Yo es otro
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Por EDUARDO ESCOBAR
Ilustración de Puño
No están mal para titular estas reminiscencias, cosas ya agriadas, esas tres palabras enigmáticas del poeta Rimbaud que dieron pábulo a tantas interpretaciones esotéricas, sicoanalíticas y semánticas o meramente ociosas. Al fin de cuentas Rimbaud fue el poeta que alimentó los tiempos de mi juventud nadaísta con sus vitriolos. Cuando algunos ingenuos pensaban que mi plumífera precocidad, el tumor recalcitrante en mi corva y mi cara de santo me emparentaban con el hijo de doña Vitalie, nacido en la calle Napoleón, en Charleville, Francia. Y muerto mientras luchaba con el imposible de aprender a volar con unas muletas de palo. Las de su tiempo.
Pero vamos a lo que vinimos. Sucedió hace años. Por encargo de una revista para caballeros, de esas que, parodiando al romántico ginebrino se leen con una sola mano, debí ensayarme en un ejercicio de lo que llaman periodismo de inmersión. Y me sometí a una terapia de rejuvenecimiento profundo con todos los recursos de la cosmética moderna: el thermage, la radiofrecuencia del futuro y la afamada toxina botulínica, completadas con la inoculación, por medio de agujas minúsculas como el aguijón de la avispa, del milagroso ácido hialurónico, entonces una rareza, un lujo que ahora se promociona en la televisión junto a las jaleas para el desayuno de los atletas y los antiácidos para las personas demasiado ocupadas, pero al cual en ese entonces solo podían acceder las señoras millonarias en recursos contra la molestia de las primeras arrugas. Señoras con la dicha de tener un matrimonio feliz, regido por el mantra yoga, que definió una pasada de cínica para un amigo mío, como un arreglo por el cual el man trabaja y yo gasto. La mística sacramental del materialismo burgués.
El tratamiento incluía mascarillas de vitaminas y colágenos aplicados con gasas calientes y mullidas toallas perfumadas y la deliciosa terapia con células extraídas de los testículos de una incierta raza de corderos suizos vía intramuscular. Y además, las inyecciones de minerales, microelementos los llaman, aplicados por vía endovenosa, por el sistema de goteo sutil para aumentar la efectividad, para que el metabolismo los paladeara y los asimilara mejor. Así me explicaron. Y sobre todo, fui premiado con el cariño de oro de un grupo de jóvenes enfermeras que hacían el papel de tónicos, ni más ni menos, con los mimos de sus manos liliáceas y frescas, sus irisadas pestañas envolventes y los efluvios veinteañeros de hadas de sus entretelas. Como se sabe, la atracción entre los seres humanos no se da si a lo ofrecido a la mirada no se junta un olor compatible. Suele decirse que el amor entra por los ojos, pero no es verdad del todo. También es estimulado por el sentido del olfato. Y mucho mejor, cuando a los dos ingredientes de la belleza y el aroma unimos la música de una voz bien timbrada que no hiera las vellosidades hipersensibles de la cóclea. Todas hablaban con gorjeos edénicos, discurrían con resonancias de flautas de plata, con la dulzura superlativa de las mujeres cuya vocación es hacer la felicidad de sus prójimos lícitamente. Ay, mis palomas.
Recuerdo que muchas cosas se resistían dentro de mí mientras decidía si me iba a someter al tratamiento milagroso que me convertiría en otro. Mi desdén por el esfuerzo y mi inhabilidad para la constancia, en primer lugar, y en segundo lugar el prejuicio machista que afirma que el hombre como el oso mientras más feo más hermoso, me hacían dudar si aceptaba o no el encargo de la revista de muchachas en traje de Eva: pero las explicaciones del director de la clínica me convencieron de que valía la pena someterme a las finas agujas de sus jeringas taumatúrgicas y a las máquinas de masajes para reavivar la circulación y airear el sistema conjuntivo, y devolverle a la piel el fulgor perdido y la elasticidad a las articulaciones que comenzaban a oxidarse a juzgar por los crujidos de las rodillas y los codos y las vértebras del cuello que los encargados de hacerme el diagnóstico preliminar torcieron, golpearon y oyeron quejarse con sus fonendoscopios electrónicos de última generación.
