Una isla rodeada de expectativas, de letras y de guerras, de odiseas. Y un pequeño trozo de tierra, escueto, lleno de cabras y piedras, de turistas y habitantes desengañados.
El ferri se acerca a Ítaca, es hora de abrir los ojos y guardar los libros.
El significado de las Ítacas
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Por SEBASTIÁN CASTRO T.
Fotografías por el autor
Boquerón
Morrales al hombro, Tomás Ribeiro y yo salimos caminando de Vathy a las seis y media de la mañana, bajo la llovizna del invierno mediterráneo. Ante la inexistencia de transporte público tuvimos que caminar los siete kilómetros que separan a Vathy, capital de la isla, del puerto de Ítaca-Pisaetos. Tomás, marinero, fumador y porteño de Buenos Aires, perdió su buen humor subiendo las montañas y no rebajó de “culiao hijo de puta” a cada conductor que ignoró nuestros pulgares suplicantes de aventón. Yo, que me crie subiendo y bajando una loma de La Pradera con más de sesenta grados de inclinación, disfruté el camino. Durante todo el viaje fuimos los únicos pasajeros de a pie.
Desde la colina de Pisaetos vimos el ferri acercarse al ancho puerto de concreto donde esperaban todos los carros y camiones que nos habían pasado de largo. El vientre del buque se abrió y comenzó a tragárselos uno por uno.
—Che, ojalá así marchen al infierno —rezongó Tomás.
—Madurá. Y movete que nos dejan.
En diez minutos serían las nueve de la mañana y el barco zarparía con destino final al puerto de Astakós, en una punta occidental del continente. Así que corrimos ante la mirada burlona de los marineros que comenzaban a soltar las amarras del ferri y llegamos a tiempo frente al encargado de controlar la entrada de los pasajeros. Leyó nuestros nombres en voz alta y nos dejó pasar con una expresión que remarcaba nuestra condición de extraños.
Tomás se negó a quedarse en la cabina de pasajeros rodeado de los culiaos aquellos. Lo enfatizó incluso sabiendo que yo tampoco quería. Mi deseo era ver el barco zarpando, disfrutar la lentitud del buque desprendiéndose de una Ítaca que se iría empequeñeciendo en mis ojos hasta volverse un negativo de la original. Salimos pues a la cubierta de popa y yo quedé absorto entre el ruido de los motores y el borboteo del océano. En uno de esos momentos de silencio interno que acontecen en medio del ruido, recité en mi cabeza el verso final del poema de Kavafis: ¿qué significan las Ítacas? Entonces Tomás, de nuevo el marinero sonriente que disfruta romperme la concentración y las pelotas, me dijo: “Y, no te imaginás el sueño que tuve esta mañana”. En el sueño, Stefanos, quien fue nuestro anfitrión en Vathy, lo llevaba al Palacio de Odiseo de hace trece milenios en el norte de la isla y le mostraba la muerte del héroe. Luego de que este hubiera asesinado a los pretendientes de Penélope y a toda la juventud itacense en el proceso, no hubo dioses que lograran detener la furia del pueblo que cobró la vida del destructor de Troya y derrumbó su palacio. El argentino me echaba su cuento, que seguro se estaba inventando en el acto, cuando noté lo que no había percibido al llegar. Desde adentro un niño lo interrumpió:
—¡Ítaca es Boquerón!
—¿Qué? Y después el fumao soy yo.
—Pendejo, ¡mirá!
Le dije y me subí la manga derecha de la chaqueta para mostrarle la curva más característica del valle de Aburrá: esa enorme abertura entre la serranía de Las Baldías y la peña de Don Félix que me tatué antes de irme de Medellín, trastornado por el pensamiento paranoico de golpearme la cabeza y olvidarme por dónde había venido. Si conseguía recordar esa fisura en la cordillera que llega al mar, sabría volver a casa.
—¿Entonces viajaste diez mil kilómetros para ver las mismas montañas que veías desde tu terraza?
—No se ven. Quedan detrás. Pero sí, parece.
—Sí sos pelotudo.
La Ítaca de las cabras
Pastorear cabras es uno de los oficios antiguos que perviven en la isla. Así como en Córdoba hay que poner atención para no matarse a toda velocidad contra las vacas que no conocen alambrado, en Ítaca los conductores andan con las ventanillas semiabiertas para escuchar las campanas que los pastores atan en los cuellos de cabras y ovejas. Cien cabras ocupando una curva ocasionan los embotellamientos más graves de la isla.
