Se conocieron en Múnich, Alemania, en 1935. Lo de Irmgard Frobenius, de familia protestante, y Wolfgang Guggenberger, católico, toca decirlo con un lugar común: fue amor a primera vista.
Irma, su nombre en español, estudiaba economía doméstica; Antonio, su prometido, se preparaba como maestro cervecero. Como los nazis iban en ascenso, y ellos pocón de ese virus, decidieron exilar su idilio.
Primero viajó el novio a Barranquilla en 1939, contratado por Cervecería Bavaria. Su primer destino laboral fue Manizales. Antes se comprometieron en matrimonio. Ella lo seguiría, cuando las condiciones económicas fueran estables.
Contra la voluntad de sus padres, la novia intentó viajar en dos ocasiones a Colombia. El primer intento terminó en Génova, Italia. En vísperas de embarcarse para América, Italia entró en la guerra apoyando a Alemania. Irma se vio obligada a regresar a su base.
La segunda fue la vencida. En plena guerra, en marzo de 1941, emprendió un agitado viaje de 81 días alrededor del mundo que finalmente terminó en Buenaventura donde la esperaba Antonio. En cuestión de horas, la pareja viajó a Cali donde se casaron por lo civil y por lo católico. En junio de 1941 se amaban en Manizales.
En 1944 echaron a todos los alemanes que trabajaban en Bavaria. Los Guggenberger Frobenius probaron suerte en Ibagué, en Maracaibo, Venezuela, y en Múnich. El destino les cerró la puerta muchas veces.
En Medellín encontraron acogida. Wolfgang fue contratado por la cervecería de los hermanos León e Ignacio Tamayo. Vivieron en Medellín desde 1946 hasta su muerte.
Aquí nacieron sus hijos. Después de Ilse, primera Maestra Internacional de ajedrez colombiana, nacida en Manizales, vino su hermano Otto, ingeniero. Quien nos regaló la traducción de la hermosa crónica de viaje de su madre alrededor del mundo. Una historia de amor entre la guerra
y la espuma de la cerveza. Salud por ellos.
ÓSCAR DOMÍNGUEZ
El viaje de Irmgard Frobenius
24 de marzo al 13 de junio de 1941
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Fotografías de Archivo familiar
El lunes 24 de marzo a las 7:30 a. m. salí de Schorndorf en Wurtemberg, donde tuve mi último empleo como profesora, y con dos maletas me dirigí a Núremberg, la ciudad de mis padres, y luego a Berlín donde llegué de noche.
En el transcurso del martes hice unas últimas vueltas y a las 17:30 abordé el tren en coche litera hacia Moscú. Había muchos emigrantes alemanes y judíos en el tren. Pasamos por Varsovia y a las 7:00 llegamos a la ciudad fronteriza Zaremba Tschitschew donde hubo revisión de aduana.
También ahí estaba parqueado el mundialmente famoso expreso Transiberiano. Nevaba violentamente. Al cabo de unas horas empezó el viaje en segunda clase. Compartía el compartimiento con una señora judía de Viena. En el camarote dormí arriba. En el compartimiento había silla y mesa. Todo el viaje se escuchaban transmisiones de radio de Moscú en alto volumen. El aire en el vagón era polvoroso y pesado ya que no se debía ni podía abrir las ventanas. El paisaje muy nevado con bosques de abedules.
Cada cierto número de horas paraba el tren y uno tenía la oportunidad de respirar aire fresco. Por lo demás el tiempo transcurría conversando y haciendo manualidades. La comida la sirven tres veces al día en el vagón restaurante. La comida es abundante y grasosa, pero el sitio es sucio, en especial los manteles. El idioma universal en todo el viaje es el inglés. En el vagón litera duermen mezclados hombres y mujeres.
El jueves al mediodía llegamos a Moscú. La impresión de la ciudad sucia y pobre, además de muy fría. El acompañante de Intour en el tren es un ruso de 26 años con talento poético. En la estadía nos asignan a otro joven de guía. Usando el metro llegamos al Hotel Metropol donde almorzamos. A las 5 de la tarde se reanuda el viaje.
De tantas tensiones me enfermé fuertemente del estómago y la bilis, lo cual es muy duro en un viaje. El tren viajó durante 8 días pasando por Perm, Yekartinburg, Omsk —donde me atendió una doctora—, Novosibirsk, Krasnojarsk, Irkutsk a la estación de transbordo Ulan-Ude, bordeando durante seis horas el lago Baikal. Aquí nos dieron de comer sukiyaki. De aquí este tren prosigue su marcha a Vladivostok.
