Número 130 // Agosto 2022

Mitú

Por EDUARDO ESCOBAR
Ilustración de Sebastián Montoya

Eran los años del jipismo, de la negación de la sociedad industrial con todas sus alienaciones, del llamado al retorno a la naturaleza. Proliferaban las comunas de los niños de las flores en los Estados Unidos con todos sus adorados vicios y sus vilezas, y por aquí abajo, hacia el sur, muchos aspirábamos también a crear la sociedad nueva de la familia abierta, de la comunidad de todas las cosas, incluidos los hijos, las mujeres y las mascotas. Y proclamábamos el amor libre, el amor como aventura, contra las trampas rutinarias del matrimonio burgués. Alguien llamó ese tiempo, aurora de juventud. Y otros lo describieron como la tiranía de los adolescentes encubierta en el sometimiento a los consumidores puros. Con Gonzalo Arango estábamos planeando fundar un falansterio en Providencia. Y Providencia fue, consecuentemente, el título de su penúltimo libro, un libro de fantasías muy influidas por el calvinismo de su novia Angelita, ilustrado con dibujos de ella, como ella, inocentes y simples. Pero nada demerita ese libro de un hombre de buena voluntad. Un poco despistado pero ingenuo como un pan. Una joya de tipo con defectos y todo.

El libro llamaba a la reconciliación de las clases y las razas, a la fraternidad universal, a la disolución de las fronteras nacionales. Y cuando lo entregó al editor, me dijo: alista el morral, que te lo voy a llenar de billetes. Pensó que sería un best seller, que iba a convertirse en el nuevo evangelio de los caminantes que entonces andaban el mundo dejando al pasar los ecos de sus canciones, de cuna, de amor y de protesta, y el aroma de la marihuana de la Sierra Nevada de Santa Marta, la Golden, una marihuana rubia y sabia como el oro y perfumada como los coños de las huríes del paraíso de Mahoma como yo me los imagino.

Y qué tal si mientras sale el libro nos vamos a Mitú. Me dijo Gonzalo. Y allá nos fuimos. Con su novia, pues no se desamparaban. No sé quién nos consiguió los pasajes en Satena, la línea aérea de los militares colombianos. Que él, Gonzalo, pagaría con una serie de crónicas en Cromos, donde escribía habitualmente. Allí hablaría de los problemas y las bellezas de los territorios nacionales, de la fauna, del gallito de las rocas que come papaya y caga papaya y de la flora y las hambres y el abandono estatal a los indígenas. Aún no habían llegado los cultivadores de marihuana de los Cuerpos de Paz ni, eso fue mucho más tarde, los plantíos de coca y los cristalizaderos a orillas de los caños de los ríos ariscos, donde elaboraban la picante cocaína que iría a excitar las mucosas de los bohemios de las metrópolis del capitalismo. El territorio estaba santificado por el prestigio de una señora llamada Sofía Muller, a quien los indígenas tenían por un ángel evangélico porque descendía del cielo en una avioneta del Instituto Lingüístico de Verano.

El plan incluía la búsqueda de un curaca que nos iba a iniciar en las visiones del yagé, pero al fin no lo pudimos contactar. Y la ilusión de conocer las tribus de los últimos nómadas, de los últimos hombres desnudos de la prehistoria: a los nukak maku, que tampoco vimos. Se nos había dicho que a veces cruzaban esos espacios sombríos con la cautela de las sombras, que despreciaban el dinero que a nosotros tanto nos faltaba, que usaban las monedas para hacerse collares, y que se dejaban esclavizar porque poseían la sabiduría del desprecio de todo, sabedores de que la libertad es más espantosa que la servidumbre pues nos deja a merced de nosotros mismos.

