualquier parte del valle de Aburrá, por ahí tres veces más grande que el templo San Sebastián de Riosucio, calculó.

Igual quedó maravillado ante la cantidad de automóviles, de todos los estilos y colores; las avenidas asfaltadas, nada que ver con las calles empedradas de su pueblo; los almacenes de ropa y los maniquíes vestidos con trajes completos (en su vida había visto un maniquí) y las vitrinas que exhibían los aparejos eléctricos que estaban cambiando la vida doméstica: neveras, licuadoras, estufas, tocadiscos, aparatos que conocía de oídas porque en Riosucio solo las familias más pudientes los tenían. Aunque de poco les sirvieran, pues la corriente eléctrica en su pueblo era precaria, su voltaje apenas alcanzaba para encender bombillos y uno que otro aparato. Y oscilante: se iba en el momento menos esperado y volvía cuando le daba la gana.

Hasta cuando advirtió que no podía seguir en la vagancia. A ese paso: andando, comiendo y gastando sin producir un peso, más temprano que tarde se le acabarían sus ahorros y por fuerza tendría que regresar a Riosucio, otra vez con el rabo entre las patas. Y eso era lo último que deseaba. Entonces decidió buscar oficio. Como no quería ser empleado de nadie, lo que también era difícil por su edad, la única opción era invertir su dinero en algún negocio.

Barajó opciones y se decidió por el comercio callejero de retales de tela, el negocio que le recomendó —quién lo creyera— un vagabundo alcohólico que conoció en el Parque Bolívar, una mañana que casualmente se sentó en su banca. El hombre la consideraba su banca porque ahí se mantenía sentado y nadie más se sentaba, nadie se atrevía, más bien, porque hablaba duro y expelía un tufo harto maluco.

Resultaron conversando de largo, para eso ambos tenían todo el tiempo. Pese a su aspecto descuidado y sucio, el borrachín era una persona educada, se expresaba bien y sabía de lo que hablaba. Le contó que provenía de una familia distinguida, que en el pasado tuvo comercio exitoso de telas, pionera del negocio en la ciudad, él personalmente fue dueño de un almacén en plena carrera Junín. Pero esa vida se la arrebató el licor, junto con su familia, sus amigos y su reputación. Pero conservaba intactos sus conocimientos del comercio textil, y se ufanaba de ello. Cuando él le preguntó cuál era el mejor negocio para invertir un capital de mil quinientos pesos, sin dudarlo el borrachín le contestó que revender retales de tela en la calle, comprados a bajo costo como saldos de fábrica.

Le creyó. Averiguó sobre fechas y horas de la venta de saldos en las textilerías, y le madrugó a una. Compró un lote de retales en distintos colores y calidades, y empezó a trabajar de lunes a sábado desde las siete de la mañana hasta las tres de la tarde, con su mercancía exhibida en un parapeto que él mismo ideó. El recorrido lo iniciaba en la estación del ferrocarril, de allí pasaba a la estación del tranvía y los otros sitios que le indicó el borrachín.
El trabajo era duro, pero vendía bien sus retales. Terminaba la jornada tan sudado y cansado que lo único que quería era pegarse un baño en las termas de Guayaquil, mejores que el baño del hotel donde se alojaba, que era de chorro frío y delgadito, y casi siempre con cola de espera porque no había más baños. En contraste, en las termas el chorro era grueso y calientito, y las toallas limpias y aplanchadas, fragantes incluso si pagaba un importe adicional.

Con el paso de los días y la práctica del oficio fue haciendo sus propios hallazgos. Por ejemplo, descubrió que las coperas y las mujeres de los prostíbulos eran buenas clientas. Entonces a su itinerario le agregó recorridos por los bares de Guayaquil y La Bayadera, y los burdeles que quedaban al norte de la ciudad, a donde iba por las tardes, cuando el tranvía no presentaba tanta congestión y las mujeres estaban en tiempo muerto, podían atenderlo.

Su mayor entretención, casi la única, era el cine. Le encantó, fue lo mejor que encontró en la ciudad. No se perdía los estrenos del Junín, un teatro inmenso, como para tres mil espectadores, que presentaba películas en pantalla gigante con sonido perfecto. Se escuchaba todo: las conversaciones, los balazos, los portazos, los frenos de los carros, los gritos de Tarzán, el chasquido de los besos que el guapo le daba a la muchacha. Nada que ver con el cine mudo que presentaban en Riosucio, películas latas casi todas.

