¡Por las cenizas de Akram!

Por CAMILO MOLINA
Ilustración de Sebastián Cadavid

“pero nadie en lo oscuro podrá darte distancias…”

Federico García Lorca


De ninguna manera Mohsen consideraba justo terminar de esa forma. Las luces de Lampedusa en el horizonte parecían detenidas como estrellas, un firmamento de colores imposible de alcanzar con sus brazos hormigueando de cansancio. La madrugada anterior, el 12 de agosto del 2014, estuvo despierto con las manos entrelazadas atrás de su cabeza, soñando despierto, mirando las figuras del mañana contra el techo descascarado de la casa materna. ¿Cómo sería ese mundo que no ha visto más que en algunas fotos?

El mar es un manojo de ruido con agua que va y viene juntando espuma en las orillas mientras kilómetros adentro puede ser tan manso como un lago entre montañas; esta magnitud de silencio recordó a Mohsen la paz y terror que sintió con la muerte de Ahlanbik. Al principio no era capaz de comprender —y esto es común en tragedia o en felicidad— cómo era posible quedarse solo en el mundo en un instante. Ahlanbik estaba a unos minutos de parir al único hijo de los dos y el pujar y pujar se dilató hasta juntar horas, hasta juntar dos días seguidos, hasta terminar con la madre y el niño muertos por agotamiento y dejar a Mohsen totalmente desamparado en la improvisada sala de espera del precario hospital de Hammamet; dos días han transcurrido desde ese momento.

Abrazado en la confianza de su chaleco anaranjado, gritó en dirección a las sombras del naufragio: “¿Alguien?”, “¿alguien?”, lanzó también alaridos y jadeos de agobio, pero en la rotunda falta de respuestas comprendió que de las 32 personas que iniciaron el viaje, solo él quedaba como evidencia del desastre. “Justo yo”, se decía, “¿justo yo?”, se preguntaba, y no era gratuita la sospecha, no era capricho el interrogante, justo él, Mohsen el ignorante, Mohsen el inexperto, Mohsen quien nunca antes navegó, Mohsen el último en sumarse a la travesía, Mohsen que por más explicaciones no fue capaz de comprender si la proa era izquierda, si Lampedusa se divisaba en estribor o qué fue de Túnez a sus espaldas; Mohsen, justo él, seguro de que el firmamento por delante sería la libertad y no las luces del puerto de Sousse; Mohsen flotando en el momento más cálido del Mediterráneo, “Justo yo, sin ganas de vivir”.

Un hombre caminó junto a él por pasillos, salones y escaleras abajo. Casi siempre tuvo su mano sujetando el hombro izquierdo de Mohsen, confortando, explicando, pero la vida se había terminado tras la muerte de Ahlanbik por más especulaciones de esperanza que se inventaran. “Se terminó”, se decía como un pensamiento más grande que los demás pensamientos, “se terminó” y contra el pronóstico doloroso, comprensible, Mohsen no dejó de respirar ni renunció al largo futuro de sus cortos veintisiete años. Al cerrar la puerta del hospital se terminaron las palabras de aliento, la mano en el hombro, no tenía esposa, hijo, ni siquiera conocía la calle en que se encontraba, tan desorientado estaba frente a los edificios blancos como lo estaría unas horas después en el silencioso mar.

Dos mañanas después salió de madrugada en dirección a la playa. Rebosando de una caja de zapatos, a un costado de la cama, quedaron las cenizas de Ahlanbik y el niño que no llegó a ver la luz, ni a escuchar el ruido, ni a sentir el aire. Dejar atrás el hogar de su madre causó el inesperado placer de enfrentarse con una página en blanco. La casa, un cuadrado de dos habitaciones construido de argamasa, blanqueado por cal y harinas recogidas del polvo eran precisamente lo que Europa debería encargarse de remediar. Mientras se alejaba, con las manos entre los bolsillos, toqueteaba las zonas encallecidas de los dedos con las que tomó cada herramienta y levantó ese lugar junto con su madre. “Bah, atatalae lidhalik, mira para adelante, mira para adelante”, se dijo Mohsen, con la pobreza de su viejo barrio de Hammamet detrás y el ancho Mediterráneo por delante. Sus manos salieron por fin de sus bolsillos empapadas por los nervios y la emoción. Nervios, porque su cuerpo entero nunca estuvo tan cerca del infinito paisaje del agua; emoción, porque esta nueva vida era el obsequio de su hijo arrebatado por culpa de la precariedad, un niño sin nombre ahogado en un vientre, Mohsen mismo sería un infante, un ser asomando desde la nada, atrás se quedarían Túnez y sus avenidas secas, África y su lástima perpetua que recibe pero no devuelve nada a cambio, sería desde cero con su garganta y sus ojos nuevos, por eso no lamentó flotar como un pequeño cacho de trigo sin rumbo, sin destino pero con toda una vida iluminada por estrellas en el firmamento, ¿Lampedusa?, ¿serían esas luces la Italia soñada tan cercana?