Nos habían dicho que eran los nadaístas perfectos. Que se veían felices, haciéndose cosquillas con sus hembras y sus críos bajo los ranchos improvisados de hojas que levantaban en sus tránsitos cíclicos, siguiendo las rutas de las castañas, detrás de los monos churucos que les completaban la dieta, y que ellos cazaban de un soplo maestro en sus infalibles cerbatanas con el venablo envenenado. Y que apenas hablaban, con un habla más cerca del canto que del discurso, no porque creyeran la tontería de que el silencio es oro porque no conocían el oro, sino porque también desdeñaban los tropiezos de las palabras que nos sirven para comunicarnos y revelarnos, al mismo tiempo que nos dividen con sus matices y nos ocultan con sus marañas. Al parecer, según algunos antropólogos de la Universidad Nacional, eran capaces de ver en el horizonte galaxias desconocidas para los astrónomos.

Entonces Mitú era una aldea de casas de tablones de cara al río lento: una tienda de tenis y peines de plástico y helados, una peluquería, una panadería donde también cosían camisas de coleta para la indiada, un pequeño restaurante, y la alcaldía y la casa cural se daban el lujo de los dos pisos, con la oficina del Inderena, cuyo funcionario, que era tuerto, era el comprador de las pieles a los cazadores, no tan furtivos, porque así funciona el país desde que lo fundaron.

Al principio nos hospedamos en el único hotel en el centro del pueblo. Era una casita muy precaria donde nos asábamos como en un horno bajo la cubierta de cinc y donde siempre había un radio encendido. Pero después nos trasladamos a la chagra de un amigo aparecido milagrosamente, llamado Eurípides Rivera Poveda, un tolimense con cara de huitoto, de pómulos muy pronunciados y una bondad increíble, panadero del poblacho, modisto, carpintero, peluquero y brujo. Un hombre multidimensional. Los estoy esperando hace seis meses. Nos dijo al vernos. Y que estábamos llenos de demonios, que debíamos orar. Especialmente yo, según dijo, plagado como estaba plagado de larvas que me llenaban la vida de molestias y me impedían ganarme la lotería. ¿Que cómo lo encontramos? Fue el azar. El tipo estaba vendiendo pedazos de papaya por la ventana de su casa de tablas de cedro sin pulir. Y nosotros teníamos sed a esa hora del mediodía de un martes.

Eurípides nos ofreció su chagra en las afueras, bajando el río, cuando nos oyó las quejas por el bochorno del hospedaje y la cantinela del radiecito. Allá criaba una piara de cerdos criollos flacos como quijotes, sembraba unas matas de cebolla en una jaula para protegerlas de la gusanera, y esperaba cuando tuviera cómo, abrir un par de potreros para poner unas vaquitas. 

La chagra estaba a cargo de una familia de una pobreza perfecta, feliz, como un encantamiento. El padre se llamaba Nacho, como muchas otras personas humildes. Y era muy tierno, aunque solo tenía los dientes de arriba y dos camisas. Irma, su mujer, una mestiza del color de la panela recién sacada de la gavera, era alegre y siempre estaba bailando y cantando mientras oficiaba en su casa con su escoba de ramas, y el hijito de siete años al que apodaban Chocolate, sonreía con una sonrisa irradiante como la de los genios de las lámparas maravillosas cuando se te aparecen. El muchacho nadaba con la soltura de los delfines en la corriente de barro frente a la casa de palmiche. Y a veces traía para el almuerzo alguna chapaleante palometa de escamas de plata. O una lagartija en el bolsillo de la camisa para jugar con ella sobre la mesa del comedor y contarle secretos.

A eso habíamos ido, a respirar el caos inocente de la selva, a enfrentar su misterio milenario lejos de la luz eléctrica, los ventiladores, la televisión, los periódicos y la historia. Y colgamos nuestras hamacas con la ayuda del anfitrión, que también sabía todo lo que hay saber en la ciencia de los nudos, mientras nos ilustraba sobre las costumbres del cuerpo astral y la forma de expulsar los demonios con buches de tabaco. Recitaba con entusiasmo místico oraciones de Samael Aun Weor, cuyos libros conservaba en una repisa de tablas unidas con lazos, hinchados de humedad. Samael Aun Weor era un bogotano que se hacía pasar por boyacense y se creía o decía creerse la última encarnación de Buda. Vendía más libros que García Márquez, sobre el yoga tantra, el gnosticismo, la naturaleza de los ángeles, el matrimonio perfecto y otras magias sexuales.