Pero era el teatro Bolívar su preferido, más pequeño, pero hermoso. Presentaba los grupos musicales y las compañías de teatro y zarzuela que pasaban por la ciudad, espectáculos inaccesibles para él, no solo por costosos, también porque no tenía ropa adecuada, el teatro exigía cierta etiqueta. Solo iba cuando programaba cine, este sí barato.

Su incursión a los garitos demoró más tiempo. Los tahúres de Medellín eran de fama, y él se sentía aún novato como para meterse con ellos, el riesgo era alto. Así que iba solo a mirarlos jugar y ver qué aprendía. También empezó a visitar las galleras. Aclarando que no sabía nada de riñas de gallos, ni siquiera conocía una gallera por dentro, pese a ser hijo de Lázaro Trejos, el gallero mayor de Riosucio. Solo sabía lo que aprendió en el galpón donde su padre criaba sus gallos, a alimentarlos y sacarlos al patio para asolearlos. Su padre siempre se negó a llevarlo a la gallera porque no confiaba en él, pensaba que le podía hacer daño. Decía que una afición a los gallos mal llevada podía ser tan perniciosa como el licor y los juegos de azar. Y como eventualmente viajaba desde Riosucio para competir con los galleros antioqueños, él debía andar con cuidado cuando visitaba una gallera, no fuera que en alguna se topara con su padre, y eso era lo último que quería.

Cuando se tomó más confianza empezó a ir a los bares de Guayaquil, a escuchar música, tomar cerveza y piropear a las coperas. Llegaba temprano para sentarse en la barra, donde en ocasiones encontraba con quien conversar. Aunque prefería estar solo, de copisolero. Algunos bares tenían grupo musical de planta, otros rocolas, también llamados pianos, que funcionaban con monedas. Eran la sensación del momento los pianos, que en pocos bares había porque eran costosos. Su parrilla de discos ofrecía todos los géneros de la música: boleros, danzones, guarachas cubanas, bambucos, pasodobles, tangos, interpretados por los cantantes y las orquestas originales. Era imposible para los músicos competir con estas máquinas, aparte de que eran buen negocio para el dueño del bar, quien no solo se ahorraba el costo de los músicos en vivo, sino que cada canción en el piano era una moneda más para su bolsillo.

La ruta de los bares inevitablemente terminó por arrimarlo a la orilla de los burdeles, ya no como vendedor de retales, sino como cliente. No se aguantó las ganas de mujer y le pagó el servicio a una jovencita del Chagualo, un popular puteadero en el norte de la ciudad. Con la mala suerte de que la jovencita era nueva en el oficio y resultó tan inexperta como él. Dos semanas después probó suerte con una veterana del Fundungo, y le fue mejor. Siguió yendo cada quince días. Los sábados y domingos no iba porque los bares eran más concurridos, se bebía más trago y no faltaban las peleas, incluso entre las mismas mujeres. La de menos cargaba una barbera en la cartera, según lo leyó en una crónica de prensa. Y él detestaba las peleas, siempre que podía las evitaba. Eso sí lo aprendió de su padre.

En las vecindades del cementerio San Pedro estaba la calle Lovaina, a donde acudía solamente cuando le iba bien con los retales porque allí los polvos eran más costosos. Pero el entorno era seguro y el ambiente de las casas más agradable, no en vano los fines de semana su amplia calzada se convertía en parqueadero de los carros de los ricos de Medellín, que allí tenían sus preferidas. Eran casas manejadas por matronas que tenían al servicio de sus clientes las mujeres más lindas, preparadas, aseadas, mejor presentadas y mejor habladas, más que las de los otros burdeles, esa era su fama. Lo cual era cierto solo cuando las mujeres estaban en sano juicio, porque cuando se emborrachaban eran igual de guaches que sus colegas del Chagualo. Por lo general, eran jóvenes que llegaban desde los pueblos llenas de necesidades e ilusiones, en ese orden, por lo que en la ciudad eran presa fácil de las matronas, que las tomaban bajo su protección y las adiestraban en el antiguo arte de amañar a los hombres, el abecé del oficio en la mesa y en la cama. Algunas incluso danzaban y tocaban guitarra, o recitaban de memoria versos de Amado Nervo y de Neruda, los poetas preferidos en aquel tiempo en Lovaina.

