Número 128 // Abril 2022

Elogio a las motos pequeñas

Por JUANGUI ROMERO
Ilustración de
Sebastián Cadavid

Acabo de cumplir veinte años como motociclista. Uno de esos récords inútiles que no clasifica ni para las redes sociales. Es más, para muchos se trata de un error de sistema si ya tienes 48 años y tu moto es tipo mensajero y vetusta con relación a lo que ofrece el mercado. ¿Qué arreglito viene a hacer?, me preguntan los porteros de las unidades residenciales. Comprate al menos un pichirilo, me dicen algunos amigos, conmovidos por el fru fru de mi impermeable cuando llego a una reunión en medio de un aguacero. O, ponete pilas que ahora hay unas BM de segunda muy baratas, es lo que me comentan otros motivándome a engrosar ese grupo de bailarines posmodernos de ballet que en cada semáforo exhibe su destreza para permanecer en puntas de pie sobre sus impresionantes motos aún por domesticar.

Según los datos del Runt, solo en Colombia circulan cerca de diez millones de motocicletas. Un dato que sirve para entender que esta es algo así como la trigésima primera oleada de un virus cuya cepa es esencialmente machista. Así lo anunciaron después de la Segunda Guerra Mundial respetados científicos de Hollywood, quienes describieron a la perfección cada uno de sus síntomas en una película que protagonizara Marlon Brando en 1953, llamada El Salvaje. Luego, como cualquier emprendimiento transnacional se dedicaron a inocularlo por todo el mundo bajo la marca Hell angels (Ángeles del infierno), creada a partir de esos motociclistas que llegaban en manada dispuestos a destruirlo todo. Obviamente, con el tiempo se han presentado múltiples mutaciones que hace rato alcanzaron el universo femenino.

Por eso, ante semejante evolución, hoy me atrevo a decir, desde mi experiencia, que si la moto grande reactiva la rebeldía y las hormonas de la adolescencia (claro, con la consabida posdata que siempre tiene a mano la sabia voz del pueblo: moto grande, pipí chiquito); las motos pequeñas son, al contrario, un verdadero curso de aceptación para varones con entradas y canas, como yo. Porque nada mejor para situarse en perspectiva después de los cuarenta que andar en una moto menor… Nada transparenta más la fragilidad y la idiotez masculinas. Lo digo yo que me he visto celebrando el golpear del granizo sobre la visera del casco, regodeándome en mi ceguera a pesar de los riesgos, al soñar que soy el protagonista de una película distópica, tipo Blade Runner.

Todos lo sabemos, la mayor diferencia entre una moto y un carro son los centímetros cúbicos. Sí, los centímetros cúbicos de lluvia que uno recoge mientras avanza, especialmente, en las motos de bajo cilindraje. Las gigantes detectan las primeras gotas y de inmediato se activa la función teletransportar hasta casa o en el peor de los escenarios hasta los parqueaderos de los centros comerciales, donde además tienen sus celdas vip.

En temporada de lluvias, los bajos de los puentes se convierten gracias a sus estrechos y azarosos pasos peatonales en unas improvisadas islas que en muchas ocasiones no alcanzan para todos los que manejamos motos pequeñas. Y entonces la única salida es sentarse sobre ellas a hacer fuerza para que el agua sucia no abrace la bujía. O si el poder de la masa se activa, lo que sucede es que terminamos convertidos en unos náufragos maníacos, que abucheamos en coro a los conductores de los carros que al pasar nos tiran el agua arremolinada, muchas veces de aposta (otro coletazo más de nuestra impresionante polarización).

Y lo mismo sucede en los retenes. Las motos grandes pasan generalmente de largo. Otra vez la famosa vox populi dice que se trata de uno de los tantos privilegios de los ejecutivos con espíritu aventurero o de los jefes de bandas. El resto, los de las motos tipo pillo convencional, estamos condenados a las filas, las preguntas, las demoras en el sistema de comprobación. Hace unos meses me tocó ver un domingo por la mañana a un par de motociclistas, también cercanos a los cincuenta años, que le suplicaban a un agente que los atendiera un poco más rápido porque iban a llegar tarde a un partido de fútbol de un torneo empresarial, que al parecer era decisivo para el balance social de la fábrica donde trabajaban. La respuesta fue bullying puro y duro: los atendió de últimos.

Pero, afortunadamente, los tráficos también han avanzado en sus estrategias de sensibilización, todo hay que reconocerlo. En uno de los cursos pedagógicos que hice para acogerme al descuento por haber incumplido una norma de tránsito, me tocó un agente que al comienzo de la charla nos pidió con gran solemnidad y respeto que lo dejáramos desayunar en nuestra presencia. Sacó entonces un trozo de papaya que empezó a morder mientras argumentaba que al igual que el resto de los presentes, él también deseaba estar haciendo otra cosa. Y a continuación, nos pidió a cada uno que relatáramos las razones por las que nos habían multado. Cada vez que alguien terminaba su historia, el hombre levantaba con gran orgullo su papaya, ante la que todos repetíamos en coro, siguiendo sus indicaciones: “Papaya partida, papaya comida”.