No es fácil renunciar al que somos; uno se va a acostumbrando a su cara de tanto llevarla puesta. Aunque no sea la mejor, uno termina por cogerle cariño como a sus zapatos viejos, para decirlo a la cartagenera. Y a mí me gustaba la mía como había llegado a ser, qué carajo, con sus surcos que me parecía que la ennoblecían, con las manchas del existir con el acelerador hasta el fondo, con las improntas del uso de los días hiperactivos y el abuso de las noches bohemias que quise agotar mientras crecía. El color que los climas le habían impuesto a mi rostro al cabo de mis aventuras marineras en los dos mares americanos, de mis excursiones a los cinco grandes ríos del sur del país en busca de la sabiduría primitiva y de pasear por los encumbrados páramos que baten los cuchillos del viento de la patria, para expresarlo con el irracionalismo del lugar común, y bobo, con el espíritu nacional que según algunos pensadores no es más que el recurso de los canallas para justificar sus desmanes y ejercer sus prejuicios.
Los climas van macerando la piel y la carne, las huellas de la frente expresan lo sufrido y lo cavilado, y uno se va haciendo a sus vestigios, al desgaste natural de la carcaza física y a las huellas del tiempo de los relojes en la dermis y la epidermis. Desde el Renacimiento y después, a través de los despelucados y patéticos profetas del Romanticismo, los seres humanos hemos aprendido a encontrar una incierta belleza en las ruinas, en las antigüedades con sus vencimientos, sus grietas y los verdines del orín que deja el paso del rumor de los almanaques sobre las pobres materias efímeras. Spengler en su libro admirable sobre la decadencia de occidente hace un análisis lleno de poesía y verdad de esta inclinación por los óxidos y las mutilaciones que llena los museos de cosas rotas y diosas sin brazos ni narices y floreros con las asas torcidas y pedazos de cráteras inutilizables y monedas con la cara y el sello desgastados.
Cada vez más con mayor contundencia, a medida que envejecía, a veces venía a mirarme mi padre cuando me asomaba al espejo por las mañanas para afeitarme, para limpiar la armadura de los dientes que me quedaban y para ordenar la cabeza abundante en ideas y en excrecencias queratinosas por igual. Las mismas cejas cenicientas de resignado, crespas como las nubes de tormenta que le gustaba estirar antes de soltar los aguaceros de los improperios que a veces nos imponía su severidad por resabio sadomasoquista de la educación católica que recibió. El mismo aspecto general de mi padre envuelto en mi propia toalla a veces venía a mí por el camino del espejo de mi baño. Y se quedaba escudriñándome con la misma mirada llena de la melancolía del orgullo herido. Mi padre fue un hombre pobre pero amaba los amueblamientos principescos: los escaparates aparatosos con lunas en las tapas, los armarios de comino y los exhibidores de sándalo, las poltronas que se lo tragaban a uno con un suspiro de caridad, las casas estupendas de patios sucesivos tapizadas con alfombras de Persia y con repisas labradas por los formones de sabios ebanistas en las paredes, atestadas de bestias de marfil con las fauces abiertas y de bustos de mármol de imposibles afroditas, beatrices y lauras y de césares coronados de laureles y robles. Era un impugnador de la austeridad que le tocó, mi padre, un rebelde contra su suerte asalariada. Era capaz de endeudarse hasta el cogote para comprar un reloj de péndulo del año del primer destierro de Napoleón, un jarrón de porcelana con dragones grabados al fuego de los tiempos de Huang Ti, llamado el emperador amarillo que a él le parecía bellísimo, o un juego de te con sus pocillos, sus platos y sus teteras que nunca usábamos, porque eran para las contemplaciones sabatinas de mi padre, que veía cómo se llenaban sus tesoros de polvo, comprados al fiado, en una vitrina de puertas chirriantes con cerraduras de plata, y la llave sostenida con un cordón de raso con nudos entreverados con hilos de falso oro o de oricalco. Pero, qué es el oricalco. Que alguien me explique.