Su casa preferida era la de Carlota García, más conocida como “el colegio”, porque sus pupilas atendían vestidas con uniformes de colegialas, con trenzas y todo. Carlota fungía como la rectora de ese colegio, en el que él prácticamente se matriculó. Iba a menudo, y procuraba llegar temprano, que era cuando había menos demanda y podía regatear el precio del polvo. A veces solo iba a tomar cerveza y a entretener el ojo atisbando las piernas y las profundidades de los escotes de las colegialas.

Pero por muy bellas, preparadas, ilustradas y profilácticas que fueran las pupilas de Carlota García, no estaban libres de contagio. Lo comprobó amargamente el día en que supo que ese dolor bajito y constante que sentía como una aguja, era gonorrea. La chica que lo contagió se llamaba Luisa Fernanda, como la heroína de la zarzuela, la alumna más linda y aplicada del colegio. La apodaban “la licuadora”, como el nuevo aparejo electrodoméstico que exhibían las vitrinas de los almacenes.

Durante varias semanas padeció las verdes y las maduras con su gonorrea, que lo tuvo encerrado varios días en el hotel, para evitar que lo vieran caminando raro. Esto porque era una enfermedad vergonzante, que había que ocultar, así fuera tan común como la gripa. El dueño del hotel, para no ir más lejos, tuvo su gonorrea, y fue por tanto la persona que le ayudó a pasar ese trago amargo. Lo acompañó al Dispensario Municipal, como se llamaba el centro médico donde atendían a los contagiados con venéreas. Solo que la penicilina aún estaba en fase experimental, faltaban varios años para que se vendiera en las boticas, por lo que el tratamiento contra la gonorrea era tanto o más penoso que la misma enfermedad.

Una vez recuperado de su enfermedad se prometió evitar las mujeres de mala vida, o por lo menos ser mucho más cauto y escrupuloso con sus relaciones. Se concentró en su oficio de retalero para recuperar el tiempo y el dinero perdidos. Como novedad, extendió su radio de acción a los barrios residenciales en recorridos casa a casa, lo que hizo más dispendioso su trabajo, pero mejor la ganancia. Como también empezó a revender mercancía de contrabando: relojes finos, perfumes, cosméticos, encendedores, navajas suizas, cosas así, que conseguía en el mercado negro. Sabía que se exponía a que le decomisaran la mercancía, e incluso a pagar cárcel, pero se arriesgó. No conocía a nadie que hubieran metido a la cárcel por eso.

Fue en esta época que conoció a Matilde, suceso trascendental en el que toca detenernos un rato, pues fue su primer amor de verdad, el que rompió el cascarón de su corazón inocente, y el que le endulzó y le amargó la vida casi por parejo, lo que no le había pasado con ninguna mujer.

Todo empezó la tarde en que andaba con su mercancía por el morro del barrio El Salvador, al oriente de Medellín, y tocó la puerta de su casa por azar. Ella abrió. El sol que a esa hora recostaba sus rayos hacia esa parte de la ciudad la iluminó de los pies a la cabeza, de una manera casi mágica. En sus andanzas por los barrios había conocido muchas mujeres, tanto o más bonitas, pero sintió que esta tenía algo especial.

Le dijo que se llamaba Matilde y se mostró simpática, despierta, buena conversadora. Lo atendió sin afanes. Examinó las telas y los cosméticos y se quedó un largo rato en los perfumes. De cada uno se echó una gota para probar su aroma. Pero al final no compró nada.

—Muy lindas sus telas, huelen muy rico sus perfumes, pero lástima que ahora no tenga plata. Tal vez otro día le compro. Y perdone que le haya hecho perder el tiempo —se excusó.

—No importa —la cogió él en el aire—. Ningún minuto con usted se puede contar como tiempo perdido.

Es más, hizo lo que no había hecho con ningún cliente, o clienta: le entregó al fiado el producto, el perfume que más le gustó.

—Me lo paga cuando pueda —le dijo—. No me perdonaría que una mujer tan linda como usted se quede con ganas de un perfume por culpa mía.

Se sintió entonces con la excusa para repetirle la visita una semana después. Tocó la puerta a la misma hora y ella de nuevo abrió. Como pretexto le pidió el favor de que le diera un vaso de agua para mitigar la resolana. Era enero y el calor en la calle acosaba.