En Ulan-Ude hubo control de aduana toda la noche y luego proseguí en otro tren el viaje a Manchuria, que en ese momento se conocía con el nombre de Manchuco. Pasamos por Chita y al llegar a la frontera con China en Manzhouli, cerca de Borzia, hubo nuevamente aduana. Inmediatamente después del almuerzo proseguimos el viaje de todo un día a Harbin en un excelente tren.
En el Hotel Nueva Harbin me hospedé con otros viajeros. Reinaba una impecable limpieza y un aire primaveral. La comida era japonesa y servida por muchachas muy amables en kimono. Por la noche tuve la oportunidad de conocer un poco la ciudad. A la mañana siguiente abordé el famoso expreso Asiático en dirección a la capital del Estado [debe ser Manchuria] Hsingking [posiblemente hoy Changchun]. Ya no tenía personas conocidas del expreso Transiberiano, a excepción de dos oficiales y una dama japonesa, que me sirvieron de compañía en esta ciudad.
Dormí en el Hotel Jamate y me transporté a la mañana siguiente en una rickscha a la estación y proseguí completamente sola a Mukden [hoy Shenyang] y a la frontera con Corea Antung [posiblemente hoy Dandong] donde hubo también aduana. De esta manera entré a la Corea japonesa.
En este viaje, al igual que en los vagones restaurantes en Manchuco y Japón, nos servían una excelente comida con palitos como cubiertos. Todo limpio, apetitoso y decorado con flores. La sopa en una coquita con tapa, el arroz en otra coquita tapada, pescado crudo, carne, seetang, salsa de habichuelas, etc. Todo sabe divino. En Japón y Rusia la comida se acompaña con té.
Pero a las dos horas de iniciado este tramo se terminó repentinamente mi ensoñación. A las nueve de la noche la policía me hizo bajar del tren y me llevaron a una inspección en un pequeño pueblo. Mi visa para entrar a Corea empezaba a ser vigente el día siguiente 1 de abril, con lo que se me ordenó volver a salir del país. Estaba deshecha y preocupada con la plata medida. Empecé a llorar y ello hizo posible que me dejaran esperar el plazo de la visa en este pequeño pueblo, donde me hospedé en un auténtico hotel japonés, con ventanas y paredes de pergamino, puertas corredizas y alfombras de paja, que jamás se debían pisar con los zapatos. En la habitación ardía un fuego de carbón en una olla de piedra. La cama a nivel del suelo con un rodillo duro como almohada y kimono.
A las cinco de la mañana proseguí mi viaje en una jornada de 17 horas hasta Pusan. Fue un viaje inolvidable por la belleza y espectacularidad del paisaje coreano.
A las 10 de la noche llegamos a Pusan, y durante dos horas estuvimos haciendo fila para abordar el ferri, lo que me permitió observar el pueblo circundante. Las mujeres usan zuecos de madera con resaltos por lo que su andar es muy bulloso. Las mujeres con niños los llevan amarrados con un trapo a la espalda. Sus vestidos son de seda blanca. Finalmente abordamos el ferri pero prosiguieron interminables pesquisas por parte de las autoridades japonesas. A media noche, sin que me percatara, zarpó la embarcación. Me había quedado dormida en un sofá en el hall de entrada. A las siete de la mañana llegamos a Shimonoseki [cerca de Kitakyushu].
En esta ciudad me hospedé en el Hotel Sanyo, un sitio maravilloso y muy elegante. El florecimiento de los cerezos estaba en todo su apogeo. Tuve la oportunidad de subir a un mirador y observar el espectacular paisaje en este día encantador. También hice un tour por la ciudad y pasé por un teatro donde daban una película alemana. En el grillroom del hotel una comida estupenda con las mesas decoradas con abundantes flores.
Al día siguiente de nuevo viajé en tren. Allí conocí a un señor alemán que venía de Shanghái y vivía en Tokio. En el tren también volví a ver a los dos oficiales japoneses de Changchun. Uno de ellos pronto se bajó: en la después tan conocida Hiroshima. El viaje continuó a lo largo del mar interior de Japón con un paisaje divino y muchas islas. El señor que había acabado de conocer me consiguió para esa noche un sitio en el vagón litera lo cual fue muy agradable. Durante la noche el tren hizo una parada en Kobe, una ciudad impresionantemente iluminada. Allí se bajaron muchos judíos para abordar un barco. A las siete de la mañana llegamos por fin a Yokohama, donde me hospedé en el Grand Hotel. Me impresionaron mucho los parques públicos de Yokohama.
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