Día 1
El sueño cumplido
—
Por MAURICIO LÓPEZ RUEDA
Cargué las cenizas y me marché con la esperanza de que fuera para siempre.
Tomé la urna y la guardé en el morral de mano, llamé el taxi y esperé. Mi hermana corrió a despedirse. Yo no estaba seguro de si abrazarla o no. Tenía miedo de empezar a llorar. Fue ella, sin embargo, la que me abrazó y no pude contener las lágrimas. Después de muchos años le dije que la quería, y que la iba a extrañar.
Las cenizas eran de mi madre. Había fallecido el Jueves Santo de 2021, otro año doloroso, insufrible, por cuenta de la pandemia. Murió inesperadamente. Una tarde de intensa lluvia llegó a la casa, empapada. Se había quedado hasta tarde donde una amiga. Se olvidó de la hora y no pudo escaparse. Comenzó a toser. Se cambió y se acostó, tiritando y sin parar de toser. Le subió fiebre y le dio dolor de cabeza. Al día siguiente fue necesario llevarla al hospital y, cinco días más tarde, falleció. Tenía 69 años y, hasta esa tarde en la que se mojó por la lluvia, siempre había estado saludable.
Murió en la Clínica León XIII, a las tres y media de la tarde, y yo fui la última persona que estuvo ahí, junto a ella, escuchando los débiles latidos de su corazón.
A mamá la conocí cuando tenía tres años de edad. Antes de eso pasé por las sentencias y las curas que caen sobre un niño enfermizo. Me envolvían en trapos y cobijas para protegerme del frío y decían, según las historias de quienes fueron testigos, que no iba a llegar a los cinco almanaques: “Ese niño se va a morir de desnutrición. Le va dar una hepatitis y se va a morir”, “Si a ese muchachito le entra una tosferina, se muere a la semana, no aguanta”.
Eran las sentencias de familiares y vecinos que se persignaban al ver mi rostro pálido y nublado, coronando ese cuerpo con el estómago hinchado y las plantas de los pies salpicadas de un raro color morado.
Mamá se apresuraba a bañarme con agua caliente, agua con ruda y albahaca, agua con vinagre, como si estuviera adobando una carne. El agua bendita robada de la iglesia de Manrique San Blas era el ingrediente secreto.
Envuelto en trapos, y sin saber qué hacer, me enviaba con rezanderas o con familiares, y un día, quizás resignada a mi muerte, me envió al municipio de Giraldo, en el occidente antioqueño. Allá viví hasta los tres años de edad, de puro milagro, y entonces volví a ella. Fue ahí cuando la conocí.
Tenía el pelo largo y lacio, y se vestía con blusas azules y verdes, y con pantalones de tela que apretaba con cinturones de cuero anchos. Era bonita, cariñosa, y siempre me decía: “Mi niño, mi lindo lombriciento”.
Es cierto, tenía lombrices, cientos, y también me dio la fatal tosferina, que finalmente no me mató. También me dio sarampión, rubeola y hepatitis. Un día, cuentan, me olvidaron en un corral de marranos, y al parecer no le parecí lo suficientemente apetitoso a la piara, puesto que ningún hocico llegó a rozarme.
Mamá me rescató de esa vida espantosa y me llevó a vivir con ella al Popular 2, junto a mi hermana. Pero cuando cumplí los cinco me envió con mi tía Carmenza hasta Barbosa donde viví dos años.
La extrañaba a diario. Extrañaba sus mimos, sus canciones, el calor de su regazo. Lloraba siempre, en las mañanas y en las noches, y ni siquiera el juego o los largos paseos por el campo y las montañas lograban borrar sus recuerdos. La había conocido, por fin, y ya no quería estar con nadie más en el mundo.
Cuando volví, cercano ya a los ocho años de edad, todavía teníamos la casa en el Popular 2. La violencia del narcotráfico se había instalado en todas las comunas y en el barrio se vivían constantes guerras entre Los Nachos, Cañada Negra, El Playón y Los de Granizal.
Mamá salía a trabajar desde muy temprano y nos dejaba a mi hermana y a mí encerrados con llave. No teníamos televisión, así que la única forma de distraernos era escuchando la radio. Mi hermana, que se sentía responsable de mi bienestar, me dejaba escoger las emisoras. A veces pedía la Voz de Colombia y otras tantas Caracol, para oír ciclismo.
Ese deporte me atrapó desde muy niño. Quedé flechado por esas emocionantes narraciones del “Requetemacanudo” Julio Arrastía Bricca, Alfredo Castro y Rubén Darío Arcila. Me gustaba la forma en que describían los ataques en las montañas, esos duelos inverosímiles entre el hombre y la naturaleza, entre los capos de squadra.
Comencé a ir a la tienda de don Ramiro, que quedaba a una cuadra de nuestra casa, y hurgando en la basura recolectaba decenas de tapas de gaseosa o cerveza. Llegué a juntar más de quinientas, de todas las marcas posibles. Las clasificaba, las limpiaba y jugaba desde la mañana hasta pasada la tarde a la Vuelta a Colombia y al Clásico RCN.
