Pablo Guerrero, la mirada al viento
Un momento de efervescencia en la fotografía nos acercó a la magia de pueblos y veredas, nos mostró las vidas, labores y dificultades de la gente del campo. Eran los años sesenta y setenta: la masificación de la fotografía abarató las cámaras haciéndolas más portátiles y facilitando el revelado. Surgieron entonces fotógrafos como Nereo López, Viki Ospina, Abdú Eljaiek y Pablo Guerrero, quienes se conectaron con capas de la sociedad poco visibilizadas. En el caso de Guerrero, en Antioquia, nos mostró con su lente la vida rural que hasta entonces habíamos ignorado.
Pablo recorrió caminos, solo o acompañado, se encontró con extraños y a veces sintió miedo, sensación que espantaba con un gesto poderoso y simple: sacar la cámara y captar algo, una casona de tapia, una montaña entre los árboles, las formas de una persona o un paisaje, algo distinto, inusual o bello… Ser fotógrafo es responder a esos instintos, como lo hizo él para convertirse en uno de los últimos grandes de la fotografía química en Antioquia, aquella fotografía en la que había que analizar el lugar, su luz y sus posibilidades, definir el lente, la velocidad, el diafragma y el ISO antes de obturar, y luego mantener ese cuidado al ingresar al cuarto oscuro, al exponer el papel y sumergirlo en cubetas con líquidos fijadores y reveladores.
En su infancia, la primera vez que usó una cámara, durante un juego de niños, uno le dejó mirar por el visor y Pablo quedó deslumbrado por el objeto y por las imágenes. Ya joven ahorró para comprarse una. Su primera cámara fue una Kodak Brownie Chiquita que solo tenía tres opciones: visor, botón para disparar y botón para avanzar el rollo, un aparatico plástico lleno de magia que Pablo descubrió un poco a ciegas, como jugando, cometiendo errores y lleno de emociones.
Al avanzar, fue incorporando aprendizajes, entendiendo la luz, sintiendo las imágenes, llegando más allá: no buscaba “tomar” fotos sino esquivar la realidad para encontrar algo honesto. Se acercó a personas y paisajes usando su Mamiya RB67 de formato medio, fabricada en Japón en los setenta, un diseño al que se le podían cambiar lentes y accesorios, con un sistema de enfoque y medición que Pablo usó con calma, con intención narrativa, acentuando formas, volúmenes, luces y sombras. “¿La cámara lo hace todo? No, reproduce lo que ve. Yo pienso, analizo, determino la composición, interpreto el sujeto, capto el ambiente, distribuyo o controlo la luz que da énfasis, valoro las sombras que acentúan las formas y volúmenes, capto el momento expresivo, denoto mi intención”. Así, siendo siempre fotógrafo, Pablo pasó a convertirse en artista.
Costumbrista o realista son simples etiquetas. Pablo captó esta región así como lo auténtico de sus gentes y tradiciones; también hizo trabajos para publicidad y moda, sobre la ciudad y sus industrias, pero amando sobre todo al campo, sintiendo “el frío, el sol que punza, la sombra que atempera, el camino que duele en los pies”, siempre mirando al viento, buscando a esta gente vecina de la niebla cuyo corazón sigue latiendo entre montañas, captando el fluir sinuoso del río Penderisco y la forma del valle en Urrao, el furor de la cosecha y el verdor de los samanes en el parque de Ciudad Bolívar, las callecitas empinadas en Santuario, los techos de teja y arcilla bajo montañas de vértigo en Sonsón, la sombra protectora bajo un sol rabioso en las veredas de Santa Fe de Antioquia; lugares que han cambiado, pero cuya esencia permanece en las historias de los abuelos, en las labores de jóvenes campesinos, en la ardua o heroica tarea de las mulas cargando café. Imágenes captadas con sensibilidad por Pablo Guerrero y de las cuales 38 000 están disponibles en la Biblioteca Pública Piloto, para que otras generaciones puedan intuir al menos un poco ese tiempo y esas vidas.
Sonsón, por Pablo Guerrero, s.f. Archivo fotográfico de la Biblioteca Pública Piloto.
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