Con certeza, solo las cabras montañesas quedaron durante los períodos en que por terremotos e invasiones diversas, Ítaca quedó despoblada. Después de la caída del Imperio Bizantino y del dominio latino; durante los avances del Imperio Otomano; antes de la hegemonía veneciana, luego francesa, luego británica…
“La escarpada Ítaca”, usando el epíteto que le dio Homero, es una cadena de montañas conectadas de norte a sur, ¿o de sur a norte? Ninguna por encima de los mil metros. Pocos planos, ninguna llanura. Faldas rocosas y de vegetación baja. Pequeñas playas de aguas transparentes ocultas entre precipicios. Campos de olivos y viñas antiguas vueltas pasto para ganado. Las cabras han sido y son, por tanto, los habitantes más propios de los peñascos de Ítaca y de las cuevas donde se ocultaban las ninfas. Antes de que los gatos, las actuales divinidades griegas, aparecieran cual cristianismo a homogeneizar lo bello y a comerse las aves agoreras que los dioses olímpicos usaban para comunicarse. Ya no quedan ninfas en las cuevas ni fálicos faunos por los bosques. Cabras y gatos.
En parte por eso, por los gatos, los domingos de invierno los itacenses no se reúnen en los templos ortodoxos. Que las Islas Jónicas sean un reducto de la izquierda griega y que haya pocos habitantes durante la estación fría también pueden ser factores relevantes. No obstante, las dos labores que los itacenses desempeñan con devoción religiosa son pruebas suficientes: encender las velas de los altares y las imágenes en los bordes de los caminos y alimentar a los gatos del culto público.
Montañas, cabras y gatos no hacen la Ítaca de los itacenses, pero son punto de partida, uno que alude a aquello que ven sus ojos y andan sus pies. Un punto de partida para pintar un cuadro diferente al de la Ítaca de los académicos, los arqueólogos y los románticos que durante siglos fueron a la pequeña isla para no encontrar nada, anhelando algún palacio que diera cuenta de los sufrimientos de Odiseo y la espera de Penélope. Queriendo encontrar un sustrato material para la narración que inauguró la literatura en Occidente hace ya tres mil años.
La Ítaca de los itacenses es una realidad que se mueve entre ese exógeno anhelo de pasado y el exótico turismo de verano que hoy sustenta las Islas Jónicas. No hay azar en que las islas griegas se asemejen al paraíso, ni en que ese producto se venda bien: ¿quién no pagaría por nadar en los mares donde nació Afrodita? Caro pagaban los gamonales de pueblo a lo Mejía Vallejo para comprarle un pedazo de paraíso a la Iglesia, y eso que no lo habían visto.
La pregunta importante, entonces, es por el significado de nacer en el paraíso que los otros quieren comprar. Uno donde hoy los campos se ven abandonados y las villas despobladas cuando llega el otoño y el invierno. Donde no hay industria y los modos de vida tradicionales parecen inviables. ¿Cómo es ser de la Ítaca de nuestros tiempos?
Stefanos de ojos sonrientes
Luego de una larga travesía pasando por Patra —la ciudad de la que nos dijeron que salían los ferris…, y no, solo en verano—, Lejaina, Kyllini y Poros-Kefalonia (la isla que abraza a Ítaca por el occidente), arribamos al puerto de Pisaetos a la 1:30 de la tarde. Kostas, un funcionario de la alcaldía que lamentaba estar en esa islita y no en Tesalónica comiendo, nos dio el aventón de ida. Entonces, atravesando el cristal de las ventanas nos llegó por primera vez la imagen de Vathy, levantada alrededor de la honda y ancha bahía donde el mar es una laguna. En su centro, robándose nuestra atención, avistamos el diminuto islote que sostiene la Iglesia de Lazareto en el centro de la bahía. Sin embargo, más llamativa todavía fue la desolación. A pesar de ser un soleado domingo de invierno, todo estaba cerrado. Ni un alma en el parque junto al busto marmolino de Homero o la broncínea estatua de Odiseo. Ni un solo velero en la bahía que las fotos muestran siempre repleta de punta a punta.
—Y, llegamos a un pueblo fantasma.
—Solo faltan las ventanas tapiadas.