Mientras él tomaba el agua, Matilde le contó que estaba muy contenta porque esa mañana supo que la habían aceptado como hilandera en la fábrica de Coltejer, Coltefábrica, como se conocía, que no quedaba lejos de su casa, podía ir caminando. Él entonces, para no quedar atrás, le habló de una película que vio en el Junín, Tarzán de los monos. No vio de qué más hablarle. Antes de despedirse le soltó varias galanterías y tuvo el cuidado de no mencionarle, ni siquiera insinuarle, la deuda del perfume. Y ella tampoco la mencionó.

Para la tercera visita ya no necesitó pretexto. Llegó con una caja de chocolates del Astor, una repostería nueva que vendía los postres y confituras más caras de la ciudad, con sello suizo. Luego le hizo dos visitas más, ambas armado con golosinas del Astor, y por esa vía terminó enamorándose. Si amor podía llamarse eso que estaba sintiendo por dentro, esa ilusión que unas veces lo ponía altico del suelo y otras lo abrumaba de dudas y dilemas, esa pensadera, esa ansiedad solo comparable con la que de niño tuvo por las hermanas Zamora, en Riosucio, esta netamente carnal, asociada a las ganas de explorarles las tetas y todo lo demás. Su ansiedad por Matilde, en cambio, obedecía a otra lógica, a otras palpitaciones. El solo mirarla y estar a su lado lo hacía un hombre feliz, no necesitaba explorarle nada.

Una tarde se armó de valor, no sin antes tomarse tres aguardientes para darse ánimo, y se le declaró. Y Matilde lo aceptó, con el visto bueno de sus padres. Acordaron que la visitaría los miércoles al final de la tarde, después de la jornada de ella en Coltefábrica. Al principio visitas de dos horas, después de tres, muy pocas en todo caso para su apremiante necesidad de pasar más tiempo con ella, todo el tiempo. Y ni modo de invitarla a cine, sus padres no le daban permiso.

El padre de Matilde era boticario, administraba una farmacia en Guayaquil, y con él hizo buenas migas. Con su suegra, en cambio, desde el principio las migas fueron esquivas, y no supo por qué. La señora lo miraba con desconfianza y no despegaba el ojo del mueble donde se sentaba a conversar con su hija. Tuvieron que pasar dos semanas para que les permitiera salir a conversar al mirador del frente de su casa, desde donde tenían una amplia panorámica de la ciudad.

Así que derretir el hielo con su suegra tenía que ser su primer objetivo antes de avanzar en cualquier dirección. Al menos no tenerla a la enemiga, porque sin su permiso y visto bueno no había paraíso. No solo era la consejera de cabecera de su hija, también le controlaba los tiempos y le administraba los permisos, e incluso, hasta donde podía, trataba de influir en sus deseos. Su primer lance en ese objetivo fue el paseo a La Perla, famoso charco de la quebrada Santa Elena, al que un domingo invitó a su suegra y al resto de la familia. Fueron todos a ese paseo: Matilde, los padres de esta, sus dos hermanas y el perro de la casa. Los fiambres y refrigerios del camino, todo, corrió por cuenta suya.

Su segundo lance, que fue determinante en la tarea de derretir el hielo con su suegra, fue la invitación al Tropical, un famoso estadero que los domingos programaba torneos de baile. Se enteró de que a su suegra y a su esposo el boticario les gustaba el foxtrot, ritmo de moda, y lo bailaban muy bien al estilo clásico. Así que pagó su inscripción al concurso del domingo siguiente y reservó en El Tropical mesa para cuatro, porque obviamente también invitó a Matilde.

Con un foxtrot lento y bordado sobre el maderamen de la pista de baile, a sus suegros apenas les alcanzó para el cuarto puesto en el concurso. Meritorio de todas maneras, habida cuenta de que compitieron contra veinte parejas, la mayoría jóvenes que impusieron su brío y estilo moderno, con pasos casi de gimnasia, tarzanerías imposibles para sus suegros, quienes igual disfrutaron y la pasaron regio. Y lo más importante: su suegra se comportó como una sedita, un dechado de amabilidades y sonrisas con él, lo que nunca. De no ser por la abultada cuenta que debió pagar por la picada de carnes y la botella de ron con Coca-Cola que pidió, la noche hubiese sido completamente fantástica.

Después de aquella noche la compuerta de los permisos se abrió. A Matilde su madre ya le permitió ir con él a cine, pero no sola, debía ir con alguna de sus hermanas, o con las dos. También le permitió ir al teatro Bolívar, a ver una compañía de artistas españoles, espectáculo tres veces más costoso que el cine, sin contar la muda de ropa y los zapatos que debió comprar para ajustarse a la etiqueta del teatro. Gastos que, si bien hicieron mella sensible en su cuenta de ahorros, para nada lo mortificaron. Hacían parte de la contabilidad del corazón, donde los egresos no cuentan. Estaba enamorado, y un hombre enamorado no repara en gastos, rezaba un refrán, del cual se pegó.

