De Petros y petróleos
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Por EDUARDO ESCOBAR
Ilustración de Manuel Celis-Vivas
Para algunos la llegada al poder de Gustavo Francisco Petro fue un pequeño paso para un hombre pero un gran paso para la humanidad. Para mí fue una gran incomodidad, por decir lo menos, sentirme en un país tan irrisorio, donde los ciudadanos racionales como uno, o como yo me siento, a veces se ven condenados a la vergüenza de elegir entre un caballero de industria con un cierto aire de muñeco de ventrílocuo y los carismas tan exiguos de Gustavo Francisco, como de animal de sangre fría.
Es un país muy raro y difícil de zarandear uno donde por pudor, para no vernos obligadas, las personas como uno, a concederle la razón a la señora Cabal, tomamos partido a regañadientes por la senadora Isabel Cristina Zuleta, por ejemplo, aunque en una conferencia magistral sobre los tormentos interiores que le ocasionaba el cambio climático, afirmó que prefería las yeguas a los caballos, sin dar muchas explicaciones. Una afirmación así encubre un peligro. Los que pueden ser así de tajantes deben llevar adentro una herida. Que a veces conduce al sentimiento apocalíptico primero, y a la paranoia del espíritu mesiánico después, cuando el estado de ánimo se degrada.
En este país como están las cosas de frívolas uno está condenado a cavilar entre defender los puntos de vista de ojos claros de Margarita Rosa o a los cantos de sirena de Marbelle, y dudar de la perspicacia de los análisis políticos de la divina Natalia París, mientras el presidente anda por el mundo amenazando con la extinción de la especie humana y predicando como otro Moisés, un nuevo decálogo de salvación. Napoleón también se sintió exaltado ante las pirámides, contemplado por los siglos.
El discurso de posesión de Petro nos sorprendió a las personas como uno, porque parecía pronunciado por un personaje distinto al de la campaña. Aquel era sombrío, mezquino, plaga de rencores, amenazante como un Savonarola y dado a los lamentos según el evangelio de Eduardo Galeano y sus lectores de la primera línea. Ese libro que también deslumbra a la vicepresidenta Francia y lo confiesa con una candidez que debería sonrojarla. El discurso presidencial en cambio estuvo lleno de nobleza y generosidad. Dije una vez. No dije, porque es sabido, que a veces el patito feo termina por convertirse en cisne en los cuentos. Gustavo Petro adolece de una personalidad ampliada, como dicen algunos sicólogos de las últimas promociones: por un lado ostenta un lado racional, moderno, liberal en el buen sentido de la palabra, y por el otro, le chispea y cortocircuita el chip mamerto.
A lo mejor Petro resulta un gran presidente en comparación con el que esperábamos. O peor de lo que nos imaginábamos. En cualquier caso no importa. Los países no se acaban, solía decir Hernando Santos, el papá de Pachito.
En el esfuerzo por ceñirse al llamado lenguaje incluyente Petro masacró en su discurso de posesión la pobre lengua de Cervantes, como si no le bastara al pobre de Miguel su brazo molido, y cayó en consecuencia en un montón de incongruencias, políticamente correcto aunque gramaticalmente discutible. El capricho de la espada de Bolívar, que dejó fama de cobarde, fue un gesto superfluo y una descortesía con el rey de España que padeció la obstinación del ciclotímico general venezolano, hasta verse constreñida a dejar entregadas a la tiranía de sus atavismos estas naciones desventuradas y esperanzadas. Dije una vez. Y dije que para redondear la incongruencia Roy Barreras mencionó en el discurso preliminar de telonero, protocolario y largo, a Ezequiel Rojas, un conjurado en la nefanda noche septembrina.
Ojalá Gustavo Francisco pueda cumplir sus propósitos heroicos de salvar a la humanidad del venenoso petróleo, corregir la política internacional de la guerra contra las drogas ilícitas contra los poderes que se lucran con la prohibición, los bancos y las mafias, e impulsar la unidad energética de América Latina y de sus sistemas de salud y salvar el Amazonas con los bonos de la justicia climática hermana de la justicia epistémica. Y ojalá también se cumpla la utopía de la paz total que convertirá a Colombia en una potencia mundial de la vida. Así por lo bajito. Y la amnistía general para probar otra vez la anomia. Aunque tenga que ensanchar el Capitolio para un montón de huéspedes de última hora.
Existe la posibilidad sin embargo de que Petro se quede corto, con los crespos de la utopía hechos, y no logre pactar el fin de la guerra en Ucrania, ni salvar el matrimonio de Shakira, ni poner a comer en el mismo plato a Biden y a Maduro, ni devolver a la especie humana con el decrecimiento progresivo al romántico fogón de leña a cuyo calor nacieron los mitos. Tal vez las urgencias dictan ahora menesteres más humildes: como remendar el país que destrozó el invierno, retechar las aldeas, reempatar los puentes y reinventar las carreteras. Tal vez le toque dejar para más tarde las nobles tareas del salvator mundi. El apocalipsis empieza también por casa como la caridad.
A la llegada de los europeos las tribus estaban enzarzadas en sus propias guerras floridas. Y estos usaron sus disensiones para someterlas. Los conquistadores hicieron el papel de pacificadores salvándolas de sí mismas y podrían asimilarse a una fuerza de paz de las Naciones Unidas de entonces según el tratado de Tordesillas. Y sometido el continente, se entregaron a la tarea de matarse entre ellos con una saña de bestias esmeradas. Carvajal, llamado el demonio de los Andes, ejerció el terror en Perú cuando su padre lo desheredó y lo echó de su casa en Rágama, al volver de Salamanca con una vihuela, un mono y una puta y nada de latines. Ya había hecho esta síntesis esencial de la conquista. Pero no con esta sudadera.
La paz no se decreta. Y atribuir la violencia a la pobreza acaba de joder a los pobres con la mala fama de impertinentes e intemperantes. Se establecen distinciones demasiado difusas entre el altruismo y el egoísmo. Hay que cambiar los paradigmas. Los que hacen la guerra determinados por una inflamación del ego heroico o una hipertrofia mesiánica del narcisismo son idénticos a los que solo quieren enriquecerse con su asqueroso desorden. Todo gira alrededor del hambre de honores y el miedo de la soledad. No existen crímenes de guerra. El crimen es la guerra.
El desorden que padecemos expresa el fracaso de una educación deprimente, que acrecienta el resentimiento por el pasado o la gula del éxito como horizonte y lee la historia como una suma de calvarios. La educación debería ser estimulante de la admiración por los logros conseguidos por la especie, por lo que nos hemos proporcionado entre todos, siempre un poco a la topa tolondra. La gratitud también se aprende. Anoche estuve viendo por la televisión a Arturo Rubinstein interpretando un concierto de Chopin. Y me dio lástima por mi abuelo melómano, cantor del coro de la iglesia de Envigado, que no pudo darse esa clase de lujos. Porque cómo.
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