Adivinando en el mapa con la precaria señal que teníamos, Kostas intentó llevarnos al Airbnb que habíamos rentado. Nos abandonó en una esquina de una loma con nuestro todavía más precario griego para intentar conseguir indicaciones en las casas circundantes: “Yasás… do you know where is Maria’s house?”. Por supuesto que nadie sabía. María al fin respondió por el chat y nos dijo que le diéramos indicaciones de dónde estábamos. Fue difícil, pues las casas no están numeradas, pero finalmente apareció un pequeño huevo con llantas y en él el autor de los mensajes: Stefanos, el hijo de María, el griego de los ojos sonrientes.
—Are you lost? Normally people arrive very easily —nos dijo burlándose de nuestra cara de extraviados en una Comala donde no hablábamos la lengua de los vivos ni de los muertos.
Este es el personaje. Amable, conversador. Sencillo. Uno que hubiera sido nuestro amigo en Medellín, Argentina o cualquier parte del mundo. Más tarde esa semana le propondríamos conversar con calma sobre la isla y él aceptaría dejarse conocer, en la noche, tomando un café.
Stefanos y Artemis
En verdad fueron ocho botellas de vino. Pero pequeñas, porque Grecia ya no es el país de Dionisio y el vino es caro. En el bar Avli, el moderno punto de reunión de la juventud itacense después de las siete, no sonaba tango, por supuesto, pero tampoco Theodorakis ni música griega alguna. Como en cualquier bar del mundo, la selección iba de Queen a The Strokes. Una remembranza de la infancia oyendo MTV y VH1.
Allí, armando cigarrillos, Stefanos nos fue revelando los detalles de su vida. Se graduó hace años de físico y viene cada dos semanas a la isla a dar clases de matemáticas y ciencias, además de visitar a su madre y administrar la casa que arriendan por Airbnb. Después de la pandemia se fue a vivir con su pareja de Agrinio, a dos o tres horas de Ítaca, en tierra continental. Sin embargo, la graduación a la que más hace referencia a la hora de hablar de la situación de Grecia y de Ítaca es la del día en que se graduó de anarquista.
El día está grabado en la historia reciente del país. Fue el 6 de diciembre del 2008, cuando un policía mató a Alexandros Grigoropoulos, un estudiante de colegio como Stefanos. Entonces las protestas estallaron a lo largo del territorio. No solo por la brutalidad policial, por supuesto, la crisis económica global de ese año ya había afectado con fuerza a la nación y la frustración se acumulaba como dinamita esperando una chispa. Ese chispazo fue el asesinato de Alexandros. Su muerte afectó especialmente a los jóvenes griegos y en muchos pueblos los estudiantes protestaron frente a las estaciones de policía y se tomaron los colegios. Vathy no fue la excepción y Tomás y yo escuchamos con sorpresa que un evento en un barrio de Atenas afectó la aparentemente imperturbable calma de las paradisiacas y vacacionales Islas Jónicas.
Después, Stefanos vivió en Atenas, estudió en Creta y sirvió en el ejército a lo largo de las islas griegas. Quería viajar y experimentar la doctrina militar, para rechazarla.
¿Por qué volviste a Ítaca?, ¿qué tiene para hacer un físico aquí? Le preguntamos con cierta ingenuidad, víctimas del sesgo de las profesiones, como si un físico solo pudiera estar en la Nasa, en una universidad o en algún complejo ayudando a diseñar cohetes para volar a la luna o misiles para volar la Tierra. Al principio la respuesta fue sobria y simple: la madre y el estilo de vida.
¿El estilo de vida de quién?, le repusimos, casi acusándolo con la sensación de vacío que no nos había abandonado durante los primeros días en Ítaca. Ni siquiera aglomeraciones afuera de los templos, ni en las plazas, ni en lado alguno. Solo pequeños grupos en pocas cafeterías: ¿dónde estaba la gente?
De eso se trata, nos explicó Stefanos.
En invierno muchos itacenses se van porque se acaba el trabajo con el turismo y en la isla se está produciendo poco. Están dejando perder los olivos y las viñas. Por eso no hay mercado. Cada cual se encierra en su casa y no hay lugar ni razón de reunión. Vuelven en verano a vacacionar y a mover la industria turística.
Realmente, fue durante la pandemia que Stefanos volvió a establecerse en Ítaca. Muchos de los jóvenes itacenses volvieron por la contingencia. Durante ese tiempo, Stefanos y sus amigos intentaron “retomar la comunidad”. Caminar la isla. Reunirse. Pensar en qué puede ser de la isla además del turismo, cuando este falte o se acabe. Porque, lo saben, no va a durar para siempre. ¿Cómo es posible que ya no pesquemos? Pregunta Stefanos. Él pescaba cuando era niño, tal como los niños que Tomás y yo vimos con cañas esa tarde en la bahía, pero esa actividad lúdica no alimenta a la gente. Un pueblo de pescadores que ya no pesca. Olivos que no dan aceite. Viñas que no dan vino. Navegantes que recorren la isla en carro. Stefanos no sabe qué, pero algo quiere hacer al respecto.