Las etapas iban desde la sala hasta los montículos de tierra del solar y el gallinero. La montaña era subir las escalas hasta la terraza o superar el solar hasta donde estaba ubicado el árbol de mango de nuestra casa. Casi siempre ganaban Lucho Herrera o Fabio Parra.
Mamá era un dolor constante en el corazón, un vacío al interior de mi cuerpo que todavía no lograba comprender. Lo llenaba jugando con las tapas mientras mi hermana jugaba con sus muñecas o reemplazaba a mamá barriendo y trapeando la casa y organizando mi ropa regada.
A veces se quedaba mirándome con ternura, y se reía cuando yo hacía ruidos de bicicleta o intentaba narraciones épicas con las tapas de Soldado de Chocolate y Castalia.
“No se burle manita, le voy a decir a mi mamá”, le gritaba, y ella respondía: “No me estoy burlando, ¿quiere agüita? La leche se acabó”.
A veces mamá llegaba y yo no había terminado la Vuelta a Colombia. Me quedaban faltando dos o tres etapas. Entonces reducía el kilometraje, por algún evento climático o de orden público, y aceleraba el final de la competencia. Mamá era testigo de esas intensas faenas contra el cronómetro o contra la montaña, y celebraba emocionada a los ganadores.
“Mi niño quiere ser ciclista y viajar por todos esos lugares del mundo. Mua, mua, mua. Te adoro mi niño”.
Mi hermana se quedaba a un lado, con los ojos encharcados, pero ensimismada en su rol de mano derecha de la mamá.
Dormíamos los tres juntos, aunque teníamos dos camas. Nos gustaba apretujarnos con mamá, porque no la veíamos desde las seis de la mañana hasta las siete u ocho de la noche. Solo podíamos disfrutarla en la noche, y por eso nos pegábamos a ella como garrapatas.
Yo me acurrucaba al lado de su vientre, como un cachorro preso del frío, y ella me abrazaba y me acariciaba el cabello. Dormía plácidamente y en mis sueños siempre aparecían mamá y mi hermana. Soñaba viajando por el mundo, montando bici o viendo a los ciclistas. Y mamá me gritaba desde un tren: “Mi niño, le eché arepa con huevo en la lonchera, cómase todo, no la deje enfriar”.
El ciclismo hizo que le tomara amor a la geografía. En el colegio me la pasaba mirando el mapamundi y el Atlas, y durante una Navidad le pedí un libro de mapas de todo el mundo a mi mamá, que tuviera ríos, mares y quebradas, relieves de montañas.
Ella hizo un esfuerzo y me lo compró, y yo fui el niño más feliz del Popular 2.
Mamá siempre señalaba el Mediterráneo, quizás por las canciones de Serrat, que tanto le gustaban. Y me decía: “Ay, usted algún día va ir a Francia, y a Italia, y se va a tomar muchas fotos junto al mar, y va a volver aquí ya echo un hombre, y yo lo voy a esperar para abrazarlo”.
Yo me reía y saltaba de la alegría diciéndole que sí. “Sí, mami, y te voy a traer muchas cosas. Muchas, muchas cosas”. “Yo también quiero ir”, se apuraba mi hermana, deseosa de compartir ese sueño.
Pero los años pasaron y la pobreza siguió aferrada a nosotros como una sombra. Las matanzas en las calles se multiplicaron y mamá tuvo que vender la casa por centavos para sacarnos de la comuna nororiental a toda prisa. Temía que violaran a mi hermana o me reclutaran a mí. Nos fuimos a vivir a San Javier El Socorro.
Allí aprendí a montar en bici. Papá, por fin, había dado la cara y había prometido ayudarnos en todo lo que pudiera. Yo había cumplido diez años cuando me regaló la bici, una Mongoose roja de manubrio negro. También me regaló una grabadora Phillips con un casete de salsa. A mi hermana, Diana, le llevó varias muñecas, un par de zapatos y un juego de cocina.
Aprendí en la calle 101 de El Socorro. Tardé un minuto en dominar el “caballito”, y desde ese momento sentí una alegría infinita, una increíble sensación de libertad.
Todos esos recuerdos se congregan en mi memoria de hombre viejo y melancólico. Mamá falleció, mi padre está lejos y mi hermana vive sola. Y yo estoy acá, en Europa, cumpliendo el sueño de toda la familia, de la única familia que he tenido en toda mi vida: madre y hermana.
Camino estas calles con la cabeza en alto, pensando siempre en ella. Me derrumbo cuando veo esos paisajes alucinantes de los Alpes y los Apeninos, de los Pirineos. Me gustaría tanto contarle de ellos, explicárselos. Me gustaría que los viera y que corriera conmigo detrás de los ciclistas.