Número 137 // Diciembre 2023
Puente de la avenida San Juan sobre el río Medellín. Fotografía Rodríguez, 1920. Archivo BPP.

Las curvas que perdiste

Por IGNACIO PIEDRAHÍTA

Sabemos que no viniste al mundo canalizado, naturalmente. En vez de andar derecho y tan envarado como en la actualidad, te contoneabas con ritmo por el fondo del valle. Tenías la lógica ondulante del pensador que se atreve a dudar de sí mismo. Te movías sinuosamente formando playas y recodos en los que tu gente pescaba, lavaba ropa o se echaba a contemplar. Los que te adoramos solemos imaginar esa condición de soberanía que ejercías sobre la llanura. Y quizá por la emoción del momento te atribuimos curvas inmensas, circunvoluciones exageradas que tocaban ambos costados del valle. ¿Pero, cuál era realmente tu cadencia? ¿Qué tan amplias eran las vueltas perdidas de tu antiguo esplendor?

Puesto que no sé leer la simbología en la cerámica y los petroglifos de los aburráes, debo comenzar a rastrear tu carácter en el respeto que ellos te tenían. Si construyeron sus casas y enterraron a sus muertos en los cerros era porque desconfiaban de ti. Seguramente te desbordabas con fuerza en época de lluvias y reclamabas tierras más allá de tus orillas. Inundabas las vegas atropellando y alimentabas los humedales donde abunda el mosquito. Sabían que tu carácter no se reducía a la mera expresión de tu cauce, y dejaban para ti toda la base del valle. Quizá porque eran pocos, o porque entendían algo que nosotros ignoramos, a ellos no les parecía que fuera un desperdicio dejar esa extensión de tierra sujeta a tus caprichos.

La primera mención que te hacen por escrito sale de la pluma de Juan Bautista Sardella, el cronista de Jorge Robledo, el conquistador. Ellos y unos veinte soldados fueron los primeros españoles en avistar estas posesiones, en 1541. En la relación de actividades de su corta estadía, el cronista se refiere a ti como “un río que por medio de aquel valle desta provincia pasaba […]”. Se nos olvida que sin tu presencia lineal es fácil perderse en esta hondonada, pues las montañas que la enmarcan juegan con las perspectivas. Cumbres y cuchillas cierran la mirada por los cuatro puntos cardinales y hacen creer que está uno dentro de un tazón circular. Tú vienes a cruzarlo por el medio y le das un sentido con una entrada y una salida. Estableces una simetría binaria que el sol obedece con puntualidad, plantando la semilla del amanecer y del atardecer sobre cada una de tus orillas. De tus curvas, sin embargo, Sardella no dice nada. Supongo que si hubieras sido un río de amplios meandros, algún adjetivo te habría colgado por escrito.

Te veo retratado por primera vez en 1791, en el plano de la ciudad atribuido al maestro pintor José María Giraldo. Si antiguamente no te dedicaban muchas palabras, tampoco en los viejos mapas te trazaban con detalle. En ese primer esquema de la villa de Medellín apareces pintado de azul. Es probable que fueras transparente en épocas de tiempo seco, y café con leche en temporada de lluvias, pero ese azul imaginario da cuenta de una pureza convencional de la que sin duda te sentías orgulloso. En cuanto a tu forma, el pintor te traza con cierta sinuosidad en tu recorrido, más no con curvas. El trazo de S estirada corresponde más bien al contorno general de tu curso a lo largo del valle: entras a él por el suroccidente, continúas relativamente recto hacia el norte y en Bello tuerces al nororiente. Acaso debamos ir pensando que tus curvas nunca han sido tan pronunciadas, en cuyo caso el pintor no se habría atrevido a rectificarte de esa manera.