A propósito, recuerdo cuánto le costó envejecer a mi padre entre sus trebejos ulcerados. Dicen que fue hermoso, era fama que las mujeres de Medellín y alrededores se derretían por él. Aunque a mí se me figura por las fotografías de juventud que de él me quedan, y con todo respeto, que era muy semejante a los insulsos actores del cine de su tiempo, demasiado ingenuos comenzando por los labios abultados y acabando por el peinado sin una hebra fuera de lugar, sin un rizo escapado de la línea de la carrera dictada por los peines de carey de aquellas calendas de antes del plástico, del plástico ahora tan desprestigiado que vino a salvar a las tortugas del interés de los fabricantes de peines, peinetas y cepillos para las uñas de las muchachas casaderas.
No me molestaba llevar en mí a mi padre a pesar del anacronismo que representaba. Lo aceptaba como un destino irremediable. Y como una prueba de la integridad que hacía honor a mi santa mamá, expresión suprema de la madre judeocatólica, fiel a su casa y a su insufrible marido y que no andaba revolviendo los ojos por las calles según el salomónico mandato. Y de quien a pesar de su integridad no me gustaba el rictus de mártir que también me fue traspasado en alguna medida en el coito memorable de donde fui derivado principiando el año del Señor de 1943. Aquel gesto de decepción perpetua de mi madre jamás me gustó en mí, ni el rictus de inconformidad de su familia tan dada a la sumisión teológica, al hágase lo que quieran mi Dios y su Bendita Madre. Y creo que me alegró la posibilidad de que el ácido hialurónico borrara esas líneas suyas de mi expresión, según la promesa de los prospectos de la clínica corroborados por el doctor y propietario del establecimiento.
He vivido. Forcé este cuerpo, magro y todo, a los excesos desde la adolescencia calavera. No me negué los placeres ni las penas que también se gozan a la postre cuando se reviven. Disfruté y padecí como mejor pude, hasta el envilecimiento, según dijo un amigo, en mis gateos hacia la perfección. Pero en fin, al fin decidí llevar mi cara vieja al consultorio para cambiarla por otra, por curiosidad de ver el resultado y porque necesitaba más allá de hasta cierto punto, la plata que me pagaban por someterme a la trasmutación de mí mismo en un tratamiento que costaba una millonada.
Otras razones me inclinaron a aceptar la aventura estética, y existencial, y me sometí al activex, esos rayos láser de CO2 que patentó Lee Pannel contra la flacidez y las estrías de las fatigas de la carne. Coaligado con un cirujano capaz de oponerse a las leyes de la gravedad en los tejidos, valido de las últimas técnicas dermatológicas, me dispuse a rejuvenecer, a reflorecer, a devolver la mula del tiempo. Había algo divertido en la experiencia. Y sentí que era como si me pagaran por jugar a la alienación. O alineación, como usted quiera.
Tantos bailes y tantas filosofías habían hecho estragos en mi aspecto general. A causa de las dichas de la vida alegre, había un par de manchas simétricas en la base de mi nariz que podían convertirse en malignas con un poco de mala suerte, me dijo el cirujano. Y había una peca de mal pronóstico en la sien que valía la pena extirpar antes de que me diera una sorpresa pánica.
Había más razones, que más vale consignar para evitar la hipocresía connatural a todos los prosistas, para que yo quisiera cambiar por otra la faz que me dieron en la repartición de las faces. Odié desde la infancia la erosión celular, ese rescoldo de las células muertas que se van acumulando los intersticios de la piel, el aserrín del trabajo de los hijos de Cronos que se parece tanto a la ceniza y se asienta en nosotros por más resistencia que ofrezcamos y por más que soplemos y trabajemos con el estropajo bajo la ducha, con ira santa. Desde la infancia me causaban aversión las viejas de la parentela, que eran tantas además en una familia de longevos. Me disgustaban los besos desdentados de mi húmeda bisabuela paterna, los acecidos perpetuos de su hija con tormentos cardíacos, la madre de mi padre, y las várices ponzoñosas de mis tías de las dos ramas me causaban un indefinible sentimiento entre el estupor y el malestar y la lástima y si podía retrasarlas se justificaban las siete citas consecutivas al consultorio del doctor que si bien recuerdo llevaba el apellido de un accidente geográfico.
