Número 134 // Mayo 2023

La pelota sigue en juego

Por SILVIO BOLAÑO ROBLEDO
Ilustraciones de Alejandra Pérez

El picado

Dado que los activistas europeos nos enseñaron que el de Catar fue “el mundial de la vergüenza”, me propuse indagar cómo funciona la conciencia de los hinchas que nos aferramos a creer en la Copa del Mundo, aunque sepamos que es un torneo corrupto. Por eso, en un acto de contrición ante el ritual mayor del fútbol, pregunté a mis amigos en cuál de los mundiales descubrieron que la Fifa mancha la pelota. Yo no recuerdo la alocución en la que el presidente Belisario Betancur renuncia a la sede de Colombia 86 con el argumento de que los millones de dólares que la multinacional Fifa nos exigía derrochar en la construcción de hoteles y estadios debían ser invertidos en las necesidades del pueblo, o sea en salud y educación. Tampoco tengo memoria de los hospitales y de las escuelas que su gobierno construyera. En su lugar, las noticias de las avalanchas en Armero y de la toma del Palacio de Justicia son los primeros recuerdos que albergo sobre eso tan nuestro como abstracto que llamamos Colombia. Y el fervor por el mundial estalla en mis recuerdos durante México 86, con las laminitas de Maradona que venían en el Frescogurt de limón y los colores del arenero del parque del barrio Carlos E. Restrepo. Con el yogur también venía la figurita de Platini, quien años más tarde se pusiera la corbata, junto a Beckenbauer, para engrasar la maquinaria de las corruptelas que beneficiaron a las federaciones de fútbol de Francia y Alemania.

—¡Michel Platini!, ¡Franz Becken-bauer! —gritaba el niño para ganarles a quienes solo conocían el nombre sagrado de “Edson Arantes do Nacimento, ¡el Rey!, ¡Pelé! ¡Pelé!”, durante los alegatos en el patio sobre quién es el mejor futbolista de todos los tiempos; hasta que los niños grandes salían al recreo y nos arrojaban los nombres de Di Stéfano y de Cruyff, como si al evocar a los cracks lanzáramos a competir bolitas de colores, cartas mágicas, tazos. Sucede que los futbolistas suelen ser más interesantes para los niños que Batman o Spiderman pues, aunque los elijamos para jugar a los superhéroes, no somos bobos y sabemos que son personajes de ficción; en cambio, algo diferente pasa cuando los demás nos dejan ser Higuita en el picado del recreo, ya que René no será un héroe de ficción, pero sí de fantasía.

—A que yo soy René Higuita.

—¡Y yo soy el Pibe Valderrama!

—Me pido al Palomo Usuriaga.

—Y yo, al Pitufo de Ávila.

—Entonces yo soy el Guajiro Iguarán —y así el todos contra todos era un fútbol fiesta, sangre en las rodillas, manos raspadas, mocos; olor a llovizna en el cemento y niños pegados al chorro de agua de la canilla.

Imaginación, poder y tragedia

Varios amigos afirman haber descubierto la corrupción de la Fifa durante Italia 90, más allá del entusiasmo que nos produjera la selección Colombia de Pacho Maturana y de la nostalgia que sentimos al escuchar la canzone di pop que presume de mejor himno de los mundiales: “…Sotto il celo / di un’estate italiana /. E negli occhi tuoi / voglia di vincere / Un’estate, un’avventura in più…”. Otros confesamos haber dejado de creer en la imparcialidad de la Fifa durante Estados Unidos 94. Maradona es el personaje principal de ambos melodramas, pues no representaba solo a la Argentina sino a la magia del juego. Diego había escrito una profecía con la zurda en los potreros de Villa Fiorito e ilusionado a los amantes del jogo bonito cuando levantara la Copa del Mundo Sub-20 en Japón 79. Expulsado en España 82 tras un planchazo sobre el brasilero Batista, en México 86 había dictado cátedra de fantasía y sacrificio. Con Pelusa en la cancha parecía inevitable el tercer título para los gauchos, pero en Italia 90 lo vimos llorar por primera vez ante la fatalidad del destino. Hinchas radicales desataron la furia del 10 desde los himnos al pitar las notas del: “Oíd, ¡mortales!, el grito sagrado: ¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad!…”. “¡Hijos de puta!”, gritaba, soberbio, al lado del arquero Sergio “Supermán” Goycochea, ante los abucheos de la tribuna: “Hijos de puta, ¡hijos de puta!”. Canta, oh, musa, la cólera de Diego Armando Maradona antes de la final de Italia 90. Canta la ira que sintiera en el Olímpico de Roma al recibir los silbidos de desprecio por el Sur y en especial por Nápoles, a cuya escuadra el Pelusa había conducido a la cumbre de Europa, sobre las superpotencias de Milán y Turín. Alemania vs. Argentina era, una vez más, un duelo entre el Sur y el Norte. “El sueño del Pibe” había sido transformado, de nuevo, en un asunto de geopolítica. Canta, oh, Calíope, musa del dulce labio, cómo pitaron un penal en el minuto 85 a favor de Alemania Federal, que jugaba su primer mundial tras la caída del Muro de Berlín. El defensa Sensini rechaza la pelota antes de que Völler la ataque, pero Codesal, juez mexicano canadiense, sanciona la pena máxima. Y, aunque también volara a su encuentro, aquella vez Goycochea no pudo evitar que Andreas Brehme pateara el Adidas Etrusco al rincón donde crece la alfalfa. Entonces vimos llorar al Diego y comprendimos que la gloria tiene precio.

