Tres aturdidoras
I
“Estamos ganando tiempo”, esas eran las tres palabras repetidas en los primeros aislamientos por la peste. Clínicas y hospitales tienen que tener más y mejores posibilidades de atender a los pacientes agotados por el contagio, decían con la severidad de los médicos preocupados. Pero el tiempo fue pasando y los cercos se hicieron eternos, unas veces más amplios, otras más porosos, otras celados con las armas oficiales y changones informales; algunas veces adornados con la moral de las almas higiénicas y el desespero obvio de los médicos. El último candado lo cerraban los epidemiólogos y su matemática que acierta cuando falla (nuestra advertencia nos salvó de la catástrofe anunciada).
Ha pasado un año largo y seguimos ganando tiempo y perdiéndolo todo. Otras tres palabras son la justificación que ya se quisiera la Cruz Roja: “Estamos salvando vidas”, encabezan los decretos y los discursos. Un año largo después del primer sitio —¿recuerdan ese fantasma que llamábamos estado de sitio?— las medidas siguen siendo las mismas mientras los números de la peste suben y bajan, y la balanza aún carga uno solo de los platos, donde se ponen las muertes, las camas críticas ocupadas y los contagios. Los otros males que no mueven la balanza no cuentan, son los mismos males de siempre, suceden en las casas, en los bolsillos, en las cabezas, males interiores.
Los niños que rayaban su nombre han comenzado a perder la línea, los jóvenes que caminaban sobre la línea han elegido el lado material al digital, las plataformas oficiales insisten en los censos, la policía disfruta el sueño que señala como una falta grave tocar la calle y todo el que tenía una mínima cuota de poder aprieta su feudo por el bien de todos. Y los trapos rojos se ven hasta en las cifras del Dane: Medellín sumó 334 000 personas a su lista de quienes viven en la pobreza, hogares que reciben menos de 330 000 pesos mensuales por cada uno de sus miembros.
La ciudad registró 539 muertos por covid en la tercera semana de abril, de sobra la cifra más alta en toda la pandemia, con las funerarias al tope y usando sus neveras y los médicos pensando en el oxígeno industrial como una posibilidad para airear las máscaras de los pacientes graves. Pero una semana después había más de treinta mil personas marchando por derechos, por posibilidades, por hambre, porque no hay mucho que perder. La peste y su sesgo “salva vidas”, sus indicadores que solo miran las listas de defunciones, son la primera bomba aturdidora de este 2021, incluso más rudo que el 2020.
II
Renuncian las juntas, despachan a los secretarios en un año, corren a los gerentes confiables, renuncian los gerentes recién empaquetados, puyan los contratistas, se habla de ruta N. N., azuzan las redes, a veces llegan cartas y la consigna desde la oficina del alcalde es descalificar, confundir y refundar la patria chica. La ciudad vive una sacudida política y administrativa que no se veía al menos desde hace dos décadas. El recién llegado dice que ha venido a rescatarlo todo, que estábamos en ruinas, que tres empresas eran el poder legislativo, ejecutivo y judicial y nadie se había enterado.
Mientras tanto se sabe que los políticos tradicionales de la comarca y alrededores, desde Itagüí hasta Bello, manejan buena parte del presupuesto y la burocracia, y que quienes vienen a sacar a Medellín de la anestesia corporativa y paramilitar confunden al Tricentenario con el Planetario. En política la ambición puede ser más peligrosa que la mediocridad, pero cuando vienen las dos en la misma promoción solo se pueden esperar rebatiñas, pleitos adolescentes, milagros rebatibles seis meses después.
La administración decidió renunciar a muchos aliados de las instituciones, no solo a los grandes empresarios sino a organizaciones no gubernamentales que apoyaban con voz y trabajo conjunto, a parches barriales que no comieron cuento, a fundaciones que no aportan al fundador. La administración pública de la ciudad es un actor poderoso, fuerte en lo económico, fundamental para la supervivencia de muchos, con gran audiencia nacional en lo político, eso mismo hace muy difícil de creer que todo ese “botín” era manejado por unos pocos frente al silencio de todos. Subestimar a una gran parte de la ciudad es uno de los grandes pecados de quienes ahora llegaron a la política local. La ciudad ya existía, con sus horrores, sus injusticias y sus inequidades, pero existía, mal que bien había un diálogo y algunas rutas que habían dejado satisfacciones comunes. “Romperlo todo” es una pinturita muy peligrosa para quien tiene semejante poder. Es la segunda aturdidora, fuerte, viral, con la idea obvia de despejar para reinar.
III
Marchar es la única salida. Esa parece ser la consigna de miles de jóvenes en la ciudad, en el país. La única salida a la calle, el desfogue a la mano, la posibilidad de sentir que hay comunidad, que se puede exigir con una cuchara un perol, que no se necesita wifi para conectarse. No se trata de impuestos sino de imposiciones, de una violencia repetida y del cansancio de la vida en las laderas, del desasosiego que hemos visto en las películas cuesta arriba que han retratado la ciudad y que ahora tiene más conciencia común, más consignas, más posibilidades de gritarse. Casi ochenta mil jóvenes entre catorce y veinticuatro años que ni estudian ni trabajan. Seguro serán más con colegios y espacios comunitarios cerrados.
Los trabajadores de día a día, más de la mitad de quienes salen a buscar sus pesos en este país, siempre han cargado el riesgo del pequeño fracaso en la venta, en el encargo, en la promesa. Ahora, a la ciudad mermada se suman la amenaza del virus, el comparendo, el abuso. Y para pedir una ayuda oficial se necesita llenar un “formulario” sin receta. Otras ofertas vienen cargadas de trampas y compromisos. La gente se sube a las terrazas y los de abajo se preocupan. ¿Qué tanto piensa aquel allá arriba? Las líneas de atención repican y las primeras planas hablan de una gresca entre un político y los cacaos. Una gresca menor frente a los problemas mayores.
El paro recoge muchas historias, entre ellas la violencia policial que ha azotado por años a los barrios, el desprecio que muchas veces han sentido los jóvenes por su manera de vestir, de andar, de fumar, de hablar… Una necesidad de hacerse a un lado y “vivir a la enemiga”. Muchas veces esos jóvenes solo pueden vivir juntos, solo logran reivindicar algo de lo que son cuando van en equipo, cuando son once en la cancha, cuando son un colectivo, cuando ensordecen con un grupo de garaje o encuentran una casa común, un parche sin patrón, que acoge sus preguntas. Es la tercera aturdidora, casera, hechiza, tan inevitable como necesaria.