Número 130 // Agosto 2022
H. L. Mencken (Baltimore 1880-1956) ejerció como látigo contra la cultura gringa en las primeras décadas del siglo XX. Un escéptico frente a todos los poderes y las supersticiones, un demonio de la sátira y un trabajador incansable en la “denigración” de los Estados Unidos. Esta frase suya ayuda a definirlo: “Una carcajada vale por diez mil silogismos”. Les dejamos una página sobre el triste poder de un presidente.


La púrpura imperial

Por H. L. MENCKEN
Ilustración de Maria Alejandra Pérez

En estos días, la mayoría de los galardones de la presidencia se han tornado despreciables. El presidente continúa siendo, claro está, un hombre eminente, pero solo en el sentido en que Jack Dempsey, Lindbergh, Babe Ruth y Henry Ford han sido hombres eminentes. Tiene pocos contactos con las personas realmente inteligentes y entretenidas del país: en verdad, la mayoría de ellas lo eluden por una cuestión de honor. Ocupa primordialmente su tiempo con políticos mezquinos y otros individuos insidiosos, en síntesis, con pelafustanes e ignorantes. Cuando se toma unas pequeñas vacaciones, sus compañeros habituales son alimañas con las que ningún hombre delicado se codearía. El doctor Harding, obligado a recibir a tales gentes, recurría al whisky de contrabando a modo de analgésico; el doctor Coolidge las cargaba a bordo del Mayflower y luego corría a su camarote, se quitaba el chaleco y la camisa, y se echaba a dormir; el doctor Hoover las llevaba a la represa Rapidan a noventa kilómetros por hora y las traía de regreso a 120 o 130.

Pocas veces los honores tributados al presidente son del género que impresionaría y conformaría a un hombre civilizado. La gente le envía pavos, zarigüeyas, fragmentos de madera de una fragata histórica, peces de colores, carozos de duraznos tallados, réplicas de los capitolios estaduales de Wyoming y Arkansas, y flores prensadas de la Tierra Santa. Una vez al año un cazador de Montana o Idaho le envía diez kilos de carne de oso, generalmente a entregar contra reembolso. Llegan podridos y hay que echárselos al perro de la Casa Blanca. Recibe diariamente entre veinte y treinta cartas de una cadena de la felicidad y magníficas copias de cuarenta o cincuenta poemas. Los clérigos de color le remiten biblias ilustradas, amuletos y estuches de polvos mágicos, acompañados generalmente con una solicitud para que los nombren recaudadores de impuestos en Nueva Orleans, Mobile o Wilmington (Carolina del Norte), o escribanos del Tesoro. Sus galardones públicos asumen la forma de doctorados en leyes que le conceden facultades ávidas de publicidad…, facultades que ese mismo día otorgan idéntico título a un campeón de tenis, un banquero sin herederos y un general del ejército. A nadie se le ocurre conferirle otra distinción. Nunca lo designan doctor en letras, doctor en teología, doctor en cirugía dental, doctor en derecho civil y canónico, sino siempre doctor en leyes. Hasta hoy el doctor Hoover tiene treinta o cuarenta de estos títulos. Según parece sabe tan poco de derecho como un alguacil de la corte, pero es más sólidamente legum doctor que un Justiniano o un Alfonso el Sabio.

Sobre la salud del presidente velan no solo el vicepresidente sino también los médicos que para ello designa el ejército o la marina. Estos médicos tienen títulos rimbombantes y ejecutan las tareas propias de su oficio con el uniforme de rigor, cargando la espada a un lado y el estetoscopio al otro. Vigilan estrictamente la dieta de su paciente imperial. Si come unos maníes arman un alboroto; si en la cena se echa al buche unos cangrejos hervidos, rociados con los que Washington pasa por ser licor de malta, se quejan a los diarios. Todas las mañanas le miran la lengua, le toman el pulso y la temperatura, miden su presión arterial, y le examinan el fondo del ojo y el reflejo patelar. Apenas da la menor señal de estar indispuesto lo mandan a la cama, le ponen una guardia de infantes de marina, le endilgan un régimen digno de un monje trapista y publican boletines en la prensa.

Cuando el presidente viaja nunca lo hace solo, sino que siempre lleva consigo un enjambre de secretarios, agentes del Servicio Secreto, médicos, enfermeras y periodistas. Incluso un tipo tan tacaño como el doctor Coolidge debió contratar dos vagones pullman íntegros para transportar a su séquito. El precio, claro está, lo pagan los contribuyentes, pero el presidente debe soportar la compañía. Mientras rueda el tren, miles de chiquillos corren a poner monedas en la vía. De vez en cuando uno de ellos pierde un dedo de la mano o del pie y hay que dar marcha atrás para que el presidente consuele a la madre que, en la mayoría de los casos, no sabe hablar inglés. Cuando el tren llega a cualquier parte, todos los latosos y rufianes de la ciudad se congregan para saludar al primer magistrado, quien esa noche debe comer una cena asquerosa y escuchar tres horas de pésimos discursos.

El presidente disfruta de menos intimidad que cualquier otro norteamericano. Miles de personas tienen derecho a llegar hasta él, empezando por el embajador británico y terminando por el secretario del comité republicano del condado de Ziebach, Dakota del Sur. Entre ellas se encuentran los 96 miembros del Senado de los Estados Unidos, que son quizá los individuos más presumidos y tediosos de la cristiandad. Si a un senador se le negara el acceso a la Casa Blanca, todo el cuerpo se sublevaría indignado. Y si echaran a puntapiés al ministro de Albania, incluso los embajadores de Francia y Gran Bretaña se sumarían a las protestas. Muchos de estos caballeros caen de visita no porque tengan algo que decir sino solo para probar a sus empleadores o clientes que pueden hacerlo. La duración de la entrevista solo depende en parte del presidente. El doctor Coolidge acostumbra a liberarse de los importunos durmiéndose delante de sus narices, pero los presidentes dotados de un interés más vivo por el mundo visible no pueden emplear este recurso. De nada valdría hacerlos echar por los agentes del Servicio Secreto o por la policía de la Casa Blanca, ni injuriarlos u ofenderlos de otro modo, porque muchos de ellos tienen lenguas viperinas. Dos veces, en el curso de la historia se dijo en Washington que unos presidentes poco tolerantes con tales cargosos eran afectos al trago, y hubo que desplegar ingentes esfuerzos para acallar el escándalo.

Durante toda la jornada nuestro excelentísimo patrón escucha solemnemente a majaderos y farsantes. De pronto entra corriendo un secretario con la noticia de que ha muerto un famoso actor de cine o un entrenador de fútbol y el presidente debe tomar la pluma y escribir un telegrama de pésame a la viuda. Una vez al año recibe, a modo de compensación, un cable que el rey Jorge le envía para sus cumpleaños. Los presidentes aman esos documentos y los donan, post mortem, a la Biblioteca del Congreso. Luego llega la fecha de una conmemoración pública, junto con la oportunidad de soltar un discurso. Ay, debe pronunciarlo en el banquete anual de una organización que, según se descubre a último momento, está compuesta por caballeros procesados, o frente a la tumba de un estadista que se salvó por un pelo del juicio político. Veinte millones de electores cuyo cociente intelectual no llega a sesenta tienen la oreja pegada al radio y se necesitan cuatro jornadas de dura labor para confeccionar un discurso en el que no hay una sola palabra sensata. Al día siguiente se inaugura una represa en algún lugar. Cuatro senadores se emborrachan y tratan de manosear a una dirigente política con físico de remolcador sobrecargado. El automóvil presidencial atropella a un perro. Llueve.