A sus ochenta años Bob Dylan continúa con su Never Ending Tour, iniciado en junio de 1988. Sus conciertos por Estados Unidos durante la pandemia dicen que las puertas son solo para salir. Los pasos cortos y las rutas largas.
Dylan on the road
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Por MAURICIO BUILES
En junio del año pasado, en pleno confinamiento por pandemia, Bob Dylan lanzó un disco después de casi una década de pocas novedades en su cuenta personal. Contrario a lo que estaban haciendo otros artistas (canciones y conciertos virtuales para alejarnos de la rutina con el estribillo “resistiré”) Rough and Rowdy Ways era todo menos solidaridad. En la época de mayor incertidumbre en la que el mundo buscaba señales de consuelo, Dylan apareció con un trabajo que parece más un testamento histórico que una dosis de esperanza a la humanidad.
Nada extraño en un artista que lleva sesenta años moldeando la industria del rock and roll, el blues y el folk. En un tipo que ha pasado invicto por el activismo social, las drogas, el cristianismo, la vida en carretera, las condecoraciones oficiales, 39 álbumes, un Oscar de la Academia, un Pulitzer, un Nobel de Literatura y, por lo menos, cinco libros biográficos. Para un emblema de la contracultura que se convirtió en leyenda antes de los veinticinco años. Para alguien que da 120 conciertos en promedio por año y es el creador de Like a Rolling Stone, una canción de seis minutos convertida en himno y catalogada por la revista Rolling Stone en 2004 como la más importante de todos los tiempos. Para un músico vivo que pelea con su propio mito. Para un poeta con ochenta años.
Por eso, que Dylan decidiera continuar aún en pandemia con su Never Ending Tour fue natural para sus seguidores. Su historia demuestra que es alérgico a estar en casa y proclive a las carreteras. Entre noviembre y diciembre de este año, se presentó en veintiún conciertos por los Estados Unidos. Tuve oportunidad de asistir a uno de los tres dados en Nueva York. Aunque había visto varios por internet, pensé encontrarme en escena a un hombre esquivo, con escasa dicción al cantar y nulo diálogo con el público. Fue todo lo contrario: casi dos horas de —se vale ser cursi— plenitud artística y conexión cósmica. Dylan no se comporta como una estrella popular, pero tuve impulsos adolescentes de abalanzarme sobre el escenario.
El concierto fue en el teatro Beacon, en el Upper West Side de la ciudad. Un lugar de tradición roquera (Queen, Rolling Stones, Roger Waters, Tom Petty, Eddie Vedder) para 2600 personas repartidas en tres plantas y decorado con pinturas renacentistas y esculturas de dioses gigantescos que dan la sensación de estar en un museo griego. En el lobby vendían vino tinto en copas y whisky en vasos de cristal. Como en casi todos los establecimientos comerciales en Nueva York, era obligatorio presentar el carné de vacunación contra la covid-19 y llevar el tapabocas puesto. Hubo lleno total y el público era mayoritariamente blanco: exhippies cubiertos con costosas gabardinas, académicos jubilados de alguna universidad pública, groupies cincuentones con camisetas desteñidas alusivas a conciertos de décadas pasadas y uno que otro adolescente desubicado acompañando a sus padres.
Por las reseñas de los conciertos en días anteriores, se sabía que estaría dedicado casi en su totalidad a Rough and Rowdy Ways. No se esperaban sorpresas y, como suele ocurrir en sus presentaciones, de llegar a cantar una de las más comerciales, sería difícil reconocerla porque él suele modificar los acordes, alargar los tonos o cortar las estrofas de tal forma que quedan en versiones deformadas. “No hay canción que suene dos veces igual”, diría en una de sus entrevistas. Un ejemplo típico es el desconectado de MTV de 1995; solo cuando han pasado varios segundos de Knockin’ on heaven’s door o Tombstone blues caes en la cuenta de que se trata de un clásico.