Pero a medida que pasaban las semanas empezó a incubarse en su mente la incómoda sensación de ir montado en el bus que no era, de estar atascado en un noviazgo que no avanzaba, o avanzaba muy lento. Además, con el presentimiento de que a Matilde no le interesaba tanto su cariño como sus invitaciones y regalos. Algún indicio tenía de eso, pero prefirió ignorarlo, darle tiempo al tiempo y esperar que el poder del amor obrara el milagro, que Matilde dejara su esquivez y fuera menos refractaria a sus besos. Porque hasta ese momento los únicos besos que le había logrado fueron robados, al escondido de sus hermanas. “El amor no necesita afán, ni la pandereta golpes”, rezaba otro refrán, y de ese también se pegó.

El desenlace de sus cuitas no tardó mucho. Fue un lunes, un poco antes de las tres de la tarde, día en que Matilde descansaba de su trabajo en Coltefábrica. No era día de visita, simplemente él andaba en una diligencia cerca del morro de El Salvador y le pareció oportuno aprovechar y caerle a ella por sorpresa, una visita relámpago.

Pero la sorpresa se la llevó fue él. Alcanzó a ver a Matilde en la puerta de su casa tomada de la mano de un señor mayor, lo doblaba en edad a él, calculó. Entonces se detuvo en seco, prefirió ver la escena desde donde estaba, mientras ella, embelesada con el señor, ni notó su presencia. Pero lo peor, lo que más lo emputó, fue el fulgor que vio en su rostro, los ojos satisfechos con los que miraba al señor, de una manera como a él nunca lo había mirado.

Pasaron varios segundos, eternos, antes de que Matilde volteara y notara su presencia, que era lo que él esperaba para dar la media vuelta y abandonar la escena de la traición. Sólo quería eso: que ella supiera que él sabía. Entonces echó a caminar calle abajo como un zombi, tratando de procesar su desconsuelo, al tiempo que en su cerebro se atropellaban las preguntas y en su corazón se le encrespaba la rabia; una rabia más contra él mismo, por haber persistido en una relación que sabía que no iba para ninguna parte, que no era sino un gastadero de plata. Pruebas y alertas tempranas de eso había tenido suficientes, pero no las atendió. ¿Cuánto tiempo llevaba Matilde jugándole la doble con ese señor?, era la pregunta que más lo mortificaba.

Tomó la ruta más corta al centro de la ciudad para llegar rápido al hotel y tirarse en la cama de su habitación a llorar, aunque ya dudaba si mejor no era irse de una vez para una cantina de Guayaquil a ahogar en el licor la traición de Matilde. Y en ese dilema estaba cuando escuchó una fuerte explosión al sur del valle, por los lados del aeropuerto, seguida de una gran humareda, que alcanzó a ver desde donde estaba.

En efecto, la explosión ocurrió en plena pista del aeropuerto Olaya Herrera. Lo supo cuando llegó al hotel y encontró a los huéspedes y empleados pegados del radio de la recepción, todos atentos a la noticia que un periodista transmitía en directo desde la torre del aeropuerto. El sonido llegaba defectuoso porque era por vía telefónica, por lo que a veces lo apagaba la estática, y después resurgía con toda su potencia. La noticia no podía ser más pavorosa. Dos aviones chocaron y se incendiaron en la pista con saldo de diecisiete cadáveres completamente calcinados. Una de las víctimas confirmadas era Carlos Gardel, cantante argentino de tangos y exitoso artista de cine, quien venía de Bogotá y se encontraba en el Olaya Herrera en tránsito hacia la ciudad de Cali. El avión en el que viajaba, un Ford trimotor de la empresa Saco, había hecho escala para recoger pasajeros y abastecerse de combustible antes de continuar su viaje a Cali. Pero no lo pudo hacer. En el momento en que se aprestaba a despegar chocó de frente con un avión de carga de la empresa Scadta.

