Koan de Cuba

Por ANDRÉS BURGOS
Ilustración de Camila López

Esta es la crónica de una crónica fallida. Comenzó como apéndice de un nuevo viaje a Cuba. Uno más de los que he hecho regularmente desde hace casi treinta años. Volvía a la escuela que me formó a dictar el taller de guion que ya es ritual para mí. O al menos esa era la excusa. El verdadero motivo era ir, y ya. Retornaba como quien visita a una tía amada, una segunda madre. Una tía que me crio y me salvó, hasta donde pudo, de cargar por la vida el pragmatismo como grillete. Volvía porque al parecer la tía estaba enferma y necesitaba verla, pasar tiempo con ella.

El texto que se iba a desprender del viaje contaba con buenos insumos desde el comienzo. El drama fue cortesía de las ínfulas nazis de Viva, la aerolínea que operaba el dudoso vuelo chárter, el único entre Ciudad de México y La Habana en meses. Los empleados gritaban a los pasajeros a punto de abordar. Advertían que nada que sobrepasara siquiera en cien gramos el peso permitido, o fuera considerado como paquete adicional, entraría a la nave. Ni el equipaje ni el pasajero. El que se quedó, se quedó, amenazaban. Ah, y en dos minutos se cerraban las puertas.

Hubo llanto y angustia. Y objetos expulsados fuera de las maletas para caer de cualquier modo en el suelo. Libros, café, dulces, peluches, termos, una prenda vieja: en adelante serían basura. Las medicinas tenían la prioridad en los equipajes. Encargos para familiares, conocidos y conocidos de conocidos. La pandemia pegó duro allí y no había remedios para tratar a la gente. Hacer llegar una docena de pastillas de paracetamol ya era ganancia. A nuestras espaldas dejamos una playa arrasada por un tsunami.

Y de ahí en adelante no paró de llegar el combustible para el periodista que nunca fui. Por ejemplo, solo mi avión tocó la pista del aeropuerto de La Habana durante ese día. Adentro, todo había cambiado y nada había cambiado. La gente contaba con datos en el celular desde hacía tres años. Era 2021. Pero abundaban carencias que no se asomaban desde el período especial. Era 1994. Distancia y rigor por todos lados. Muchos se habían aplicado ya la Abdala, la vacuna nacional que lleva el nombre de una obra de Martí, y aun así el miedo persistía.

Se seguía hablando a los gritos para todo y se bajaba la voz para referirse a aquello que sabemos. Podría haber librado la crónica solo con lo segundo. Unos meses antes hubo gente protestando en la calle y patrullas con la panza al cielo. Sin embargo, en la superficie era como si nada hubiera sucedido. Historias como la de Titi solo circulan en confianza. El ímpetu de sus veinte la puso a hacer lo que se hace a los veinte y ahora era paria. Apestada singular en tiempo de apestados por doquier. Los caseros que le habían arrendado apartamentos en La Habana, uno a uno, terminaban echándola después de que los visitaran señores adustos. Varias de sus amigas no podían reunirse con ella. Vivían en alquileres ilegales y la cosa no estaba para riesgos. Al final, ese enfoque se iría al traste.

Tampoco iba prosperar mi aproximación desde lo económico. Con ínfulas de periodista serio, en mi crónica que no duró nada citaba cifras y ejemplos para explicar “el ordenamiento” —o el desordenamiento, como lo rebautizaron en las calles—. Grosso modo, lo definía como una suerte de devaluación, en la que ya no servían para pagar los dólares que habían servido hasta entonces y el precio de todo —ahora referenciado en euros— alcanzó niveles de primer mundo, pero con sueldos de Haití.

Ni siquiera logré prosperar con mi anécdota estrella, que giraba alrededor de la película que estaba rodando un amigo. Se ganó un premio para filmarla, una plata en moneda nacional que después del ordenamiento se redujo brutalmente y lo puso a hacer maromas. Como le sucedió con la ensalada fría que actuaba de plato principal en el cumpleaños de un niño. La única escena con un número importante de extras. Madres e hijos que por unos pesos, unas croquetas y un refresco aceptaron aguantar calor todo el día y ver cómo la ensalada se avinagraba ante sus ojos en tomas que se repetían. Y las madres no conseguían explicarles a los hijos lo que les explicó el asistente de dirección sobre la continuidad y no sé qué pingas. Al final de la jornada, quedarían faltando planos. La ensalada, ya podrida, debería congelarse porque no había para otra. Compartir el set con ella al día siguiente sería otra historia. Pero en el fondo la misma.