El marchitamiento es intolerable. En eso no puede existir la riqueza que proclaman los que consideran la decrepitud como un bien y afirman que son felices mientras se acaban y se acercan a la fecha de vencimiento y que envejecer no es deteriorarse, que la senectud está llena de ventajas, como la maldita experiencia que a la postre no sirve para nada como todo el mundo sabe. La falsía les impide confesar la realidad. Envejecer es asistir a una catástrofe en carne propia. Eso no tiene mucha gracia, para eso no se necesita talento. Ni nos concede algún valor. Ver cómo nos vamos inclinando sobre la horizontal como si buscáramos un agujero donde meternos al final. Cuando las cosas se pongan amargas.
Me gustó mucho al fin la aventura de convertirme en otro en manos de un montón de mujeres angelicales, como si viviera en un jardín de Alá, rodeado de huríes, bajo la dirección del colegio de médicos del establecimiento hospitalario. Me agrada acogerme a las bendiciones de las mujeres. Sentirme bendito entre las mujeres es para mí lo más parecido a la felicidad. Y las enfermeras de la clínica eran todas tan bellas, tan bellas, con sus rostros blanquísimos y sus cabelleras de brillos celestes y apetecibles aunque inalcanzables, pues un enfermero más bien indiferente que hosco me ataba a los arneses de una camilla cubierta con una sábana impecable antes de dejarme en sus manos, antes de que ellas se me acercaran con sus instrumentales y sus pomadas y sus cremas y sus delantales recién lavados con jabones detergentes y enjuagues suavizantes y sus manos de cinco pétalos, gorjeando todas al mismo tiempo.
Somos un animal estrambótico. En la lucha contra los anticipos de la incomprensible muerte nos hicimos artificiosos. Y hallamos la manera de levantar las cejas desanimadas, de devolver la tensión del interés a los párpados decaídos por la fuerza de las costumbres, y de alegrar el pesimismo de unas comisuras que nos hacen parecer como unos que viven una vida entre paréntesis.
No existe trivialidad en la busca de la belleza corporal. Es nuestro derecho legítimo y satánico. Aunque sepamos bien desde los años de Sócrates y Platón que la mejor belleza es la que irradia la armonía interior y que no basta la lozanía si faltan la inteligencia, el espíritu, la irradiación de un alma, la potencia interior. Una persona por bella que sea, sin ese resplandor de la interioridad acabará por aburrir siempre. Hay mujeres que nos hechizan a la primera mirada. Pero nos espantan a la primera palabra que pronuncian por boquitas que hagan y mohines que finjan.
Después de la convalecencia en la oscuridad del caracol como prescribía el tratamiento, después de lijarme la piel caducada, y el tejido epitelial de las células viejas enquistadas, con un vibrador láser ayudado con un lavado de un ácido muy semejante en el efecto al de las baterías de los automóviles en una lata, me sorprendió no hallar a mi padre en el espejo sino a un extraño que incluso saludé una mañana por distracción pensando que era un hermano menor que me faltaba por conocer. Una vez creí, mientras me peinaba, que estaba acicalando un hijo que me faltaba por llevar a la notaría y experimenté un vago sentimiento de repugnancia. Pero pronto aprendí a identificarme con el que entonces era por obra y milagros de la medicina. Aunque reconozco que desaparecidos el gesto de mi madre en las comisuras de la boca, que detestaba, y el aire tristón de los pómulos de mi progenitor, me sentí desprotegido, reducido a una singularidad nueva que debía sobrellevar y con la que tendría que empezar a entenderme partiendo de cero como aquella primera vez cuando me reconocí en un espejo francés de mi padre mientras gateaba hacia ninguna parte por una vieja casa envigadeña. Pero todo pasa. Cómo no.