En cambio, la escena de Estados Unidos 94 parece una pesadilla inventada por un genio maligno para embromar a los estudiantes de Sigmund Freud: una enfermera rubia y maciza, con una cinta verde en el pelo, entra al terreno de juego tras el partido de Argentina contra Nigeria para interrumpir la celebración del 10 y llevarlo a la prueba de dopaje. La sanitaria saca al Diego de la cancha tomado de la cintura, vigilado por dos sargentos con sombreros de guardabosques, como si el campeón fuera un delincuente. “Me cortaron las piernas”, sentenció ante la prensa un Maradona compungido por un llanto que los niños no podíamos comprender. Él pudo haber levantado más copas del mundo, pero las parcas prefirieron tejer una tragedia con su nombre, por eso las musas lo celebran como el héroe trágico del siglo XX: un ángel con las alas heridas, el Dios del fútbol popular. La alta imaginación que produce el balompié ha inducido a algunos a concluir que la arrogancia con la que Diego celebra su golazo a Grecia es una prueba irrefutable de que estaba drogado con cocaína. Otros, no menos espabilados, afirman que las pruebas fueron alteradas por la DEA para dar un mensaje contra el consumo de drogas, con la coartada del brasilero Havelange, presidente de la Fifa, quien quería impedir que el 10 volviera a ser campeón del mundo. “Los brasileros han sido celosos con Pelé y con sus cifras. Cuando era joven, la dictadura militar hizo de él un patrimonio del Estado. En el de USA 94, o sea el primer mundial que ganaran en democracia, no le dieron minutos de juego a Ronaldo Nazario para que no pudiera superar al Rey. Por eso no me parece descabellada la teoría de que Havelange pudo haber conspirado contra Maradona…”, agrega el periodista Jesús Gabriel Acosta.

El del 94 también fue un fracaso deportivo, pero además una debacle espiritual y moral para muchos colombianos: la selección cafetera más amada, la del “Sí, sí, Colombia / Sí, sí, Caribe…”, aquella de Higuita, el Pibe, Rincón, Asprilla y Leonel; equipo que comenzó a armarse en el preolímpico del 87 y alcanzara su nivel más alto con el 5 a 0 ante Argentina en el Monumental de River Plate, conoció el desencanto en las canchas de Disney. “No es el fin del mundo”, respondió a los periodistas, con gallardía, el defensor Andrés Escobar, autor del autogol que puso en ventaja a Estados Unidos en aquel 2 a 1 con el que nos despidiéramos del torneo. Diez días después, El Caballero del fútbol fue asesinado en Medellín, cuando la competición orbital aún estaba en juego. Tras esta catástrofe muchos niños colombianos perdieron, para siempre, su amor por el balompié. “Yo casi perdí mi esperanza en Colombia, a los 13 años, como si pagáramos una maldición al nacer aquí. El más noble, el mejor de todos, asesinado de esa manera…”, añade el artista Gustavo Carvajal. Paz en el corazón de quienes leen estas palabras.