Con la policía la relación ha sido más esporádica. Solo me han parado un par de veces para comprobar que el número de mi cédula no esté asociado a ningún mal rollo y listo. De resto, hemos compartido la grilla de partida en unos cuantos semáforos, en los que siempre han tomado la delantera e incluso en muchas ocasiones los he visto atravesar de repente los separadores con la agilidad de sus colegas carabineros. Es decir, en un abrir y cerrar de ojos convierten los manubrios de sus motos en una suerte de riendas, y estas, mansitas, mostrando toda la nobleza de los buenos caballos, estiran la llantica delantera para pasarse a la vía contraria. La misma soltura que exhiben los pillos cuando están atracando.

Hace un par de años iba con mi esposa en medio de un gran taco por la avenida El Poblado y el parrillero de la moto de adelante sacó de pronto un revolver y empezó a pedirles a todo pulmón los celulares y los bolsos a los ocupantes de la camioneta que estaba a su izquierda. Luego, para sorpresa mía, jaló su moto hacia atrás y entonces yo también tuve que incursionar en eso de usar “las riendas”, las piernas y la cintura para redirigir la mía en sentido contrario. Mientras los pilluelos ya iban lejos, nosotros habíamos quedado atrapados entre los carros, obligados a escuchar todo el espectro de comentarios despectivos que se han creado en torno a los motociclistas. No saben cuánto lo fortalece a uno pertenecer a una mayoría estigmatizada.

Pero nada ha sido más aleccionador que el arduo camino para encontrar un buen mecánico. Los dueños de las motos grandes las llevan a elegantes talleres donde alguien que aparece después de un largo rato y con la misma prudencia de quien narra un chisme de alcoba, les comunica cuál pieza ha sacado la mano. La leyenda urbana narra incluso que dependiendo del valor de la moto les prestan una similar para que el propietario no tenga que realizar modificaciones sustanciales en su agenda.

El resto de motociclistas vamos a los talleres de garaje, y entonces no resulta extraño que al querer recoger tu moto no la encuentres. “Ya es mejor que venga por la noche, la estamos probando”. Una respuesta de selección múltiple: a) el asistente del asistente del mecánico se ha ido en ella donde la novia; b) está comprando los repuestos de otras motos en el Centro; c) se fue a ensayarla a Palmas o d) todas las anteriores. Por eso, no saben cuánta alegría me produjo encontrarme en la vida con el gran Pedro Barrera, un mecánico que a pesar de tener más de sesenta años era capaz de abrirse completamente de piernas mientras apretaba las piezas del motor; casi nunca utilizaba bloques de madera para levantarla. Era sumamente cumplido, me presentó muchos tangos raros, me regaló su libro favorito: Huasipungo y, además, nunca se montaba en las motos para probar sus ajustes. La razón, padecía algunos episodios de vértigo que a la postre derivaron en alzhéimer.

Hasta ahora he tenido tres motos: dos marca Plus, conocidas como sanitarios (cuatro años cada una), y una Suzuki 124 cc (así aparece en la matrícula para eximir a sus propietarios del pago de impuestos, pues solo a partir de 125 se hace efectivo dicho cobro). Con ella llevo doce años, y creo que más pronto que tarde regresaré a la bicicleta. Eso es lo que suele recomendarme mi esposa, sobre todo cuando debe masajear su cuello por cuenta de los huecos que no conseguí esquivar. “Vaya preparándose para dejar la moto, yo lo veo cada vez más ciego”, me dice sin percatarse de que yo también la noto cada vez más lenta al subirse, a pesar de su enorme dedicación al yoga. Pero, claro, la hipermetropía, la presbicia y el astigmatismo no son buenos coequiperos; eso lo sé muy bien. Y la moto, para recordármelo, entona cada tanto sus cantos de grillos (ya hay muchas cosas que le suenan) tratando de advertirme cuán viejo se ha puesto este binomio que ya lleva años rodando por esta ciudad, con el supuesto guía cada vez más torpe ante cualquier desnivel, con temor a las apariciones en los espejos y tramo a tramo más dado a bajar los pies con ansiedad infantil. Pero no se pueden desconocer las grandes bendiciones, no nos ofrecen la limpiada del vidrio en el semáforo, somos el pez pequeño en la cadena de alimentar al Estado, los peajes y las gasolineras y, sin que ellos lo sepan, somos colegas de los rappitenderos y aliados del mototaxismo.

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