Un poco después, un viajero y un poeta de estas tierras te describen usando imágenes de objetos alargados. En 1825, Carl August Gosselman te observa desde las montañas y dice que luces “cual una cinta de plata”. Y, en 1850, Gregorio Gutiérrez González retoma la comparación y te describe como un “cinturón de perlas y de plata”. Lo plateado se refiere probablemente a la manera de reflejar los rayos del sol a mediodía por parte de tus aguas, que en medio del verdor sería una imagen poderosa. Pero allí lo que deseamos resaltar es la “cinta” y el “cinturón”, dos formas en las que prevalece lo dilatado más que lo sinuoso. Si hubieras ondeado en demasía, tal vez estos dos autores habrían elegido símiles diferentes.

Pero tampoco es justo estirarte hasta que parezcas lo que eres hoy, pues está lejos de la verdad. Manuel Uribe Ángel, menos poeta que agudo observador, dice en 1862: “El curso caprichoso del río con sus giros y movimientos de serpiente”. Y agrega: “[Allí] está Medellín, blanca y brillante al lado de las curvas viperinas de su río”. Veinte años después, en su Geografía de Antioquia, se reafirma en esa visión que tiene de ti: “Es difícil imaginar impresión más agradable que la que se experimenta […] cuando se llega en tarde despejada al puente de Colombia, para contemplar, hacia arriba y hacia abajo, las caprichosas curvas del río Medellín y sus engalanadas márgenes”. Pienso que la culebra que tenía en mente el doctor Uribe Ángel no era en exceso tortuosa, como la que retrataría un Misisipi o un Magdalena en La Mojana. Más bien, una serpiente en camino que enroscada.

Un mapa de Medellín, levantado por los estudiantes de la Escuela de Minas en 1889, ofrece una descripción visual quizá más cercana a tu antiguo andar. En él te mueves con libertad por el valle pero sin curvas exuberantes. Girabas con soltura en cierto punto, aunque pronto virabas de nuevo al otro lado. No insistías en la amplia oscilación de los ríos que se deslizan por las tierras muy llanas. Así parecía ser, al menos, en la parte por la que discurrías cercana a la ciudad. Aparece por primera vez algo novedoso en tu retrato en este mapa: tu amplitud es irregular. En unas partes te estrechas un poco y en otras te explayas, en cuyo caso los estudiantes dibujan una pequeña isla en la mitad. Es natural que en los lechos muy dilatados se formen playas en su punto medio, por falta de agua para llenar todo el cauce.

De modo que a tu andar de sinuosidad moderada se le agrega una forma como de ojos sucesivos, verificada por Tomás Carrasquilla en Frutos de mi tierra, en 1896: “El Aburrá, perezoso, ondulante, aquí angosto, desparramado allá, interceptado a trechos por los cañaverales y sembrados, se ve desde la falda, bien así como retorcidos recortes de hojalata”. El mismo Manuel Uribe Ángel respalda de manera indirecta esta descripción: “El río en su parte alta se llama de La Villa, en su parte media Porce y a su terminación Nechí. Aunque caudaloso y largo, no es navegable sino en su parte baja, porque la topografía del terreno lo constituye impedir rápido y correntoso”. Si a tu paso por Medellín entorpecías la navegación, esto quiere decir que eras un río con buena pendiente en el que no prima la vuelta grande y reposada, sino el andar desigual de medias curvas sucesivas.

También el tipo de material que llevabas en tu lecho puede dar pistas sobre tu carácter. Un río con cierta fuerza suele arrastrar arenas y piedra gruesa, diferente al individuo de amplios meandros, más dado al acarreo de sedimentos finos. Los trinchos artesanales con los que se comenzó tu canalización desde principios del siglo XX eran armazones de madera rellenos de piedra de tu mismo cauce. Las fotografías de la época muestran tus playas pedregosas, al igual que la superficie rugosa del agua que corre sobre un lecho de piedras. ¿Cómo eras, pues, querido río, antes de que te “metieran en ringlera”? Lo que hemos visto es que quizá no te comportabas igual que uno de esos afluentes que en las tierras bajas ocupan con sus vueltas grandes extensiones. Al menos en tu paso por la ciudad tenías ese tranco indeciso de los que van buscando a tientas la mejor manera de andar. No era vacilación de tu parte, sino el carácter de tu filosofía.