La carne tiene su propia memoria. El cuerpo es reflejo de la intimidad. Recuerdo ahora a una amiga que tenía la misma nariz deplorable de su mamá, del tamaño y la forma de una berenjena. Se mandó operar el apéndice odioso. Y tres años más tarde la torre delicadísima que le había inventado un cirujano plástico, siguiendo las instrucciones de El Cantar de los Cantares, volvió a su forma aberenjenada que revelaba su esencia secreta. Es inevitable: la carne recupera sus derechos contra todas las artimañas de bisturí y los juegos de jeringas y las exfoliaciones de los expertos con sus ultrasonidos. Y yo poco a poco acabé vencido por el poder avasallador del tiempo que no perdona y volví a conformarme con el ser que la naturaleza quiso que fuera de acuerdo con mis costumbres inapropiadas y mis pensamientos viscosos de siempre.
Mis padres han vuelto a ocupar su lugar en mi cara, de regreso de muy lejos, desde las crónicas genéticas, después del interregno. Confieso que disfruté con la renovación y con la sorpresa de mis amigos que dudaban en saludarme haciendo el papel de otro, remodelado, incapaces de reconocer el irresponsable que había sido en la juventud, aunque estaba en la que llaman estación otoñal. Y al fin me olvidé de lo que me había pasado, de lo que habían hecho conmigo y me habitué al nuevo yo y luego, que es a lo que vamos, ese mismo nuevo yo desapareció alguna mañana sin el gateo frente al primer espejo.
Cuando me sometí al fabuloso tratamiento tenía cincuenta años. Ahora mientras escribo este cuento que cuento, cuento, y veo que han pasado casi treinta años. Treinta y cinco tal vez porque comienza a flaquearme la memoria. Y el que inventaron las hadas del doctor Rada en Bogotá, a veces me pide una nueva reforma. Y añoro los cocteles células de cordero suizo y los metales intravenosos de Adriana Munar, las veladas de masajes en los sillones nerviosos cuyos motorcitos tanto disfruté mientras pasaba en el enorme televisor de la clínica el concierto Emperador de Beethoven dirigido por Daniel Barenboim al mando de una orquesta de judíos octogenarios que envejecían mientras soplaban y rascaban sus instrumentos, y que ya deben estar muertos, y yo, el muy iluso, creyendo que me pasaba de listo, dejaba que corrigieran la cara que tuve con otra que se me parecía de lejos y donde la cirugía plástica moderna me haría el bien de borrar el rezago de este maldito aire de familia. Pero con qué plata reeditaría ahora el antiguo texto corregido de esta cara que tengo…, y menos ahora cuando la revista ya no existe. Dejemos, entonces, resignadamente, que la figura de mi padre siga suplantándome en el espejo cuando quiera. Y las arrugas de la línea materna que me hacen parecer como si fuera apenas una oración subordinada a la idea borrosa que tengo de mí mismo. Nada que hacer. En dos o tres semanas cumpliré años. Y me acercaré una rueda más al horizonte de la octava década. Las manchas del rostro regresaron como las golondrinas a aposentarse en los nidos que más les gustaban. Y aparecieron algunas nuevas en la espalda y en el codo de empinar, que cada vez se empina con menos entusiasmo. Y las articulaciones reanudaron el sonsonete de su música concreta de calcios mellados. Y hago cada día unas siestas más largas a modo de ensayo para la siesta eterna que a todos nos tienen prometida.
Ay, lo que más duele, es que la belleza de las muchachas hoy se asocie en mi corazón cojitranco, inevitablemente, con las uvas de la famosa fábula de la zorra de Esopo, que ustedes deben recordar mejor que yo. O era la zorra de Iriarte. O la zorra de La Fontaine. Vaya usted a saber. Pero como dijo alguno, el filósofo ni ríe ni llora, sino que comprende. Y cuando no comprende, se adapta a su perplejidad, nada más. Nada menos.