Jorge y Ethel: la promesa infinita
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Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografías de Juan Fernando Ospina
Si miramos la historia del arte como una novela, tal como la entendía el bueno de Élie Faure, habría que recordar a las parejas de artistas que en algún momento de sus vidas se encontraron para vivir juntas o crear obras al alimón, a veces; o de modo individual, en otros casos. A menudo se descubre en aquellos romances, como en los del resto de los mortales, unas paletas manchadas con todos los colores de la pasión y los afectos. Hubo encuentros felices y tortuosos: Dora Maar y Pablo Picasso, Elaine y Willem de Kooning, Frida y Diego, Claudel y Rodin, Lee Krasner y Jackson Pollock. Con frecuencia se contagiaron sus maneras de entender el arte, la vida, el hecho estético o las causas políticas. Hay un botón más de muestra: Ethel Gilmour y Jorge Uribe.
Jorge Uribe Rodríguez nació y creció en Medellín, bajo la sombra tutelar de su abuelo Jorge Rodríguez Lalinde y de su bisabuelo Ricardo Rodríguez Roldán, un prominente médico cirujano, primo del fotógrafo Melitón Rodríguez, dedicado a curar, entre otros males, las enfermedades que contraían los jóvenes bohemios en los lechos mercenarios de la ciudad. Quiere creer esta saga que uno de sus pacientes fue el mismísimo Francisco Antonio Cano, quien pagó mediante un impecable retrato al óleo el tratamiento con el doctor Rodríguez. Por otra parte, su abuelo Jorge Rodríguez Lalinde, egresado de la Facultad de Minas, escribió uno de los primeros libros de estadística en el país y prestó sus servicios diplomáticos en Londres, adonde viajó a buscar un empréstito para construir el primer tranvía de Medellín.
Para no defraudar la tradición familiar, Jorge debió cursar estudios en el Colegio San Ignacio, un claustro jesuítico, de estricta ordenanza y amable reprensión, que el pintor define simplemente como la sucursal del infierno en la tierra. Allí haría sus primeras armas en el dibujo y contemplaría, a la salida de la jornada, las batallas campales que, acaso para distraerse, emprendían a palo y piedra sus compañeros contra los del colegio vecino, uno de un grupo social más plebeyo y librepensador, el Liceo Antioqueño. De aquellos días, el pintor recuerda en su pupitre a Héctor Osuna, que se fugaba del tedio dibujando a los hermanos de Loyola que les daban clase.
La segunda etapa, que el artista define como purgatorio, fue el paso por la Escuela de Minas, donde Jorge Uribe estudió arquitectura, una profesión que ejerció por un tiempo al lado de Nel Rodríguez, artífice de la modernidad urbana de la Villa. Sin demasiado entusiasmo por ese rol de constructor, Jorge viaja a París, un rito iniciático que le permite respirar el aire sin embotellar de mayo del 68. Ese ambiente libertario se convierte en un exorcismo contra su pasado y, a la postre, luego de un evento azaroso, en el camino del cielo.
Durante una excursión en el tren transiberiano, Jorge conoce a una joven norteamericana que también explora los ambientes artísticos y trata de ganarse la vida como modelo publicitaria. Fue en ese vagón de jóvenes, sin que ninguno de los dos hablara el idioma del otro, mediante las señas del amor, como Ethel y Jorge se encontraron. De regreso a París, su amistad ya tenía los trazos de un idilio.
Uribe regresó a Medellín con la certeza de haber vivido solo un romance de verano. Se sorprendió cuando supo que Ethel andaba en Bolivia. Había viajado a Cochabamba en un intercambio cultural. Pensaba que ese país y Colombia quedaban a un tiro de piedra, así que sería fácil ir a Medellín en bicicleta a visitar a su enamorado. Cuando ella llegó por otros medios, Jorge la invitó a una travesía por La Guajira en un jeep Willys. De regreso, se prometieron en matrimonio.
Fue una boda de pipiripao a la que asistieron los padres de la novia y en cuya fiesta se alternaron los cantos tradicionales del sur profundo de Estados Unidos, como Kumbayá, junto con los boleros de Alba del Castillo. Se mudaron a vivir a una casa sencilla por Villa Hermosa que pronto empezaron a poblar con toda clase objetos de arte popular, con plantas y mascotas. Vivían de dar clases, mientras iban pintando sus cuadros.
A la vuelta de algún tiempo, la pintura de Ethel Gilmour abandonó los rasgos fríos e intrincados del expresionismo abstracto, que eran las señales de identidad de la pintura norteamericana en ese momento, y que ella había aprendido en el Pratt Institute de Nueva York. Los temas, la vivacidad y el calor local del trópico trastocaron el rumbo de su obra, al tiempo que Jorge también incursionó en una pintura gozosa, inspirada en los motivos cotidianos de la ciudad o en los fervores callejeros del arte pop. También su hermano, Juan Camilo Uribe, andaba creando sus collages, a manera de un popurrí criollo, en el que reciclaba los iconos y estampas católicas de la religiosidad popular.
