El picado
Dado que los activistas europeos nos enseñaron que el de Catar fue “el mundial de la vergüenza”, me propuse indagar cómo funciona la conciencia de los hinchas que nos aferramos a creer en la Copa del Mundo, aunque sepamos que es un torneo corrupto. Por eso, en un acto de contrición ante el ritual mayor del fútbol, pregunté a mis amigos en cuál de los mundiales descubrieron que la Fifa mancha la pelota. Yo no recuerdo la alocución en la que el presidente Belisario Betancur renuncia a la sede de Colombia 86 con el argumento de que los millones de dólares que la multinacional Fifa nos exigía derrochar en la construcción de hoteles y estadios debían ser invertidos en las necesidades del pueblo, o sea en salud y educación. Tampoco tengo memoria de los hospitales y de las escuelas que su gobierno construyera. En su lugar, las noticias de las avalanchas en Armero y de la toma del Palacio de Justicia son los primeros recuerdos que albergo sobre eso tan nuestro como abstracto que llamamos Colombia. Y el fervor por el mundial estalla en mis recuerdos durante México 86, con las laminitas de Maradona que venían en el Frescogurt de limón y los colores del arenero del parque del barrio Carlos E. Restrepo. Con el yogur también venía la figurita de Platini, quien años más tarde se pusiera la corbata, junto a Beckenbauer, para engrasar la maquinaria de las corruptelas que beneficiaron a las federaciones de fútbol de Francia y Alemania.
—¡Michel Platini!, ¡Franz Becken-bauer! —gritaba el niño para ganarles a quienes solo conocían el nombre sagrado de “Edson Arantes do Nacimento, ¡el Rey!, ¡Pelé! ¡Pelé!”, durante los alegatos en el patio sobre quién es el mejor futbolista de todos los tiempos; hasta que los niños grandes salían al recreo y nos arrojaban los nombres de Di Stéfano y de Cruyff, como si al evocar a los cracks lanzáramos a competir bolitas de colores, cartas mágicas, tazos. Sucede que los futbolistas suelen ser más interesantes para los niños que Batman o Spiderman pues, aunque los elijamos para jugar a los superhéroes, no somos bobos y sabemos que son personajes de ficción; en cambio, algo diferente pasa cuando los demás nos dejan ser Higuita en el picado del recreo, ya que René no será un héroe de ficción, pero sí de fantasía.
—A que yo soy René Higuita.
—¡Y yo soy el Pibe Valderrama!
—Me pido al Palomo Usuriaga.
—Y yo, al Pitufo de Ávila.
—Entonces yo soy el Guajiro Iguarán —y así el todos contra todos era un fútbol fiesta, sangre en las rodillas, manos raspadas, mocos; olor a llovizna en el cemento y niños pegados al chorro de agua de la canilla.
Imaginación, poder y tragedia
Varios amigos afirman haber descubierto la corrupción de la Fifa durante Italia 90, más allá del entusiasmo que nos produjera la selección Colombia de Pacho Maturana y de la nostalgia que sentimos al escuchar la canzone di pop que presume de mejor himno de los mundiales: “…Sotto il celo / di un’estate italiana /. E negli occhi tuoi / voglia di vincere / Un’estate, un’avventura in più…”. Otros confesamos haber dejado de creer en la imparcialidad de la Fifa durante Estados Unidos 94. Maradona es el personaje principal de ambos melodramas, pues no representaba solo a la Argentina sino a la magia del juego. Diego había escrito una profecía con la zurda en los potreros de Villa Fiorito e ilusionado a los amantes del jogo bonito cuando levantara la Copa del Mundo Sub-20 en Japón 79. Expulsado en España 82 tras un planchazo sobre el brasilero Batista, en México 86 había dictado cátedra de fantasía y sacrificio. Con Pelusa en la cancha parecía inevitable el tercer título para los gauchos, pero en Italia 90 lo vimos llorar por primera vez ante la fatalidad del destino. Hinchas radicales desataron la furia del 10 desde los himnos al pitar las notas del: “Oíd, ¡mortales!, el grito sagrado: ¡libertad!, ¡libertad!, ¡libertad!…”. “¡Hijos de puta!”, gritaba, soberbio, al lado del arquero Sergio “Supermán” Goycochea, ante los abucheos de la tribuna: “Hijos de puta, ¡hijos de puta!”. Canta, oh, musa, la cólera de Diego Armando Maradona antes de la final de Italia 90. Canta la ira que sintiera en el Olímpico de Roma al recibir los silbidos de desprecio por el Sur y en especial por Nápoles, a cuya escuadra el Pelusa había conducido a la cumbre de Europa, sobre las superpotencias de Milán y Turín. Alemania vs. Argentina era, una vez más, un duelo entre el Sur y el Norte. “El sueño del Pibe” había sido transformado, de nuevo, en un asunto de geopolítica. Canta, oh, Calíope, musa del dulce labio, cómo pitaron un penal en el minuto 85 a favor de Alemania Federal, que jugaba su primer mundial tras la caída del Muro de Berlín. El defensa Sensini rechaza la pelota antes de que Völler la ataque, pero Codesal, juez mexicano canadiense, sanciona la pena máxima. Y, aunque también volara a su encuentro, aquella vez Goycochea no pudo evitar que Andreas Brehme pateara el Adidas Etrusco al rincón donde crece la alfalfa. Entonces vimos llorar al Diego y comprendimos que la gloria tiene precio.