Cuando París Trejos se sumó a la audiencia de la transmisión, el periodista que narraba el suceso describía el esfuerzo de los bomberos para apagar las llamas y daba detalles sobre la tragedia. El cantante argentino era el más conocido en la lista de víctimas, pero no el único personaje importante. También figuraban funcionarios del gobierno y todos los músicos de la orquesta de Gardel, incluido el poeta brasilero Alfredo Lepera, quien le escribía los tangos que cantaba en las películas. De estas París Trejos solo había visto una, en el teatro Junín, y con esa tuvo. La película solo tenía pedazos buenos cuando Gardel cantaba, de resto le pareció una lata inmisericorde.

Una enorme tragedia, como no se había visto otra en los quince años de la aviación comercial en Colombia, siguió comentando el periodista, quien como el que más lamentaba la muerte de Carlos Gardel, su amigo personal, según lo repetía. Justo por eso estaba en el aeropuerto en el momento del accidente: había ido a saludar a su amigo. Pudo ver entonces cuando uno de los aviones perdió la línea de despegue y chocó contra otro que se encontraba estacionado en la cabecera de la pista. La explosión fue pavorosa porque ambas aeronaves estaban plenas de combustible. Cómo sería, que el cadáver de Gardel lo reconocieron por el llavero que cargaba.

París Trejos escuchó un buen rato la transmisión, atento y acongojado como todos, hasta que su curiosidad quedó satisfecha y entonces su mente regresó adonde estaba antes: a su tragedia personal, a la traición de Matilde. Y a su rabia, una rabia sin dirección que le ardía por dentro como otro incendio, uno que ningún bombero podía venir a apagar. Así que subió a su habitación y se tiró en la cama a llorar a moco tendido, despreocupado por el volumen de su llanto porque todos estaban ocupados abajo con la transmisión radial, nadie lo escuchaba.

Superar la amargura de esa primera derrota de amor le costó varios meses, en los que no dejó de pensar en Matilde. Solo pensar, porque no se volvió a dejar ver de ella, no tuvo el coraje para confrontarla y pedirle al menos una explicación. ¿En qué él le había fallado? ¿Qué tenía el señor que no tuviera él? Se quedó atragantado con esas preguntas, a las que trató de encontrarles respuesta en los pianos de las cantinas. Había una canción, Nunca, de Guty Cárdenas, que marcaba con insistencia porque le daba en toda la pepa a su despecho. Llegó al extremo de coger una foto que tenía de Matilde, recortarla en redondo y ponerla en el fondo de la copa de aguardiente, para, literalmente, beberse su recuerdo, mientras escuchaba sin consuelo “Nunca. Yo sé que inútilmente te venero, que inútilmente el corazón te evoca. Pero a pesar de todo yo te quiero, aunque nunca besar pueda tu boca”. Es más, una noche de desesperación estuvo a punto de contratar músicos y llevarle una serenata de despecho. Pero tuvo un instante de sensatez y logró contenerse. Decidió que no valía la pena seguir gastando más lágrimas y plata en la ingratitud de una mujer.

Por fortuna, su despecho no le hizo perder el apetito. Todo lo contrario. Comer fue una especie de lenitivo a sus quebrantos, que además le sirvió para aumentar de peso. Ganó tres kilos, finalmente lo único rescatable de su naufragio. También comprendió que en Medellín ya había cumplido su ciclo, que esta ciudad ya le había dado y quitado todo lo que le iba a dar y a quitar. Además, nada lo retenía, ni amigos tenía. Solo el dueño del hotel y el vagabundo de la banca del Parque Bolívar, a quien no dejó de visitar cada dos semanas, con su botella de aguardiente de regalo.

Decidió, en fin, que ya era hora de abrirse y probar suerte en otros lares, de ahogar su desazón en otras aguas, ojalá lejanas. Cualquier día empacó sus haberes y el lote de telas que le quedó sin vender, al que agregó otro nuevo que compró, y se dirigió a la estación del ferrocarril para abordar el tren de turno hasta Puerto Berrío con la idea de llegar a Barranquilla, ciudad de la que tenía buenas referencias por uno de los inquilinos del hotel, barranquillero él.

Pero antes, en el camino a la estación, se detuvo en la oficina de correos para echar al buzón la carta que tenía escrita para Matilde. Una carta de dos páginas en letra menuda que cargó en su bolsillo durante un mes, sin atreverse a enviarla. No se ahorró nada en esa carta, vació en ella todo su resentimiento y la expulsó de su corazón por la puerta de atrás. Le dijo hasta de qué se iba a morir. Se sintió más liviano cuando puso esa carta en el buzón.

*Capítulo II del libro París Trejos, Ediciones Unaula (2022).