El libreto de la selva
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Por JUAN CARLOS ORREGO
Ilustración de Hansel Obando
De acuerdo con una antigua tradición latina, el pastor Fáustulo encontró dos niños gemelos abandonados junto al Tíber, en un rincón pantanoso perdido entre las colinas de Roma. Los infantes derrochaban salud, puesto que una loba y un pájaro carpintero los habían cuidado con todo el esmero imaginable. Fáustulo llevó los niños a su casa y los crio como si fueran suyos y de Acca Larentia, su esposa. Muchos años después, Rómulo y Remo —tales eran los nombres de los gemelos— fueron a la ciudad de Alba Longa y mataron al rey Amulio, pues había sido él quien, en el pasado, quiso perderlos.
Cabe suponer que ese mito romano es una de las primeras manifestaciones del gusto occidental por las historias de niños perdidos en el bosque. Desde entonces —quizá desde antes—, el motivo ha sido aprovechado para entretener, pero, sobre todo, para colgar de él alguna moraleja sobre la condición humana o, en general, la vida. Rómulo y Remo sobrevivieron al abrazo del mundo silvestre por mandato del destino, toda vez que era necesario que regresaran a la civilización para vengarse de Amulio, usurpador del trono de Numitor, abuelo de los muchachos. La selva se hizo nido cálido para que, en el futuro, alumbrara la justicia.
Otras historias de niños perdidos, protegidos por los lobos, acabaron alimentando conclusiones igualmente rosáceas, como aquella según la cual hay entre los hombres y algunos animales vínculos tan insospechados como poderosos. Como prueba de esa tesis fue esgrimido el hallazgo en 1341, en Hesse (Alemania), de un niño del que se dijo que lo habían alimentado y cobijado los lobos. Asimismo, en Midnapore (India), un misionero cristiano encontró dos niñas en el último rincón de la guarida de una loba, la cual, según refirió el ministro de Dios, había sido “caritativa” al punto de no comérselas y, en cambio, protegerlas. Dicho sea de paso, rumores más antiguos sobre niños criados por lobos en otras comarcas índicas inspiraron a Rudyard Kipling la que, quizá, sea su obra más famosa: El libro de la selva (1894).
Los lobos, sin embargo, no son imprescindibles en la trama que nos interesa. Peter, un joven salvaje capturado en Hannover en 1724, inspiró a Jean-Jacques Rousseau su Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1754), fuente de la que procede el concepto, hoy famoso —tanto o más que el mismo Rousseau—, del “hombre natural y libre” que la sociedad se complace en corromper. Medio siglo después, de los bosques de Averyon (Francia) surgió un salvaje de doce años, Víctor, en quien los discípulos del filósofo ginebrino creyeron ver la mejor encarnación del “hombre en estado puro”. La salvaje floresta, benévola y acogedora, había preservado, una vez más, las pruebas más convincentes de que las ilusiones morales de la humanidad marchaban por el mejor camino.
Con el tiempo vino a saberse una triste verdad: que la vida en bosques y selvas era una experiencia hostil y de dudoso éxito, y que si algunos niños habían regresado no había sido, precisamente, para contarlo: los agobiaban uno u otro defecto mental o trauma psíquico, y era precisamente por eso que habían sido abandonados o se habían perdido. Un ser humano enteramente natural jamás ha existido: se llama Homo sapiens a una criatura que, desde su surgimiento, tiene tanto de natural como de cultural. Sin concesiones románticas, el psicoanalista Bruno Bettelheim zanjó la cuestión de los jóvenes salvajes al consignar, en La fortaleza vacía (1967), que “los llamados niños ferales no han sido otra cosa que niños con la forma más grave de autismo infantil, independientemente de que algunos fuesen débiles mentales”. Para colmo, los lobos bienhechores no habían sido, del todo, reales: el supradicho misionero acabó confesando que había inventado la historia de la loba caritativa, pues no encontró otra manera de explicar el comportamiento “animal” de las niñas. Kamala y Amala —como las llamaron— se ponían hostiles en la noche, perseguían aves, robaban carne cruda y aullaban.
Una cosa, sin embargo, es la ciencia, y otra las artes de la imaginación. Pese a los balances académicos más escépticos, el mito de la selva cuidadora —el locus amoenus de los románticos, si se quiere— se mantiene fresco y lozano a sus espaldas. Edgar Rice Burroughs, lector de Kipling y autor de Tarzán de los monos (1914), ideó una jungla en la que se corrían menos riesgos que en los barcos ingleses, y en la que habitaban simios tan caritativos como la loba de Midnapore. Prueba de eso es la mangani Kala, madre adoptiva del hijo huérfano de lord Greystoke. En la segunda mitad del siglo XX, Randal Kleiser, productor y director de La laguna azul (1980), hizo de una selva tropical, sembrada en medio del mar, el mejor laboratorio para la educación sentimental de dos náufragos adolescentes, Richard y Emmeline (mejor conocida, ella, como Brooke Shields). Poco antes, en Colombia, Jairo Aníbal Niño había descrito, en Zoro (1977), una selva cuyos animales ayudan a los niños a vencer las asechanzas y trampas de los colonos blancos. Zoro, el joven protagonista, encuentra a su paso tigres de cristal que cantan como pájaros, pero, sobre todo, avanza por los caminos selváticos gracias a un tente, ave guía que, según le ha dicho su abuelo, es más fiel que un perro (es decir, que un lobo domesticado).