En cambio, la escena de Estados Unidos 94 parece una pesadilla inventada por un genio maligno para embromar a los estudiantes de Sigmund Freud: una enfermera rubia y maciza, con una cinta verde en el pelo, entra al terreno de juego tras el partido de Argentina contra Nigeria para interrumpir la celebración del 10 y llevarlo a la prueba de dopaje. La sanitaria saca al Diego de la cancha tomado de la cintura, vigilado por dos sargentos con sombreros de guardabosques, como si el campeón fuera un delincuente. “Me cortaron las piernas”, sentenció ante la prensa un Maradona compungido por un llanto que los niños no podíamos comprender. Él pudo haber levantado más copas del mundo, pero las parcas prefirieron tejer una tragedia con su nombre, por eso las musas lo celebran como el héroe trágico del siglo XX: un ángel con las alas heridas, el Dios del fútbol popular. La alta imaginación que produce el balompié ha inducido a algunos a concluir que la arrogancia con la que Diego celebra su golazo a Grecia es una prueba irrefutable de que estaba drogado con cocaína. Otros, no menos espabilados, afirman que las pruebas fueron alteradas por la DEA para dar un mensaje contra el consumo de drogas, con la coartada del brasilero Havelange, presidente de la Fifa, quien quería impedir que el 10 volviera a ser campeón del mundo. “Los brasileros han sido celosos con Pelé y con sus cifras. Cuando era joven, la dictadura militar hizo de él un patrimonio del Estado. En el de USA 94, o sea el primer mundial que ganaran en democracia, no le dieron minutos de juego a Ronaldo Nazario para que no pudiera superar al Rey. Por eso no me parece descabellada la teoría de que Havelange pudo haber conspirado contra Maradona…”, agrega el periodista Jesús Gabriel Acosta.
El del 94 también fue un fracaso deportivo, pero además una debacle espiritual y moral para muchos colombianos: la selección cafetera más amada, la del “Sí, sí, Colombia / Sí, sí, Caribe…”, aquella de Higuita, el Pibe, Rincón, Asprilla y Leonel; equipo que comenzó a armarse en el preolímpico del 87 y alcanzara su nivel más alto con el 5 a 0 ante Argentina en el Monumental de River Plate, conoció el desencanto en las canchas de Disney. “No es el fin del mundo”, respondió a los periodistas, con gallardía, el defensor Andrés Escobar, autor del autogol que puso en ventaja a Estados Unidos en aquel 2 a 1 con el que nos despidiéramos del torneo. Diez días después, El Caballero del fútbol fue asesinado en Medellín, cuando la competición orbital aún estaba en juego. Tras esta catástrofe muchos niños colombianos perdieron, para siempre, su amor por el balompié. “Yo casi perdí mi esperanza en Colombia, a los 13 años, como si pagáramos una maldición al nacer aquí. El más noble, el mejor de todos, asesinado de esa manera…”, añade el artista Gustavo Carvajal. Paz en el corazón de quienes leen estas palabras.