Bob Dylan salió al escenario acompañado de los cinco miembros de su banda. Todos vestían de negro, pero el traje de Dylan hacía diferencia por los arabescos en las solapas, al estilo wéstern. Las luces y la enorme cortina roja del fondo producían una atmósfera íntima propia de un cabaré. El piso era plateado y, salvo el baterista, acomodado en una pequeña plataforma con rodachines, todos estaban al mismo nivel. El aplauso inicial con el que fueron recibidos se extendió hasta que comenzaron las notas de la primera canción, Whatching the river flow.
En mi caso no solo se trataba de la emoción de ver a uno de mis artistas preferidos sino por el momento en el que eso estaba sucediendo. A principios de año era imposible imaginarse un espectáculo bajo techo en Nueva York. Caminé la ciudad en enero y hubo barrios en los que era difícil encontrarse una sola persona en las aceras. Era difícil reconocerlos: restaurantes sellados con cintas amarillas, Broadway cerrado, los escasos bares y cafés que sobrevivían atendían a través de una ventana diminuta forrada con dos capas de plástico, los puestos de perros calientes escaseaban, los hospitales sin camas disponibles y las autoridades apenas podían disimular a los muertos en una fosa en la isla de Hart, al extremo noroeste de Manhattan.
No solo Nueva York sino el país entero había cambiado de cara y el pesimismo era el manto que lo cubría todo. La convulsión política del mes (últimos días de un Trump rabioso en el poder, toma del Capitolio, gente armada en las calles, tensiones raciales) hacía aún más bizarro el paisaje. El mismo Dylan hizo el reconocimiento durante la noche: “Es muy agradable estar de vuelta en la Gran Manzana”, dijo, “Broadway, La Estatua de la Libertad, Wall Street, Times Square, todo: el Empire State, la Quinta Avenida. Me alegro de ver que vuelven a estar con vida”. Aunque nació en Duluth, Minnesota, y seguramente ha gastado más horas en buses, trenes y aviones que en cualquier otro lugar, Nueva York ha sido un referente en su viaje musical y justo ese 20 de noviembre se cumplían sesenta años desde que hizo su primera sesión de grabación en Midtown Manhattan.
Hubo varios momentos estelares durante el concierto que me cortaron el aliento. Aunque no me sabía las letras de su último disco y me perdí en algunas canciones llenas de referencias históricas, era consciente de lo que estaba ocurriendo, de cada segundo. Del poder de su voz. Recordé una letra del álbum Honky Dory de David Bowie de 1971, “Song for Bob Dylan” en la que dice: “Escribí una canción para ti / Sobre un extraño joven llamado Dylan / Con una voz como la arena y el pegamento”. Así es. Era como si los reflectores solo iluminaran lo que decía: tiene dicción y memoria, pero al final de algunas estrofas, su tono se arrastra gangoso; luego, al comenzar la siguiente estrofa, baja el tono y el efecto sobre el público es hipnótico. Los instrumentos también están dispuestos para el embrujo: el piano, el bajo arqueado, la percusión débil. No importa si se trata de un rock and roll o de un blues, el foco está en las historias. Nunca hubo silencios entre las diecisiete canciones.
A mi lado tenía a un par de dylanólogos provenientes de New Heaven, Connecticut, que me nutrieron de datos propios de coleccionistas. Me contaron, por ejemplo, que buena parte de las referencias históricas de las letras se debe a que Dylan es una enciclopedia ambulante sobre la Guerra Civil de su país; además, que en ningún otro álbum la voz es tan protagonista como en este: “Es difícil concentrarse en lo que está haciendo el bajista o el guitarrista porque solo quieres escuchar lo que dice el viejo”, dijo uno de ellos y agregó que este es el único disco cuyas letras no tienen metáforas, es como si las hubiera escrito extraídas directamente de la historia oral de los Estados Unidos.
Frente a la voz, claro, no es igual el tono a los cuarenta que a los ochenta años; sin embargo, lo que suele ocurrir en la industria de la música es que, si un artista logra llegar a los sesenta con buena parte de sus facultades, la producción le resta fuerza a la voz y se la agrega a los otros instrumentos. Una muestra de esto se vio en octubre pasado, en el homenaje que hicieron en Argentina a propósito de los setenta años de Charly García. Durante el concierto principal en el Centro Cultural Kirchner de Buenos Aires era evidente que relegaban a un segundo plano la pobre vocalización de Charly. Con que estuviera sentado, respirando y sonriente era suficiente, pensábamos sus seguidores (y los técnicos).