La embarcación apareció entre pequeños barcos pesqueros y a nadie pareció importarle el exceso de gente sobre cubierta. Tan corriente es en Hammamet la búsqueda de Lampedusa como la necesidad del alimento, así que el motor rugió entre redes de pesca y hombres descamisados con dirección a la línea mar del horizonte sin que nadie hiciera el más mínimo comentario. A diferencia de los pasajeros con apariencia abatida y avidez por el olvido, Mohsen solo se mostraba preocupado por su impericia en el asunto de la natación, sobre todo tras el crujir frecuente de la embarcación, el bamboleo por el peso de sus 32 pasajeros o los ruegos incesantes de hombres y mujeres para llegar vivos y no repetir el destino de sus parientes ahogados de la semana pasada. Ni Mohsen ni nadie podía moverse con libertad sobre cubierta, cada hombro con un hombro al costado, cada rostro salpicado por el sol mediterráneo y el agua salada, cada frente curtida, reseca, sin alivio, junto al desasosiego de sentir que no se iba ni para adelante, ni para atrás, como si la embarcación simplemente se dejara llevar bajo una voluntad estable del mar, arriba, abajo, golpe de ola, izquierda, golpe de ola, abajo, arriba fuerte, algo totalmente diferente a la paz que unas horas después encontraría tras el naufragio.

Unos metros después de lograr distancia de altamar, Mohsen lanzó por la borda sus documentos. Repentinamente no pertenecía ni al lugar que dejaba tras de sí, ni al lugar que esperaba encontrar delante, sea cual fuere, sea como fuere. Un reloj automático, su posesión más preciada —además de su vida y una salud indiferente con el historial de enfermedades típicas en Hammamet—, debió entregarlo como parte de pago para la travesía y, aunque no fue suficiente para cubrir gastos, le valió agua fresca y un pequeño brik de verduras, el resto lo completó dando una mano aquí y allá con sogas, estibas y poniendo a funcionar la motobomba en los empozamientos bajo cubierta, afán y tarea que finalmente salvaron su vida. Aun con el ruido estridente de la máquina y su tarea vital de sacar fuera el agua filtrada por las grietas de la embarcación, Mohsen no sintió perturbación ni duda, el porvenir le era indiferente mientras sus pies pusieran plantas sobre Lampedusa, deseo y voluntad que no dejó de hablar en conversaciones imaginadas con Ahlanbik, tal como si ella estuviera frente a él; le hablaba con movimientos de labios sin suscitar sonido, pero sí con el deseo de expulsar ideas, sentir su compañía y calor de viva. Dos semanas atrás estuvieron discutiendo el nombre del niño, pero nunca terminaron de ponerse de acuerdo porque nada parecía rimar con Ayed, apellido de Mohsen, no ubicaron sonidos con armonía; sin embargo, allí sentado junto a la motobomba que los mantenía a él y a las demás 31 personas a flote, moviendo su boca como un loco hablando hacia la nada, Mohsen encontró el nombre perfecto de la criatura perdida: Akram, Akram Ayed. Mohsen sonrió y su Ahlanbik imaginada sonrió con él, pero la ilusión fue removida con los gritos venidos desde cubierta. “Alqadiat maksura!”, llegó desde babor, o lo que Mohsen suponía babor, “alqadiat maksura!”, llegó también desde estribor, hombres, niños y mujeres gritaron las mismas dos palabras con la misma dosis de angustia. El casco estaba roto, alqadiat maksura!, y Ahlanbik y Mohsen, enajenados de cariño con el nombre de su hijo eternizado por la muerte, no se dieron cuenta de la urgencia. Él, por estar insensible de alelamiento, ella porque simplemente no existía; justo en ese momento la motobomba dejó de funcionar.

Las luces de Lampedusa en el horizonte parecían detenidas como estrellas. Mohsen se agarró con fuerza a las correas del chaleco salvavidas mientras salían a flote cadáveres expulsados por la embarcación sumergida. Aún no entiende qué pudo golpear el casco con suficiente fuerza para romperlo; la grieta dejó entrar mucha agua muy rápido y el evento fue cuestión de minutos. Las personas solo dejaron de gritar cuando se lanzaron al agua o fueron devoradas por el sifón arremolinado del artefacto hundido, como un arroz tragado por el infinito del lavaplatos. Los cuerpos flotantes se agolparon junto a Mohsen, posiblemente atraídos por el calor de su respiración o la energía magnética de estar vivo. ¿Eran aquellas luces la noche iluminada en Lampedusa?, quizás en su ignorancia total de navegante estuviera dando la espalda a su destino y simplemente las luces fueran nada más, ni nada menos que la Hammamet de siempre, allí donde reposan las cenizas de Ahlanbik y Akram junto a la cama en la casucha de su madre, el hogar de vegetales insípidos, de la soledad y el sueño deshecho. Mohsen estiró un brazo con la mano abierta, luego el otro, en la manera de los nadadores observados en la distancia, un brazo, luego el otro, las palmas de sus manos abiertas y luego cerradas como si pudiera alcanzar, atrapar el agua sosegada y arrastrarse. “¡Por las cenizas de Akram!”, un brazo después del otro aunque hormiguearan de cansancio; nadó entre cadáveres de hombres, mujeres y niños; los sintió en sus hombros, rozando sus piernas, rebotando contra el chaleco, su chaleco que lo mantiene a flote y por supuesto con vida. ¿Sería este chaleco, único en la embarcación, para alguien de mejor augurio y mayor certeza acerca de su destino?, Mohsen ahora debe su vida a un accidente. Estar bajo cubierta le negó participar del pánico generalizado, de los gritos, de los saltos por la borda. Una poderosa luz de faro apunta en su dirección, lo enceguece pero no deja de bracear, no deja de avanzar hacia las luces detenidas como estrellas y ya no le importa si Lampedusa o Hammamet, si libertad o desencanto, si campos verdes o desierto, Ahlanbik está a su lado en el último esfuerzo; una voz se escucha lejana, “È rimasto poco, è rimasto poco, vai avanti, ti vedo, ti vedo”.