A unos enorgullece lo que a otros avergüenza

Otros amigos confesaron haberse dado cuenta de la corrupción de la Fifa durante Corea y Japón 2002, cuando fuera evidente la manipulación del arbitraje a favor de las selecciones anfitrionas. Por ejemplo, en contra de Italia, escuadra que cuatro años después campeonara en Alemania, en medio del escándalo llamado Calciopoli, una de las corruptelas proverbiales del fútbol europeo en el siglo XXI. Italia fue campeona en 2006 en el Olímpico de Berlín ante la Francia del mágico Zinedine Zidane, quien viera la tarjeta roja por darle un cabezazo a Materazzi en el pecho. Ese fue el último partido oficial que jugó Zizou. Meses después la federación italiana de calcio no tuvo más remedio que descender a la todopoderosa Juventus a la serie B, luego de que la procuraduría de Turín investigara un concierto para delinquir entre árbitros, directivos y periodistas que influyó en el resultado de diecinueve partidos. Pero, sobre los juicios arbitrales que favorecen al local de la Copa del Mundo, el periodista Rodri Urrego nos recuerda el gol fantasma pitado a favor de Geoff Hurst en Inglaterra 66, cuando en el minuto 101 pateara al larguero de los alemanes y la pelota rebotara en el suelo sin atravesar la línea. Miremos el cuadro: un tal Dienst, árbitro suizo, convalida el gol de pica barra inexistente tras discutir con el juez de línea azerí (o sea de Azerbaiyán) Tofik Bakhramov. Atención, pues con este argumento manipulan los partidos a través del VAR: la suposición de que el juicio de otra autoridad técnica, cuya perspectiva de observación es privilegiada, siempre será verdadero; en el caso del VAR, la presunción de infalibilidad de la tecnología es un argumento a su favor que parece irrefutable. Pero volvamos al 66, mundial en el que “papá Pelé” —como le dice Kylian Mbappé—, salió de la cancha convaleciente por dos leñazos con los que el luso Morais lo consintiera en la misma gamba; doble patada de la que intentara vengarse con un codazo cuando ya no estaba en juego la pelota de franjas. Tras las golpizas que le dieran búlgaros y portugueses en Inglaterra (el técnico Vicente Feola decide protegerlo de su lesión y los húngaros no tienen chance de molerlo a palos), Pelé renuncia al Scratch de Oro. Abdicación que, para la alegría del universo, fue pasajera y regresaría por televisión a color en aquel México 70 para coronarse rey del fútbol en el Estadio Azteca, como primer bailarín de la comparsa tricampeona y ganadora absoluta del trofeo Jules Rimet (que sería robado y fundido en Río de Janeiro en 1983). Papá Pelé es la profecía cumplida tras el apocalipsis que vivieran los brasileros en 1950 al perder con Uruguay en el célebre Maracanazo; el garotinho que al ver a su padre llorar le promete que ganará el trofeo y lo levanta tres veces hasta llevarlo a su casa. La renuncia de Pelé a la verdeamarelha fue pasajera, como luego lo fueran a la albiceleste las renuncias de Maradona (1990) y de Lio Messi (2016), pues la historia se repite, primero como tragedia y luego como comedia; por eso no es lineal sino cíclica, helicoidal, como sugerían los filósofos Heráclito y Nietzsche. Por eso en el torneo del 66 (en cuyas vísperas también fuera robado el trofeo Jules Rimet, pero pronto recuperado por el popular perro Pickles) Alemania no podía ser bicampeona contra Inglaterra, tras veinte años del fin de la segunda guerra mundial, en plena Guerra Fría y ante su majestad Elizabeth II. El juez suizo debía aceptar la decisión del linier Bakhramov, quien por señalar el gol de pica barra y robar a los alemanes se convertiría en héroe tanto en Inglaterra como en Azerbaiyán, entonces república socialista soviética, donde llamaron a un estadio con su nombre y le edificaron una estatua de cuerpo completo. El memorándum dice que, al ser recordado, no se olvide que la primera estatua en homenaje a un árbitro conmemora un robo: el de los ingleses a los alemanes en Albión. A unos enorgullece lo que a otros avergüenza.