Por las noches, detrás de la troje donde nos acomodamos, la pandilla de cerdos de Eurípides purgaba sus indigestiones de raíces y nueces prolijamente, gruñendo y rebulléndose y emitiendo unos pedos largos, beatíficos que inflamaban con sus gases las estrellas y a veces tenían por epílogo un suspiro de satisfacción francamente envidiable en este valle de lágrimas.

Detrás de nuestro magro cobijo, mejor que un palacio, perfumaba un cariaño viejo cundido de heridas. A Gonzalo le recordó su infancia en Andes. Como don Nacho le recordó a su padre, don Paco, que Gonzalo amaba tanto pero a quien hizo sufrir también tanto cuando fundó el nadaísmo. De las hojas del techo caían a sus horas las majiñás, unas hormigas del tamaño de un comino, de lo más urticantes, de mordidas increíblemente eficaces que a veces cegaban a los perros que dormían con los ojos abiertos.

Los primeros días permanecimos en la pequeña construcción de palos sin movernos, acostumbrándonos al peso de los vahos de la hojarasca podrida, fumando y filosofando, en medio de los alborotos de los arrendajos del cariaño. Cuando nos aburríamos de la cháchara caminábamos por una trocha secreta hasta la panadería de Eurípides a comer sus roscones y a charlar al son de la máquina de coser de su mujer. Blanca era blanca y los senos le saltaban dentro de la ropa cuando raramente reía, blancamente. Blanca apenas hablaba. Pero estaba muy orgullosa de las habilidades de su marido para ganarse la vida y para comunicarse con los espíritus del bien y del mal.

Una mañana decidimos dar un paseo por la selva por nuestra cuenta y riesgo. Aunque estábamos advertidos de los peligros que implicaba. Nacho intentó disuadirnos. Entrar es fácil. Salir es difícil. Nos dijo. Pero ante nuestra insistencia decidió dejarnos ir, después de algunas indicaciones, resignado y preocupado. No se alejen mucho del senderito que ya saben. Y no pierdan de vista el sol que él los guía. Y llévense mi brújula.   

Y con la hipotética ayuda de una brújula borracha nos metimos en el laberinto de perfumes y hedores, mariposas, sendas tenebrosas, troncos caídos, voces, cantos, alaridos. Había unos ámbitos de silencios amenazantes. Y estancias de algarabías ensordecedoras en las frondas. Absortos y maravillados, apenas hablamos. Era un éxtasis en medio de la exuberancia de la vida. Hasta que de repente, se oyó una quebrazón de ramas, un chapoteo en la tierra blanda, de animal grande. Tal vez un oso. Nos detuvimos. Tal vez el puma. Susurramos.    

Pero en vez de la bestia que esperábamos nos sorprendió una figura del todo incongruente en esas lejanías donde nosotros nos pensábamos los únicos seres humanos. Un hombre pequeño de unos sesenta años, parecido a un gnomo de punta en blanco, pantalones cortos de dril, guayabera y sombrero de paja, iba comiéndose un banano. En esa soledad sin fondo era perfectamente maravilloso y cómico también, fuera de lugar. Y él también nos contempló abriendo los ojos azules todo lo que le daban, desconfiado y asombrado. Él tampoco contaba con nosotros. Fue un momento muy extraño. De suspenso. Yo creo que el hombre quiso salir corriendo pero no pudo paralizado por la sorpresa. Angela, con su alborotada cabellera roja de muñeca de trapo, no ofrecía una imagen tranquilizadora, Gonzalo ya comenzaba a coger esa cara de tristeza de caníbal arrepentido que llevó al fin de su vida y yo me dejaba crecer las greñas del filibustero y llevaba un enorme cuchillo a la vista para desanimar a los tigres, agravando las cosas. Pero cuando Angela lo saludó en ese inglés suyo dulce de himnario anglicano, el hombre se relajó, tiró la cáscara del plátano hacia atrás por sobre el hombro izquierdo y corrió a zancadas hacia nosotros con los brazos de par en par. Pasó de la estupefacción a la felicidad. Habló como un loco. Como un perdido cuando lo encuentran. Nos dijo quién era. Que era alemán, que llevaba años corriendo el mundo en busca de troncos fósiles para unos holandeses; había estado en Birmania, había ido al África y ahora necesitaba llegar a Brasil. Pero en Colombia, dijo con amargura, la vida se le había atrancado. Estaba viviendo en la casa de un botánico peruano al otro lado del río. Le habían hablado bien del país. Había venido lleno de entusiasmo. No contaba con la hostilidad de los indígenas. 

