Número 136 // Septiembre 2023

Un Botero perdido

Por EDUARDO ESCOBAR

Cuando Gonzalo Arango decidió desmontar el inventico del nadaísmo, que tanto nos sirvió para hacer la vida, se dejó condecorar con una magnolia por Hernando Santos en su oficina de El Tiempo. Yo me sorprendí. Pero nada dije porque me acordé de una cosa que Gonzalo me había escrito en una carta: los de El Tiempo son los únicos santos de mi devoción. Había sufrido una metamorfosis incomprensible para sus amigos. Gonzalo era un hombre bueno, pero sobre todo cándido.

El ritual de la magnolia celebrado en la primera página del periódico tenía una clave. El heterodoxo, el anarquista, el indefinible, el sin partido, el marginado, volvía al redil del sistema y al cristianismo. Era sincero. Pero además creía aupar el buen suceso de su libro Providencia. Me dijo, generoso como fue: alista el morral, que te lo voy a llenar de billetes. Estaba convencido de haber escrito la cartilla definitiva de los niños de las flores en ese libro ilustrado por su mujer con conejitos y zanahorias de cuento de hadas, concordes con la debilidad del texto, comparado con los manifiestos azufrados del nadaísta.

Los milagros del amor a veces son incomprensibles. El Profeta de la Nueva Oscuridad ahora predicaba una utopía rosa, azucarada, filosofía de repostería. Y esperaba que las ventas de su libro fueran millonarias. Ese libro le cambiaría a él la vida con un respiro económico, y el género humano sería transformado por su verbo de reconciliación. Muchos nos dijimos que no había sido más que un cordero disfrazado de lobo.

Todo formaba parte de un gran plan. Además pensaba ir a Londres para montarle la competencia a los Rolling Stones con las canciones de su novia. Pero antes pasaría por Venezuela a decir sus dos conferencias del retorno, que nunca pronunció: el retorno a Cristo y el retorno al Libertador.

Yo no sé de dónde sacó arrestos para profetizar la última epifanía de la paz. Porque ni siquiera flaqueó cuando comenzó a darse cuenta de que los derechos de autor de Providencia no le iban a alcanzar para el tiquete a Londres. A lo sumo le sirvieron para invitar a sus amigos de cuando en cuando a un brandy después de una sopa de menudencias y legumbres y para ir de vacaciones a Villa de Leyva donde se quedaba en el monasterio de los agustinos antes de enamorarse del lugar, porque después alquiló una casita, donde se retiraba a esperar que el libro cogiera alas y le dieran el premio Nobel de la Paz.

Presupongamos, a modo de licencia poética, que allá le ocurrió la idea. Mientras el libro pegaba y comenzaba a traducirse a todas las lenguas de la tierra, incluido el swahili de esa canción de Eartha Kitt que escuchábamos en las fiestas del nadaísmo en Medellín, podía recurrir a la amistad con Fernando Botero, su amigo del preuniversitario, a quien le había presentado sus primeras exposiciones en Bogotá, cuya obra había elogiado en los periódicos antes de que despertara la curiosidad de Marta Traba, cuando solo aspiraba, como le dijo, a reunir un plante para comprarse un granero en Sonsón, y contratar un dependiente honrado que se ocupara del mostrador mientras él pintaba en la trastienda. Así fue que le escribió una carta ejemplar, corta, directa al corazón.

La carta, de lo más ladina, está construida por una serie de fogonazos con el orden retórico de los tiempos de los estoicos, y comienza como un clásico discípulo de Séneca evocando el día lejano cuando Botero le hizo el favor de ilustrar su texto Medellín a solas contigo. Y continúa con una descripción personal del cuadrito: con el fondo de la gran Villa de la Candelaria, se ve con mirada de halcón desafiando a la Andi, nuestros queridos pobres mercaderes del templo de la vida, le dice; le agradece que haya incluido junto a su retrato un ángel protector, y lamenta haberse desprendido del regalo, porque pagaba el amor con tesoros. Insinúa que ahora estaba en manos de una examante. Si hoy lo tuviera en mi poder, sería poderoso, le dice, halagüeño.

La carta está articulada minuciosamente. Pero no voy a reproducirla completa. Solo diré que sigue confiándole a su amigo un gran propósito, y que le propone un par de temas. Tal vez un día podrías pintar a Cristo en su asnito, y al Libertador crucificado en un páramo. Pero aclara cortésmente, para finalizar la propuesta, que no le impone nada que limite su parto, y más bien le recomienda la lectura de sus dos conferencias para avivar el entusiasmo. Voy a regalar por toda América un folletico con esos dos textos. Sería tan bello y útil que los ilustraras. Bello y útil. Esas dos palabras son una trampa perfecta. De índole platónica.

Ya no queda en la carta sino volver a los afectos, al mosaico de bachilleres, ambos reprobados en química pero laureados en las náuseas existencialistas, y los corrosivos sueños corruptores del Arte. Sin olvidar a Pinganillo, usado en la misiva como un recurso compasivo: ¿recuerdas a Pinganillo? ¿Se moriría, o heredaría el puesto de flores de su mamá en la plaza de mercado de Guayaquil?