Una foto tomada por Carlos Rodríguez en 1949 a la altura de la calle 30 muestra uno de los últimos momentos en los que gozaste de tu libertad ancestral al paso por la ciudad. Y, por otra parte, el punto de inflexión hacia tu decadencia. Sobre un costado de la imagen se observan algunas mujeres lavando ropa en una de estas playas de piedra. Más atrás, en el medio del cauce, hay un carro de bestia, seguramente recogiendo material de construcción. Y aguas abajo reposan cuatro camiones de escalera también dentro del propio río, en fase de aseo general.

La estirpe de las lavanderas venía de tiempo atrás, herederas de las primeras bañistas citadinas, retratadas por Saffray en 1860: “Si se continúa por la Quebrada, llégase bien pronto al río, y á un sendero frecuentado durante las mañanas por las bañistas. Desde las nueve á las diez se las ve llegar, sufriendo los rayos del sol, seguidas de sus negras”. Sus descendientes son hoy sabios habitantes de calle, únicos usuarios de tus aguas vergonzantes. Mientras tanto, las chivas motorizadas muestran el futuro de la ciudad. Sus sucesores reclamarían los cañaduzales de tus orillas en número de cientos de miles.

En adelante, las palabras con las que tus gentes se refieren a ti tienen poco de poesía y mucho de sentencia. En 1950 la administración de la ciudad dictamina la conveniencia de tu sometimiento, con el fin de “[…] evitar la erosión y el desgaste proveniente del agua a gran velocidad y ordinariamente cargada de sólidos abrasivos, manteniendo así la corriente de agua dentro de un cauce definitivo y permanente. La función secundaria del revestimiento es resistir los empujes del terreno o del agua en el sentido del deslizamiento o del volcamiento, según el caso […]”.

A partir de entonces tu canalización ya no fue de piedra cargada y palos clavados en la orilla, de los que te mofabas en cada creciente. Pagaste cara tu osadía, pues con el progreso no se juega. Te doblegaron con concreto vaciado y maquinaria pesada. Comprendo que entonces comenzaras a sentirte minúsculo e impotente. Las palabras de Manuel Uribe Ángel en 1881, que decían que tú y la Santa Elena “además de adornos para el sitio, son de vital importancia para la comodidad y salud de los vecinos”, sonaban tontas y anacrónicas. Al negarte el cuerpo, ya no parecías río sino canal, algo que nadie sabe respetar. Y, sin embargo, allí estás, resistiendo. ¿Cuándo tendrás una nueva oportunidad? ¿Acaso llegará para ti una época en la que, como antes, te arrojes con alegría por el amplio espacio del valle que lleva tu nombre?

Quizá ese momento no esté demasiado lejano. Si es cierto que tus curvas no ocupaban todo el fondo del valle de Aburrá, donde ahora están las casas de sus habitantes, devolverte buena parte de tus posesiones no parece tan complicado. Bastaría con entregarte la parte que ocupan las autopistas que te oprimen, y río y ciudad podrían convivir. Se dice que en un futuro todos los automóviles serán autónomos, es decir, conducidos por inteligencia artificial. Puesto que la información algorítmica llegará a ser casi infinita, no es descabellado pensar que los robots, después de poner todo sobre la mesa, saquen la conclusión de que el río es más importante que sus propias costumbres adquiridas. Y entonces la red que gobierna los automóviles tomaría, sin considerar a los gobiernos ni a los lobistas de la construcción, la decisión de no volver a transitar por allí. Y, además, atacar sin misericordia a todo el que se atreva a poner un pie en esas franjas de tierra. Entonces retomarás al menos en parte lo que siempre te perteneció, y volverás a caminar de nuevo con la salud y la libertad del que tiene un mundo por delante. Sonreirás otra vez con la ingenuidad del niño que ve inmensa la senda por la que despliega su bulliciosa carrera.

Meandros en el río Aburrá, 1828. Archivo General de la Nación.