A la conversación se une Artemis, la amiga de Stefanos que ha estado silenciosa. Bebemos mientras ella expresa su molestia con los que solo vienen locos por Odiseo. ¿Qué tiene que ver el antiguo patriarca con ellos?, ¿qué tiene que ver con la isla? Ni siquiera hay inversión en excavación arqueológica y en estudios serios sobre el asunto. En el norte hay una arrume de piedras y se dice que cerca debía estar la villa legendaria. ¿Pero eso qué cambia para la gente? Ellos, por lo demás, no tienen un contacto especial con esa cultura, solo es un buen producto. De Homero y sus poemas saben poco, acaso sobre una muerte que aparece en algún libro de escuela donde el héroe muere a manos de un hijo suyo que lo mata con su propia arma. Yo digo que eso viola las normas de la narrativa homérica y ella no se acuerda de la fuente, ¿qué importa al fin y al cabo?
Artemis nos habla de su trabajo, como para volver a la cuestión de las profesiones, las juventudes y sus territorios. Mientras Stefanos, el físico anarquista, da clases privadas de matemáticas y ciencias para jóvenes, Artemis tiene un trabajo como arquitecta. Su tesis, muy simbólica para el caso, fue en rehabilitación de ruinas. Para quienes construye, es algo que parece quitarle la sonrisa.
Stefanos nos llevó de vuelta en el pequeño carro de su madre. Nuestra casa quedaba al frente de la suya, en la calle Penélope. Esa noche decidió además mostrarnos el interior de su apartamento, el que había restaurado él mismo: el trabajo de la madera, la pintura, la cocina. Nos enseñó su biblioteca y entre ella su libro preferido: Homenaje a la Ítaca de la Resistencia de Lefteris Elefteratos, un relato sobre cómo los itacenses resistieron y combatieron a los nazis durante la segunda guerra mundial. “Aquí reconozco piedras en las que me he parado y hasta personas de las que conozco su familia, como el abuelo de Artemis”.
Es por esa noción de la Ítaca en resistencia que Stefanos se queda. Sonriente en su lucha silenciosa de crear un lugar en el que se pueda vivir y permanecer, una batalla cotidiana menos hollywoodesca que combatir a los nazis. No sea que un día, cuando no lleguen más los turistas, de nuevo solo queden en Ítaca las cabras, y todos tengan que irse a alguna barriada en Atenas a cambiar golpes o balas con la policía.
Entre Ulises y Odiseo
—¿Acabaste con tu pelotudez sentimental? —me preguntó Tomás mientras Ítaca-Boquerón se perdía en el horizonte—. Y, el sueño me hizo acordar de lo que dijo Borges sobre Dante como otro Ulises…
—Qué me vas a contar… Si hasta Borges escribió bobadas.
Igual me contó.
No pasó mucho tiempo hasta que tuvimos que entrar a la cabina. El cielo que era de un azul plomizo pronto se disolvió en lluvia. Sin la fuerza de un aguacero tropical, la lluvia helada por el Bóreas y los otros vientos del norte es insostenible durante mucho tiempo. Incluso para nosotros que mirábamos con pasión las nubes enredándose en las montañas. Adentro, una rubia enorme y amable servía café a la manera griega para la gente aperezada por el frío y la madrugada.
Nos hicimos junto al calefactor y por la ventana vi las altas y áridas montañas continentales que anunciaban la cercanía de Astakós. Llegaríamos al puerto al mediodía y tendríamos que correr para alcanzar un bus que saldría antes de la una rumbo a Mesolongi, la ciudad de las ninfas soprano, y de allí otro bus nos llevaría directamente a Atenas. Unas cinco horas en buses que suena a eternidad para los europeos y a paseo para los latinoamericanos. Era la vía alterna a nuestra travesía de llegada. La ruta más fácil y directa. Económica en tiempo, pero pobre en aventura.
El viaje llegaba a su fin.
Como sabía que Tomás no se podía callar la boca. Recité, esta vez en voz alta, los últimos versos del poema de Kavafis. ¿Qué significan las Ítacas?, le pregunté al marinero.