Sin embargo, parece que el mundial que más pesa en la conciencia de la barra futbolera es Argentina 78, pues da grima recordar un torneo organizado por la dictadura militar para sostener el discurso de grandeza de la patria sobre los cadáveres de los desaparecidos. “Tengo los muertos todos aquí / ¿quién quiere que se los muestre?… Elija usted en cuál de estas muertes se puso a llorar…”, cantaba Charly García en El show de los muertos en 1974. La peña tampoco olvida “la mermelada peruana”, o sea cuando la selección del Perú accediera a ser goleada por seis en el Gigante de Arroyito, con la consecuente eliminación de Polonia y el paso de Argentina a la final y de Brasil a la disputa por el tercer puesto. Pero somos seres de contradicciones y a esa misma barra se le eriza la piel cuando recuerda a Mario Alberto Kempes marcar goles bajo una lluvia de papelitos plateados y un canto en la radio: “Mirada al frente, pelo al viento, festeja Kempes su gol a La Naranja Mecánica como los Libertadores de América (…) ¡brazos en alto celebra el Matador! (…) ¡como un San Martín, un O’Higgins, Bolívar, Artigas victorioso en el Río de la Plata!”.

Narración y simulacro: triunfo de la imagen moderna

Honorio Bustos Domecq (nombre con el que firman los relatos escritos a dos manos Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges) escribió un cuento sobre un personaje que, mientras caminaba por el barrio Núñez, advierte que en la Avenida Figueroa Alcorta ya no está el Monumental de River Plate. Asombrado, el personaje busca respuesta en un directivo de fútbol que le confiesa que desde hace años el balompié no se juega en las canchas, sino que es un simulacro que se narra y actúa. El Monumental también resulta altamente literario durante la primera batalla que libra el ejército de la resistencia de la humanidad con los seres que invaden la tierra en las viñetas de El Eternauta, cómic de culto que fuera censurado en Argentina e Italia y cuyo autor, Héctor Germán Oesterheld, fue desaparecido durante la dictadura militar. Estas son solo dos metáforas que nos ha regalado la literatura latinoamericana, desde hace más de cincuenta años, en las que el fútbol tiene que ver con los simulacros y los discursos de poder. Y es que el juego de pelota tiene mucho que ver con el simulacro en sí: la finta y la gambeta tienen todo que ver con el arte del engaño. Si esto ya lo sabían los poderosos de los pueblos precolombinos de Mesoamérica, así como los artesanos di Firenze, quienes practicaban sus juegos de pelota en los días sagrados, era improbable que su poder simbólico no fuera usado por intereses e ingenios modernos, como el de la International Board, institución que controla de forma independiente las reglas del fútbol desde 1886. Por eso un amigo respondió “1930” a la pregunta de qué mundial nos hizo dar cuenta de que la Fifa mancha la pelota, o sea desde el origen: tras las medallas de oro que ganara la República Oriental del Uruguay en el 24 y el 28, cuando todavía reconocía al vencedor de los Juegos Olímpicos como campeón mundial porque se jugaba con sus reglas; pero las diferencias con el COI sobre la profesionalización del deporte la llevaron a crear su propio torneo, con el popular trofeo Jules Rimet.

Pero primero fue ella, después el fútbol. La pelota es además un ideal platónico: la figura perfectamente simétrica. ¿Qué juguete es más universal y planetario? Los humanos jugábamos a chutar piedras, semillas, frutos, huesos, vejigas rellenas; pero con la imagen en la mente de la esfera ideal como objetivo. De los clubes ingleses surgieron las reglas de juego en el siglo XIX y las exportaron como un producto avanzado de la modernidad, un juego de gentleman; pacto entre caballeros para civilizar las brutales partidas callejeras que alarmaban a la sociedad. Los padres jesuitas trajeron las reglas y la pelota a sus colegios con ese espíritu sportivo, ultramoderno; por eso los estudiantes que formaron parte del decano de Colombia, el Deportivo Independiente Medellín, jugaban en la cancha de Miraflores del barrio Buenos Aires un fútbol hablado en inglés. Mi abuelo Silvio Robledo, futbolista del DIM en 1928, evocaba la “época gloriosa” del amateurismo en la que tenían valores olímpicos y “sí eran hombres”, pues no sobreactuaban las faltas para inducir fabol, ya que el fobal no los inspiraba por dinero sino por sport.