Los indios lo trataban como a un leproso, evasivos. Había contratado mil veces una lancha que le permitiera seguir. Pero ya eran tres meses de frustración. Los bogas lo dejaban esperando en el muelle con el equipaje hecho y nadie se presentaba al fin en el embarcadero. Había buscado la ayuda del comisario pero siempre estaba en Bogotá o muy enfermo, y el alcalde se encontraba invariablemente haciéndole la siesta a unas cervezas en la hamaca del balcón y no lo podían despertar porque se ponía de un humor endiablado. Gonzalo pensó en el cura. Un misionero antioqueño que había sido mi compañero en el seminario de Yarumal que ya conocíamos de nombre. Y que más tarde dirigió el museo antropológico de la comunidad en Bogotá.

El padre Arango hizo que el sacristán, que era cojo, llamara a los lancheros. Y estos no tardaron en aparecer. E hizo lo que pudo. Apeló al sentido común, a la caridad cristiana y al egoísmo rastrero: el hombre estaba dispuesto a pagar lo que dijeran con tal de llegar al próximo puerto brasileño. Pero los bogas se negaron en redondo. Hasta que en medio de la discusión me pareció descubrir la razón de la negativa cuando alguien lo llamó “el gringo”. Y yo dije: pero ustedes están equivocados con Hans, porque se llamaba Hans. Hans no es gringo. Hans es alemán. Los hombres se miraron, manosearon sus sombreros. Y yo pensé que les había ganado la partida, hasta que uno de ellos repuso, tuteándome, mientras los otros asentían, sonriendo con los dientes destrozados por el mambeo de la hoja de coca. Está bien, amigo. No es un gringo, tú dices. Pero hay un problema, que tú sabes. Y me miró y me lo espetó en pleno rostro: parece gringo. Y volvieron a ponerse las gorras de trapo y se fueron, repitiendo, pero parece gringo. Y nosotros también nos marchábamos y Hans se quedó mirando el cristo del despacho con ojos de derrota. Y yo me acordé de un viejo tratado árabe de fisiognomía que recomienda desconfiar de los hombres de ojos azules. Pero no creo que nadie lo hubiera leído allá, ni siquiera en la esponjosa biblioteca de rarezas esotéricas de Eurípides.

Y no volvimos a saber de Hans. Hasta cuando, de regreso a Bogotá en el avión de Satena, este dio una vuelta sobre el río para coger su rumbo al altiplano, y nos asomamos por la ventanilla para echarle la última mirada de respeto y amor a la vorágine. Y en el muellecito de tablas negras lo vimos esperando y desesperando, junto a sus dos maletas. Y los indios apartados, indiferentes, indolentes, como si no existieran, comían pupuñas, el nombre nativo de los chontaduros, que pelaban con sus navajas suizas. El sol de espinas giraba arriba según su costumbre sobre las naciones. Y un cacho de luna en forma de hoz ponía un toque de soledad en el paisaje. Después de una parada en San José de Guaviare que entonces era apenas una cantina con tres putas, una capilla en ruinas sin cura, y un policía durmiendo en un taburete de baqueta bajo un samán, con un fusil sobre las rodillas, aterrizamos en Bogotá en medio de un aguacero sacramental, un miércoles de enero, a las tres y treinta de la tarde. Y nunca volvimos a acordarnos de Hans, hasta hoy.