Pero con Dylan es al revés y ahí radica parte del milagro de aquella noche. Es cierto que pocas veces caminó sobre el escenario, que en los tres o cuatro intentos lo hizo con pasos corticos buscando sostenerse de una de las esquinas de madera de su piano o de la base de algún micrófono. Pero la voz estaba intacta y el público rendido. Es cierto que se trataba de un espectáculo planeado, un objeto cultural y popular para el consumo masivo, por ponerlo en términos sociológicos (el año pasado vendió los derechos de todas sus canciones por más de seiscientos millones de dólares. La cifra exacta se desconoce), pero la vinculación emocional con el artista fue y es innegable. Una vez dijo: “Quisiera hacer algo útil, tal vez plantar un árbol en el océano, pero solo soy un guitarrista”. Es mucho más que eso. Al igual que los Beatles, David Bowie o Chuck Berry, es un genio imprescindible de la historia reciente que nos permite reconciliarnos con lo que somos.
El neurólogo Oliver Sacks, en su libro Musicofilia, cuenta la historia de un hombre con Alzheimer que “no tiene idea de lo que hizo para ganarse la vida o lo que hizo hace diez minutos”, pero que “recuerda la parte de barítono de casi todas las canciones que ha cantado”. En las memorias escritas por Rodrigo García sobre los últimos días de su padre, menciona que cuando Gabriel García Márquez ya poco entendía del mundo, sus ojos se iluminaban cuando oía un vallenato. Por eso sus enfermeras, desde que el escritor fue trasladado a casa para que muriera rodeado de la familia, le ponían sus temas preferidos a todo volumen. La música, dice Sacks, es una de las únicas cosas que puede mantenernos conectados al mundo.
Hubo otros episodios durante el concierto en que parecía que toda esa euforia y conexión estaban también envueltas —parafraseando al brasilero Millor Fernández— en un fino papel de tristecita. ¿Tristeza de qué o por qué —pienso ahora— si hasta me paré a bailar y a aplaudir? No lo sé explicar con detalles, pero en el momento en que escribo esto encuentro algunas pistas en I’ve made up my mind to give myself to you, una de las últimas canciones de aquella noche: “Llévame a viajar / eres un hombre viajero / Muéstrame algo que no entienda / No soy lo que era, / las cosas no son lo que eran / Me iré lejos de casa con ella”. Y más adelante, recuerdo a Dylan con dos dedos y la mirada sobre las teclas del piano: “He viajado desde las montañas hasta el mar / Espero que los dioses sean benévolos conmigo / Sabía que dirías que sí / yo también lo hago / He decidido entregarme a ti”. Es su testamento, poesía cantada al estilo Homero en la antigua Grecia. Posiblemente, su última declaración pública de amor a la carretera.
“A muchos artistas no les gusta la carretera”, dijo en otra de sus entrevistas, “pero para mí es algo tan natural como respirar. Es el único sitio donde puedes ser lo que quieres ser”. Por eso, las veces que le han preguntado por la cantidad de conciertos que suele dar por año, despacha a los curiosos con un: “¿Qué hay en casa?”. He ahí la tristeza, acaso, en el único refugio seguro durante esta pandemia.
Nadie sabe exactamente el lugar donde vive, pero igual imagino a un Dylan desquiciado en cuarentena, cojeando por los pasillos de alguna de sus mansiones y escribiendo en mayúsculas sostenidas —como lo hizo en sus crónicas autobiográficas— plegarias a sus dioses: “Espero que sean benévolos conmigo”. Y eso, tal vez, explique que, a sus ochenta años, siga cantando como si se tratara del mejor momento de su carrera. En 1988, en el discurso para presentarlo al Salón de la Fama del Rock, Bruce Springsteen dijo: “Si Elvis liberó tu cuerpo, Dylan liberó tu mente”. No solo eso: en época de pandemia nos abraza con sus letras. Benévolos los dioses con nosotros que permiten que la vida de Bob Dylan ocupe el mismo tiempo y espacio que la nuestra.