“Pero la pelota no se mancha”

Ahora, si la experiencia nos demuestra que la localía se adquiere a través de corruptelas, que el espectáculo maquilla la represión de los gobiernos y favorece a los poderosos, tanto que es posible manipular los resultados, incluso con el VAR, no sobra que nos preguntemos por qué nos entusiasma la Copa del Mundo. Si se trata de un simulacro en el que la geopolítica a menudo triunfa sobre los sueños de los pibes, mientras los corrompe, ¿a qué nos aferramos cuando la competición nos emociona? No quise plantear este diálogo a mis amigos por ser condescendientes con el boicot y sentirnos virtuosos solo por indignarnos, pues no nos preocupa lo que pasa alrededor del fútbol por sostener una pose de superioridad moral sino por la querencia. Nosotros somos de la escuela de Javier Marías y sabemos que el fútbol es la recuperación semanal de la infancia. Hablamos desde la resistencia del juego y de la imaginación, pues, más allá de los nacionalismos que detona, el mundial nos entusiasma porque nos une a la querencia. A esa jurisdicción del sentimiento se refería el Diego la tarde de su despedida en La Bombonera cuando, entre lágrimas, le explicó a su pueblo de Boca Juniors que él también era humano y se había equivocado: “Pero la pelota no se mancha”. A eso apuntaba el profesor Gustavo Alfaro al responder que había convocado a Catar a un muchacho que jugaba en la segunda división de un club de Ecuador porque pensaba en el niño que él había sido, el que sentía ansiedad por ver los partidos del domingo mientras soñaba con una quimera: jugar en la selección de su país. Ese niño, decía el profe Alfaro: “Va a estar al lado mío en la Copa del Mundo”.

“Puede ser hoy, Abu…”

El fútbol es una era imaginaria en la que millones de niños creen que ser campeones del mundo es el mayor logro que puede alcanzar una persona. Desde una perspectiva foucaultiana, este es un proyecto de dominación de la mente y del cuerpo que te programa para que en la adultez consumas ciertos productos y reproduzcas conductas de sometimiento hacia los poderes fácticos. Si a esta crítica del poder sumamos la frase de cajón con la que los intelectuales latinoamericanos han despreciado por décadas al balompié, a saber: que la humanidad demuestra su estupidez cuando se detiene a ver veintidós adultos perseguir una pelota, podríamos concluir que no se trata de una era propicia para la educación, el arte o la ciencia. El escritor Alejandro Dolina refuta con brillantez esta falacia al argumentar que, con esa misma lógica, podemos decir del Quijote que solo son dos mil páginas con garabatos negros. Que la humanidad se detenga para ver un partido y no porque haya estallado otra guerra, una revolución o algún megalómano se haya declarado dictador, no solo es un triunfo del comercio y de la industria del espectáculo sino sobre todo del ocio, la recreación y el deporte. Si ser campeón es el sueño de millones de niños, pero además se realiza en un acto, en un escenario sublime y a través de un ritual transmitido en directo, de manera que millones de personas experimentan la catarsis a la vez, es evidente que el interés que genera puede ser criticado por muchas razones excepto por superficial. ¿Cómo no nos va a ilusionar —respondió a la pregunta inicial el historiador José Manuel González— si ahora hay dos niños que juegan en mi calle y uno de ellos se pidió ser Lionel Messi? El fútbol se salva a sí mismo cuando un niño juega a la pelota, pero las eras imaginarias se realizan a través de relatos que cumplen los anhelos colectivos. Por ejemplo, la historia de un pequeño que no podía crecer, pero tenía a su familia, genio, disciplina y el cariño de millones de chicos que querían que él fuera el mejor futbolista de la historia. Canta, Calíope, musa del dulce labio, la gesta del pibe que, tras décadas de triunfos y frustraciones, antes del penal que pateara Montiel a los franceses miró a lo alto y dijo: “Puede ser hoy, abu…”.