La carta concluye con la esperanza de que llegue a su destinatario, a quien la fama ha vuelto tan invisible…, y expresa el deseo de ver el día de darse un abrazo y tomarse un aguardiente juntos.

Ya no sé cuánto duró la espera. El hecho es que una noche Gonzalo me invitó a su sopa de enjundias de pollo, comimos, nos tomamos un brandy, y Angelita trajo del cuarto de la máquina de escribir, y desenrolló, la acuarela de un pliego. Así es la vida. No era el cuadro que Gonzalo necesitaba para ilustrar su folleto, con Bolívar crucificado y Jesús en un pollino rechoncho. Pero al fin y al cabo algo había llegado, y sin embargo ellos no se veían felices. Ahora, ¿qué iban a hacer con el bendito cuadro? Era peligroso mantenerlo en el apartamento. Los podían matar. Los podían secuestrar, quién sabe.

Gonzalo tenía buenas relaciones en la gerentocracia de la gran industria, la política y el aparato financiero. Pero no es fácil vender un Botero. Y después de ofrecerlo en vano entre sus conocidos del curubo, al fin depositó la obra en la galería de Carlos Pinzón para evitar que los ahorcaran los ladrones de arte en su covacha del Bosque Izquierdo. Allí la vio una señora de quien solo diré que llevaba el nombre de un accidente topográfico. Gonzalo exultaba. Botero había hecho el milagro. No tendría que ir nadando a Londres o pilotando un canasto de Villa de Leyva, y le sobraría plata para comprar una granja junto a su suegra, que él llamaba la Lady, corista del templo anglicano del suburbio londinense. No sobra recordar que el nuevo cristianismo de Gonzalo no era el mismo que le había inculcado doña Nena: ahora ostentaba un toque calvinista su fe reconquistada y coreada a los cuatro vientos. Por eso disfrutó tanto con la ópera hippie de Jesucristo superestrella del inolvidable Andrew Lloyd Webber. Ese Cristo se parece a ti, me escribió. Es hora de convertirnos. Pero yo siempre advertí en la ópera yanqui contradicciones irreconciliables con mi modo de entender el cristianismo, formado como fui bajo la más pura ortodoxia tridentina.

Tengo ochenta años y mi memoria se niega a precisar si a Gonzalo le tocó sufrir la decepción de enterarse de la mala noticia o si se murió primero. La millonaria señora se arrepintió, inexplicablemente, de comprar el general de Botero, un general gordito como todos los suyos, rozagante, de kepis verde oliva. El hecho cierto es que el cuadro de Botero siguió colgado en la galería de la calle 26. Esperando un cliente, silenciosamente, impertérrito, en la pared del fondo, bajo el pasamanos que conducía a la oficina de Sonia Cárdenas, la administradora de la galería.

Todo se sabe. Mucho después me enteré de que alguien había saboteado desde la sombra el negocio del cuadro que iba a financiar la fuga de Gonzalo al viejo mundo. El personaje llegó a ser muy famoso y muy rico. Había llegado a Bogotá en la juventud a trabajar en el periódico El Tiempo como reportero y luego había fundado un restaurante de éxito y después se había convertido en un notorio caballero de industria. Era socio de empresas de transporte aéreo y pasó a la historia deportiva del país fanfarroneando en los estadios con maletines llenos de dólares para comprar árbitros a granel. Una vez le pregunté qué lo había llevado a tirarse en el negocio de Gonzalo Arango. Y respondió: en Colombia no se mueve un solo Botero sin mi autorización. La última vez que lo vi fue en un avión en Cartagena rumbo a Bogotá en compañía de Alejandro Obregón. Y me di el gusto de saludar a Obregón ignorándolo a él, ostensiblemente.

Muerto Gonzalo, Ángela vivió un largo tiempo en mi casa y después desapareció. Ida con un par de novios a cantar en Ecuador las canciones de Violeta Parra y las que le escribió su amante muerto tan bellas en el fondo en su candidez. El cuadro volví a verlo en los bajos del hotel Tequendama, en el banco de Félix Correa, un ferretero antioqueño tuerto pero con una gran visión para los negocios torcidos, que por artes de birlibirloque resultó comprando empresas antioqueñas y ejercitándose en la simonía, hasta que durante el gobierno de Belisario Betancur la justicia le echó el guante. Se habló de regalarle una piyama naranja y una temporada de descanso en los Estados Unidos. Pero como a veces pasa entre nosotros al fin salió libre, después de ocho años de modelar en una celda con televisor y cocinero. Mientras nueve de sus socios se exilaban y diez eran misteriosamente muertos. Así se mezclan en Colombia a veces los nobles asuntos del arte con la picardía. Las bellas artes con las malas mañas.

¿Qué sería del general de Botero? ¿Qué del marchante caldense con nombre de poeta inglés? De Gonzalo, ya se sabe. Su novia vende amasijos en Guatavita. Botero, mientras escribo, soporta la incomodidad de verse de gira con su momia, por una macabra decisión de sus hijos. Me imagino el cuadro que pintaría si pudiera, con una corona de oro en forma de repollo. Y el título: El rey de los pintores en cámara ardiente.

Una última cosa: al pie del dibujo para ilustrar Medellín a solas contigo aún se puede leer, borrosamente, esta frase: nada por encima de nosotros: ni siquiera el cielo.