—¿Que no viste la isla? Claro, qué ibas a ver si solo viste otras montañas.
—Y vos hablando de sueños, Dante y otras güevadas.
—Ah, pero es que eso hace parte. ¿Por qué creés que Stefanos nos mandó a Stavrós?
Era verdad. Stefanos nos había recomendado ir al norte. Debíamos ver las ruinas con nuestros propios ojos, si tanto nos interesaba la Historia.
Fuimos. Más allá del pueblo de Stavrós, las excavaciones arqueológicas que se detuvieron en 2009 revelaron las ruinas de un palacio micénico en el sitio conocido como Escuela de Homero. Un palacio que quiere ser reconocido como el anhelado palacio de Odiseo y que recostado contra la colina vigila dos puertos que se abren hacia dos mares. En el sitio, que está abandonado y al cual entramos como Pedro por su casa, se distinguen las llamadas piedras ciclópeas: elementos de construcción tan grandes que difícilmente podrían transportar los hombres. También se ven las escaleras de piedra desde las cuales Penélope arengaba a los pretendientes y por las cuales se derramó luego su sangre a manos del rey furioso y de su hijo Telémaco.
Da vergüenza decirlo, pero en el posible palacio sentimos el alivio de quien llega a destino. A pesar de los pensamientos compartidos con Stefanos y nuestra intención de valorar la Ítaca presente y a sus gentes, queríamos reconocer algo de la islita legendaria que tantos trataron de encontrar sin suerte, como sin suerte muchos buscaron Troya hasta que un prusiano, el recordado Heinrich Schliemann, la desenterró en Turquía. Quizás solo para dar cuenta simbólica de las guerras que nunca acaban. Y porque las Ítacas míticas de Ulises y Odiseo también hacen parte, se quiera o no, de la del presente. La arqueología ayuda a darle cuerpo a esos fantasmas antiguos que la cimientan.
Evocando el mismo personaje, en la cultura han convivido las dos caras opuestas de la moneda. Por un lado está el Ulises latino que Dante, el teólogo, visita en su infierno cristiano: la cara común a nuestro tiempo, el arquetipo del explorador, de aquel que quiere ir más allá de todo límite. El ingenioso hombre que va a la guerra. El ambicioso. El individuo eternamente insatisfecho.
Por otro lado está el Odiseo homérico, aquel que no quería dejar su casa para ir a la guerra y que al final lo hizo por lealtad. Aquel repetidamente catalogado como el más desgraciado de los hombres. El que aparece en la Odisea por primera vez llorando entre las rocas, atrapado durante siete años en la isla de Calypso que lo tienta con la inmortalidad y la eterna juventud: esas cosas que muchos desean. Odiseo es el que rechaza ser otra cosa distinta a un mortal, aquel que afirma la vida y acepta su destino con orgullo, echándose a la mar para volver a casa.
No es pues esencialmente el de los viajes de conocimiento y placeres de Kavafis. No es ni el hedonista ni el turista ni el ex-pat. Es el que da la vida por los suyos porque solo junto a los suyos la vida vale la pena. Ese es el héroe, el otro es un pirata. ¿Acaso Penélope es más hermosa?, pregunta la celosa oceánide. Es innegable, Calypso, que eres incomparable en estatura y belleza, pues eres una diosa. Nada más dice el prudente y la seduce para que no lo mate. Pero la respuesta es clara: no se trata de la belleza. Compartimos el destino mortal. Yo la escojo como escojo esta vida que no escogí: la amo y ella me ama de vuelta. Un trovador cubano, Silvio Rodríguez, evoca en Pequeña serenata diurna el canto de este Odiseo al cumplir su último trabajo del remo y volver a Ítaca para envejecer y encontrar en paz la muerte, según decretaron los dioses: “Vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre en esta tierra, en este instante…”.
Las Ítacas seguirán significándose entre sí. Chocando. Ocultándose y revelándose las unas en las otras. De acuerdo a la intención, aparece una u otra cara. Eso, en especial, para Tomás y para mí que la vimos desvanecerse tras la lluvia y sumamos imágenes de océano y tormenta al testimonio de Stefanos y al reciclaje incesante de los mitos.
La Ítaca concreta, no obstante, tiene un significado sencillo. Es el mismo que tenía para el personaje de Homero. Se trata de un significado que solo es alcanzable para algunos de sus habitantes, para los Odiseos y los Stefanos, para aquellos que la llaman casa: se trata del lugar por el que se daría la vida, pues está hecho de las gentes amadas.
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