De Zoro al reciente drama de los niños uitotos perdidos y encontrados en las selvas del Caquetá hay apenas un paso. Es, por lo menos, lo que deja colegir una columna de Julio César Londoño sobre el asunto, “Tan bellos los indiecitos”, publicada en el diario El Espectador a los pocos días del milagroso hallazgo de los menores. De acuerdo con Londoño, cabe la posibilidad de que Lesly y sus hermanitos temieran más a los hombres que a la jungla espesa, y que hubieran preferido esconderse de tanta gente con camuflado y botas, que acaso se les antojaba tan perversa como los colonos que buscan a Zoro. Nada como el abrazo protector de las benévolas entidades selváticas, sugiere Londoño, quien apunta que los niños sobrevivieron por obra de “una minga de dioses orientales y nativos, por el espíritu del jaguar y la energía del agua y de los ‘elementales’ de las plantas”. Por supuesto, hay algo de sorna en las palabras del columnista, cuyo objetivo es, en buena parte, denunciar la hipocresía de una sociedad que se muestra conmovida por la apoteosis indigenista del rescate, olvidando que hace muy poco —en el fragor del estallido social de 2021— disparaba contra las comunidades ancestrales del Cauca.
Hoy, como desde hace milenios, la anécdota de los niños en la selva ha sido puesta al servicio de las grandes reflexiones morales. De hecho, es sintomático que se insista en vincular un perro a la historia, como si de tal manera se la hiciera más elocuente. Porque, es necesario decirlo, el papel de Wilson en esta aventura se antoja más borroso que heroico. El perro, es verdad, logró contactar a los niños, pero terminó por abandonarlos para seguir otro rastro, con tanto empecinamiento o con tan poca pericia que acabó —él sí— extraviándose. Las decisiones prácticas de Lesly, los morrales con provisiones arrojados por el ejército y la persistencia de la guardia indígena fueron los factores determinantes para el éxito de la Operación Esperanza. A Wilson, como a Arturo Cova, lo devoró la selva, y es muy posible que, desde hoy, su evocación reemplace a la del “hijo de Lindbergh” en la popular frase hiperbólica sobre gente extraviada.
Más allá del asunto del perro, el entusiasmo del momento —la lección promovida por la anécdota— tiene que ver con la afirmación de la cosmovisión indígena, o, más exactamente, de lo que se percibe como tal. La idea de que la selva, con sus espíritus o energías, retuvo o acogió a los pequeños uitotos hasta que buenamente quiso soltarlos ha sido tomada de labios indígenas y reproducida con entusiasmo por los medios de comunicación. Sin entrar a considerar la legitimidad cultural de esa tesis, no deja de ser llamativa tanta aquiescencia por parte del público no indígena. De hecho, más que aquiescencia hay felicidad. Se entiende por qué: hoy, cuando ya no nos interesa filosofar sobre la naturaleza humana ni sobre las condiciones ideales de la educación sentimental, la reciente aventura de los hermanos Mucutuy viene a servir como pretexto para ejercer esa corrección política que, en un tema de moda, todos necesitamos exhibir; la aventura se ofrece como la oportunidad perfecta para mostrar apertura antropológica o, si se quiere, pachamamertismo, sin importar lo que cada uno crea de labios para adentro. Casi hemos construido una suerte de consenso nacional frente a la tesis esotérica de que a los niños los salvó la buena energía del mundo. Por esa misma vía —la de entender la cosmovisión indígena a medias, remarcar en ella los colores que más nos gustan y difundirla en nuestros términos— fue que nos convencimos de que todos los pueblos indígenas aman las plantas y los animales como si fueran sus hermanos, y que, sin excepción, conciben a la tierra como su madre. Sin embargo, nada en el mundo es tan redondo.
Una de las glosas más precisas sobre el extravío y encuentro de los niños la hizo Alex Rufino, un fotógrafo ticuna entrevistado por BBC News, y quien, con agudeza y objetividad, analizó las razones por las cuales Lesly y sus tres hermanos se mantuvieron con vida a lo largo de cuarenta días. Pese a que también cae en la ligereza de decir que la selva no era ninguna amenaza y que, por el contrario, había salvado a los niños (por ejemplo, los había lavado con su lluvia), Rufino sabe que el conocimiento de la vida silvestre que tenía la adolescente fue, a la postre, definitivo para garantizar la sobrevivencia del grupo. Muy probablemente, Lesly había aprendido, de sus mayores, a estar y andar por la selva; sabría que podía alimentarse de lo mismo de que se alimentan los micos, pues, al fin y al cabo, son lo más parecido a nosotros en el corazón de la manigua; intuiría que donde se oye quebrar una rama puede haber un camino; habría visto a otros indígenas fregarse el cuerpo con hojas para preservarse de las picaduras de los mosquitos; sospecharía que las serpientes más fácilmente se apartan de un pie limpio que de uno embarrado; sabría que ciertas frutas rojas de temporada podían comerse, etc. Aunque algunos prefieran las explicaciones místicas, casi sobra decir que, si esas u otras ideas útiles estaban en la cabeza de la joven Mucutuy, no fue precisamente un espíritu benigno o un tigre de cristal quien las puso ahí.
La conclusión, de tan simple, casi puede decepcionar. La selva es un lugar terrible; es, como escribió José Eustasio Rivera en La vorágine (1924), “la catedral de la pesadumbre”. A los animales que la recorren día y noche no les importa la suerte de nadie ni de nada, como no sea la de su propio estómago, y de ahí que lo más adecuado sea no perderse entre la fronda. Y si eso llega a suceder, lo único que, amén de un golpe de suerte, puede salvar al extraviado es su formación en la escuela de la sobrevivencia. Una cosa es la selva y otra el conocimiento sobre ella, y es de lo segundo —eso que también conocemos como cultura— de donde proviene la más segura salvación. Quizá eso sea lo único que dicen los mitos, por más que, para decirlo, se vistan con pieles de lobos caritativos.
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