La coronación de Messi

“Iban a coronar a alguien, esa fue la narrativa desde que apareció Morgan Freeman”, me escribió el publicista Federico Giraldo cuando el emir Sheik Tamim bin Hamad Al Thani puso en los hombros de Messi una capa negra con encajes dorados, en un ritual inédito, antes de que alzara la copa (bisht es el nombre de esta delicadísima capa, destinada a la realeza catarí). A su lado Gianni Infantino, el suizo italiano presidente de la multinacional Fifa, asistió a la coronación de Lionel Andrés Messi Cuccittini como garante de Occidente. Entonces, entre el emir y el presidente, la Pulga vivió su asunción, experimentó la apoteosis y alcanzó la trascendencia. El triunfo de la Argentina fue también el de la narrativa de su hinchada, quien impuso al mundo su folclore como paradigma. A 36 años del triunfo del equipo del doctor Bilardo en el Estadio Azteca, los gauchos saturaron los medios de comunicación con producciones como el cántico “Muchachos, ahora nos volvimos a ilusionar…”, o la publicidad de “Coincidencias”, en la que los hinchas hallan similitudes entre Catar 22 y México 86 (lo que en su mitología llaman dizque cábalas), al ritmo de la canción Hablando a tu corazón de Charly García. El papa Francisco, socio de San Lorenzo desde pibe, guardó respetuoso silencio para anular la mufa. Tras cuatro frustraciones (Alemania, Sudáfrica, Brasil y Rusia) y con 35 años, las musas fueron favorables en la redacción de la gesta mundialista de la Pulga, que comenzara con una derrota ante Arabia Saudita. Pero La Scaloneta contaba con la querencia de un plantel joven que no iba a permitirse dejar pasar la oportunidad de ser campeones junto a su máximo ídolo de infancia. Scaloni presentó un equipo impredecible en su orden táctico, pues variaba de acuerdo con la situación, pero fiel a una fórmula en apariencia sencilla: tener a diez atletas que siempre ataquen la pelota y la pongan de inmediato en circulación. Entonces, de repente, aparecía Lionel Messi, quien frente a México nos recordó a la Pulga que jugaba en el Barça con Ronaldinho; ante Polonia quebró la cintura como el Burrito Ortega y contra Australia emuló a su ídolo Pablo Aimar, quien desde el banco disfrutó de su recital de pases. Frente a Países Bajos, tras la milagrosa asistencia en la que cuela la pelota entre seis rivales, Leo mostró una faceta inusitada: al final del encuentro le hizo el gesto de Topo Gigio, que popularizara Juan Román Riquelme, a la banca de los neerlandeses, para rechazar las declaraciones que el seleccionador Louis Van Gaal había dado sobre la selección Argentina. Instantes después interrumpió una entrevista para lanzar el insulto infantil: “¿Qué mirás, bobo? Andá pashá, bobo”, al ingenuo de Weghorst, quien fuera despreciado por querer acercarse a Lio en medio de una calentura que nos mostró su rostro más maradoniano posible, ya que el Diego usaba insultos menos santos. Argentina pasó a la final tras derrotar a la Croacia del lírico Luka Modric con una jugada en la que el 10 le baila un tango al joven Guardiol para asistir a Julián Álvarez, un campeón con pinta de héroe griego, nombre paisa y acné juvenil. Ante los franceses, el Dibu Martínez tapó un remate a Garang Kuol que no solo salvó el campeonato, sino que produjo algo que no se veía desde la década de Goycochea, Higuita y Chilavert: que cientos de pibes pidan a sus padres que le regalen el uniforme de arquero, en un país donde, si abres la tierra, surge un volante 10 que pisa la pelota y tuerce la mano como si fuera a pintar al óleo. “Argentina campeona del mundo en la final más bella de todos los tiempos. Messi, el pie de Dios”, tituló La Gazzetta dello Sport: “La novela de La Pulga en El Olimpo”, “Quien ama a Leo ama al fútbol”, “As de Di María, obra maestra de Scaloni”, elogiaban los italianos. “Pero el futuro es del Rey triste”, añadían, en alusión al astro francés Kilyan Mbappé, autor de tres goles en la final y quien, a sus 24 años, puede romper las cifras de Edson Arantes do Nascimento. Catar 22 también será recordado por dos acontecimientos fatídicos, pues quiso el destino que durante el torneo se conmemoraran dos años de la partida de Maradona y asistiéramos a la agonía de Pelé. Con la coronación de Messi, cuya historia ha sido incorporada al santoral del patio, el panteón olímpico y los relatos de Las mil y una noches, hemos asistido a un cambio de época, que es la de Kylian Mbappé. Y la pelota sigue en juego.