Pintar se convirtió en un ritual doméstico en técnicas mixtas, a cualquier hora, de modo que en las paredes de esta casa y luego el apartamento en el Parque de Bolívar, el arte y el amor se conjugaron para crear obras. Se influían mutuamente en una arte festivo, poético e irónico, con una aparente ingenuidad fauvista poblada de naturalezas vivas, de tortugas y perros junto a reinas de belleza, obispos y militares. En una visita al mercado de San Alejo, la pareja de pintores se inmiscuía con el fondo de las artesanías, pero a la vuelta a su hogar se encontraban con las noticias desgarradoras de un país irremediable que siempre los conmovió, y que apareció en sus telas casi como una reacción espontánea, con el mismo pavor súbito que les provocó la caída de una bala perdida, aunque ya sin fuerza, sobre la cama en la que hacían la siesta. El plomo terminó luego incorporado en una pintura de Gilmour.
Escoger algo de entre el batiburrillo hace que se lo privilegie entre el resto y se convierta en una pieza artística. Los objetos elegidos de los mercados: un huevo de porcelana florida atrapado en una jaula, un zapato recogido de la calle y ahora asaltado por criaturas diminutas que recuerdan a Liliput. Varias de estas cosas se integran a la serie de obras que exhibe el Museo de Antioquia en la exposición “Ethel y Jorge, un universo de amor”.
Una primera sala reúne el bestiario cotidiano que rodeaba a los artistas en su casa. Allí, además de las esculturas inspiradas en animales, se incluye un arca de Noé, pieza que da cuenta de la conexión con el mundo natural que imita al arte y viceversa; un loro llamado Miguel Ángel que murió después de picotear un tubo de óleo: la artista lo inmortalizó en una pequeña escultura de madera.
En la sala azul se puede ver la serie Las regaderas (2004-2007), un políptico en el que Jorge Uribe muestra el paisaje urbano y sus mutaciones durante varias décadas. La lluvia de monedas de oro se torna luego, en el cuadro siguiente, en una lluvia de rosas y luego en chorros rojos. Al final aparece una serie de gallinazos en un vuelo filosófico contra el cielo primaveral de Medellín. De hecho, siempre al fondo, detrás de las lluvias, surge, borroneada, una ciudad fantasmal.
Si Neruda decía que su principal influencia literaria era la lluvia, lo mismo podríamos decir de esta coincidencia en las obras de los dos artistas. También Ethel integró en uno de sus cuadros un fragmento del célebre poema de Faulkner sobre los aguaceros de Nueva Orleans. Y Lluvia fue también el nombre de la última mascota que tuvo la pareja, una french poodle, protagonista de varios de sus cuadros.
Una última imagen que conmueve es la obra Ethel en el baño de inmersión. La imagen, pintada por Jorge sobre una mesa, es un retrato de la amada en el ámbito profano e íntimo, a la manera de las obras que hacía Pierre Bonnard de su esposa Marthe de Meligny en el baño.
Contra un fondo de los mosaicos verdosos, típicos de estos recintos de las casas solariegas del barrio Prado, se erige una especie de ofrenda pictórica del encuentro feliz con la muchacha de Ohio, la deidad de los días dichosos.
Las mascotas, los objetos, las noticias de prensa y las estampas televisivas perviven en estas pinturas, además de los episodios caseros de los artistas, que se vuelven temas de sus cuadros. Aquella idea de perpetuación, como promesa de todo arte, no deja de evocarnos el poema de Jorge Luis Borges, El regalo infinito:
Un pintor nos prometió un cuadro.
Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras
veces, la tristeza de comprender que somos un sueño.
Pensé en el hombre y en el cuadro perdidos.
(Sólo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)
Pensé en un lugar prefijado que la tela no ocupará.
Pensé después: si estuviera ahí, sería con el tiempo una cosa más,
Una cosa, una de las vanidades o hábitos de la casa;
ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y
cualquier color y no atada a ninguno.
Existe de algún modo. Vivirá y crecerá como una música y
Estará conmigo hasta el fin. Gracias, Jorge Larco.
(También los hombres pueden prometer, porque en la promesa
hay algo inmortal.)
Después de su llegada a Medellín, en busca de un amor de verano, la artista norteamericana Ethel Gilmour, echó raíces en Colombia, al lado del también pintor Jorge Uribe. Este es un retrato documental íntimo y conmovedor sobre la muy paisa artista gringa fallecida en 2008, dirigido por Fernando Mora Meléndez.