A unos enorgullece lo que a otros avergüenza
Otros amigos confesaron haberse dado cuenta de la corrupción de la Fifa durante Corea y Japón 2002, cuando fuera evidente la manipulación del arbitraje a favor de las selecciones anfitrionas. Por ejemplo, en contra de Italia, escuadra que cuatro años después campeonara en Alemania, en medio del escándalo llamado Calciopoli, una de las corruptelas proverbiales del fútbol europeo en el siglo XXI. Italia fue campeona en 2006 en el Olímpico de Berlín ante la Francia del mágico Zinedine Zidane, quien viera la tarjeta roja por darle un cabezazo a Materazzi en el pecho. Ese fue el último partido oficial que jugó Zizou. Meses después la federación italiana de calcio no tuvo más remedio que descender a la todopoderosa Juventus a la serie B, luego de que la procuraduría de Turín investigara un concierto para delinquir entre árbitros, directivos y periodistas que influyó en el resultado de diecinueve partidos. Pero, sobre los juicios arbitrales que favorecen al local de la Copa del Mundo, el periodista Rodri Urrego nos recuerda el gol fantasma pitado a favor de Geoff Hurst en Inglaterra 66, cuando en el minuto 101 pateara al larguero de los alemanes y la pelota rebotara en el suelo sin atravesar la línea. Miremos el cuadro: un tal Dienst, árbitro suizo, convalida el gol de pica barra inexistente tras discutir con el juez de línea azerí (o sea de Azerbaiyán) Tofik Bakhramov. Atención, pues con este argumento manipulan los partidos a través del VAR: la suposición de que el juicio de otra autoridad técnica, cuya perspectiva de observación es privilegiada, siempre será verdadero; en el caso del VAR, la presunción de infalibilidad de la tecnología es un argumento a su favor que parece irrefutable. Pero volvamos al 66, mundial en el que “papá Pelé” —como le dice Kylian Mbappé—, salió de la cancha convaleciente por dos leñazos con los que el luso Morais lo consintiera en la misma gamba; doble patada de la que intentara vengarse con un codazo cuando ya no estaba en juego la pelota de franjas. Tras las golpizas que le dieran búlgaros y portugueses en Inglaterra (el técnico Vicente Feola decide protegerlo de su lesión y los húngaros no tienen chance de molerlo a palos), Pelé renuncia al Scratch de Oro. Abdicación que, para la alegría del universo, fue pasajera y regresaría por televisión a color en aquel México 70 para coronarse rey del fútbol en el Estadio Azteca, como primer bailarín de la comparsa tricampeona y ganadora absoluta del trofeo Jules Rimet (que sería robado y fundido en Río de Janeiro en 1983). Papá Pelé es la profecía cumplida tras el apocalipsis que vivieran los brasileros en 1950 al perder con Uruguay en el célebre Maracanazo; el garotinho que al ver a su padre llorar le promete que ganará el trofeo y lo levanta tres veces hasta llevarlo a su casa. La renuncia de Pelé a la verdeamarelha fue pasajera, como luego lo fueran a la albiceleste las renuncias de Maradona (1990) y de Lio Messi (2016), pues la historia se repite, primero como tragedia y luego como comedia; por eso no es lineal sino cíclica, helicoidal, como sugerían los filósofos Heráclito y Nietzsche. Por eso en el torneo del 66 (en cuyas vísperas también fuera robado el trofeo Jules Rimet, pero pronto recuperado por el popular perro Pickles) Alemania no podía ser bicampeona contra Inglaterra, tras veinte años del fin de la segunda guerra mundial, en plena Guerra Fría y ante su majestad Elizabeth II. El juez suizo debía aceptar la decisión del linier Bakhramov, quien por señalar el gol de pica barra y robar a los alemanes se convertiría en héroe tanto en Inglaterra como en Azerbaiyán, entonces república socialista soviética, donde llamaron a un estadio con su nombre y le edificaron una estatua de cuerpo completo. El memorándum dice que, al ser recordado, no se olvide que la primera estatua en homenaje a un árbitro conmemora un robo: el de los ingleses a los alemanes en Albión. A unos enorgullece lo que a otros avergüenza.
Sin embargo, parece que el mundial que más pesa en la conciencia de la barra futbolera es Argentina 78, pues da grima recordar un torneo organizado por la dictadura militar para sostener el discurso de grandeza de la patria sobre los cadáveres de los desaparecidos. “Tengo los muertos todos aquí / ¿quién quiere que se los muestre?… Elija usted en cuál de estas muertes se puso a llorar…”, cantaba Charly García en El show de los muertos en 1974. La peña tampoco olvida “la mermelada peruana”, o sea cuando la selección del Perú accediera a ser goleada por seis en el Gigante de Arroyito, con la consecuente eliminación de Polonia y el paso de Argentina a la final y de Brasil a la disputa por el tercer puesto. Pero somos seres de contradicciones y a esa misma barra se le eriza la piel cuando recuerda a Mario Alberto Kempes marcar goles bajo una lluvia de papelitos plateados y un canto en la radio: “Mirada al frente, pelo al viento, festeja Kempes su gol a La Naranja Mecánica como los Libertadores de América (…) ¡brazos en alto celebra el Matador! (…) ¡como un San Martín, un O’Higgins, Bolívar, Artigas victorioso en el Río de la Plata!”.