Dos o tres pincelazos me hubieran bastado para completar un retrato de viaje. Quizás hablar de Revolico, el Amazon insular que ofrecía desde un par de chancletas hasta un curso de satanismo. O desmenuzar la aventura de alguien que aprendió, gracias a internet, a cultivar en un armario esas maticas que a unos les parecen malas y a otros se nos antojan buenas. Incluso podría haberme faltado espacio para narrar la compra clandestina de cerveza que requirió la misma prudencia paranoica que recordaba haber aplicado a la adquisición de marihuana en Barrio Antioquia. Tenía lo necesario para una crónica con viñetas llamativas; sin embargo, pronto todo me supo a nada.

Le había pasado el texto a Laura, mi amiga cubana y coguionista en un par de proyectos, para que contrastara algunos datos. Como retroalimentación obtuve dos frases que me dejaron sin ganas de escribir. “Lo veo todo muy folclórico. Tú nos conoces más que eso, pipo”, dijo. “No te involucras”. Y hasta ahí me llegó el impulso. Habría estado preparado para una crítica por falta de conocimiento, pero no para esto. El cambio de sentido me dejó con el pasmo del discípulo cuando el maestro le pregunta cómo suena el aplauso de una sola mano.

¿Qué hacer? ¿Meterle más opinión? Por supuesto que no. No quería entrar al club de otros egresados extranjeros de la escuela de cine, atizadores de polémicas en los grupos de Facebook. Estos analistas de sofá dictaban fórmulas y hacían señalamientos sentenciosos mientras los participantes cubanos medían sus palabras —y no por miedo, puedo asegurarlo—. Porque al parecer todos somos expertos en fútbol y Cuba. Me negaba a convertirme en uno de esos dueños de certezas. Soy de nombres propios, no de ideales. Con algo de injusticia, porque la verdad es que hay mucho amor de por medio, a menudo pienso que quienes hemos pasado por Cuba no somos más que colonizadores a tiempo parcial. Socios convenientes que pernoctamos allí para recargarnos de vida, regalarnos el tiempo que no nos permitimos en otra parte o encontrar talento barato. Parásitos bienintencionados. El salvoconducto de salida debería cuando menos revestir de pudor nuestras opiniones, sin importar qué tanto nos hayamos integrado.

Pero no era esa la razón para que en la crónica, que a esas alturas ya era poco más que restos mortales, hubiera elegido disfrazarme del periodista que nunca fui y evitar involucrarme. Es el miedo a lo inexorable lo que me lleva a mantener una distancia segura. Pienso en jóvenes con el futuro empeñado en una pecera y en mayores a los que no les alcanzarían a crecer los colmillos luego de un vuelco. El abanico de destinos probables para gente que quiero me da ganas de vomitar. Los límites bajos, ya lo sabemos, te ponen por colchón el asfalto. Quizás recuperar la sonrisa tomará más años de los que les quedan en este mundo a muchos de mis amigos. Demasiadas cartas del mazo resultan poco favorables, ya sea en casa o lejos, donde hace frío; porque afuera siempre hará frío.

Fracasé escribiendo la crónica viajera y no sé si conseguí llegar a lo que pretendía. Lo cierto es que cuando volví a salir de Cuba iba con la maleta vacía y el pecho cargado de una tristeza que ya es vieja conocida. Es la misma que se me ha colado en el equipaje a lo largo de media vida fuera de Colombia. En las despedidas ya es ineludible el presentimiento de que alguien faltará en una próxima ocasión. Con la isla dejé atrás a la tía, sin saber si la volvería a ver como la conocí. No sé si regresaré, si me reconocerá o la reconoceré. Las palabras y la razón me alejan de la respuesta adecuada. No me queda más que observar y sentir. Quizás simplemente repetir algún verso de Guillén donde las sílabas solo sean golpes de tambor. O pronunciar el conjuro que no busca más que llenar la boca y ganar así un segundo en el tiempo que se agota desde el inicio de los tiempos: ¡coño, asere!