Mi pelota para Maradona

Por CAROLINA SANÍN
Ilustración de Laura Ospina Montoya

Voy a comprar un balón de fútbol, para verlo. Salgo, cruzo la calle, va a llover, voy a tratar de regresar a mi casa antes de que llueva, nunca he tenido uno, llego al centro comercial, entro en la tienda de Adidas, pregunto cuáles hay, imagino que el vendedor imagina que quiero el balón de regalo para mi hijo, y por la tangente me figuro al hijo, que mañana cumple cinco años, así que es Sagitario, el arquero, no el del arco de fútbol, sino el que dispara, o sea lo opuesto al arquero de fútbol, o cumple veintidós, y no sé si le gusta el fútbol, ni nadie sabe qué le gusta, pero podríamos jugar un rato con la pelota esta tarde si no llueve, para conocernos, pues yo no había tenido un hijo, y de repente se me apareció él, sin madre, cuando pregunté por los balones, y es parecido a Diego Maradona en el pelo, pero no le veo la cara, y a lo mejor es que solamente tiene pelo y no cara en la cabeza. Mejor le invento al vendedor que el balón es para mi hija, que juega de mediocampista en la Selección Nacional Juvenil, para que él se acuerde de que las mujeres también jugamos al fútbol, y no solo a contar cuentos, y trato de ver dónde meter, antes de pagar, una mención a Maradona, muerto antier, para decir que qué tristeza, porque si alguien en cualquier lugar toca un balón en estos días será muy raro que Maradona no le baje a la lengua, así que creo que el vendedor espera que yo lo diga, y lo digo: que qué triste, pero no es tristeza lo que he sentido, sino euforia. Una tristeza eufórica: yo no conocía eso. Es un estado de lamento pero voraz, como no es la tristeza: estoy llena de ánimo. Hinchada. No se me había muerto nadie así. Sí parientes y amigas, y también héroes, pero no él, no la idea e imagen que tuve a todas horas en la mente mientras salía de la niñez, y por la que aprendí que uno podía amar a alguien sin conocerlo, apasionadamente, o sea, entendí la religión. Pago. Doy tres billetes con la cara de un muerto, y me devuelven cuatro: dos con la cara de otro muerto, y otros dos con la de una muerta.

Traer ese objeto nuevo a la casa, el balón, e ir primero al jardín para darle patadas durante un rato, porque al final no empezó a llover, para vislumbrar ese placer, y luego caminar hasta mi puerta abrazándolo, y dejarlo encima del escritorio, y mirarlo allí, y describir lo que se me vaya ocurriendo: este es mi oficio fúnebre para Diego Maradona, a quien olvidé durante más de veinte años por creer que ya no era bello, y luego, el día de su muerte, resucitó en mi pensamiento con más gracia que antes, con una belleza sucia que estalla sin parar.

Él no decía “el balón”, como digo yo aquí, sino “la pelota”, como se les dice a los testículos. Empiezo por ahí, al mirarla sobre el escritorio: la pelota es la bolsa de semillas que tienen los hombres para engendrar en las mujeres hijos, con la ilusión de seguir viviendo después de morir. Los futbolistas, que juegan en un campo sin mujeres, patean un testículo. Juegan a quedar estériles. Lo patean tanto que hasta queda estéril el padre que los habría engendrado a ellos, y ellos mismos quedan desnacidos. Diego no reconoció a su primogénito hasta hace poco. Dicen que murió con el deseo incumplido de reunir a todos sus hijos e hijas, legítimos y no. A lo mejor habrían aparecido allá, en esa reunión irrealizada, también mis hijos que por un instante vi en la tienda, no engendrados por un hombre: el de cinco años, el de veintidós y la de trece, sentados a la mesa del padre, en mi escritorio, junto al balón nuevo y debajo de una foto de Diego gris que imprimí de internet y pegué en la pared, y que es esa en la que él sale besando la bola dorada de la Copa Mundial. Lo oí decir, en una entrevista, como quejándose, que la copa que le llevaron para que la guardara, la réplica, no pesaba como la que él había besado en la premiación, y era distinta, no era ya.

Sí está la mujer en la cancha: es la red. Juegan los hombres a pasarse la pelota, y se tocan sin poder tocarla con las manos, como si obedecieran la prohibición de masturbarse, hasta que uno la mete, y es por fin la fecundación. Eso es el hijo, esa celebración siempre excesiva del gol, y es también la muerte: la pelota giradora queda quieta, pescada por la red en la que Clitemnestra atrapó a Agamenón y lo asesinó, y hay que volver a empezar.

Cojo con las dos manos el balón de fútbol que compré. No tengo que hacer nada de fuerza para levantarlo. Es de aire. Tomó aire y no lo suelta. El movimiento de inhalación y exhalación, que es el ritmo de la vida y del mar, ha quedado ahí suspendido y circundado. El balón es el espacio entre tomar y dar; ese aguante del tiempo, presente puro, una pausa en la que no sucede nada, ni hay ninguna historia que contar, ni los hijos suceden a los padres, ni los padres mueren.

¿Cómo sentía Maradona la pelota, para hacer con ella lo que nunca nadie? ¿Más pequeña que como yo la siento, o más grande, como una membrana que lo rodeaba, como otra piel suya, dentro de la que él vivía? ¿Como una placenta de la que aún no nacía? También es un balón la barriga crecida de la madre. Y también Diego, después de la belleza, de regreso a Diego, buscó tener, o sin buscar la tuvo, esa forma de balón, como hombre preñado con una camada numerosa, y después de la obesidad vino el balón gástrico, y luego otra vez inflarse, etcétera.

Cuenta en una entrevista que de chico jugaba al fútbol de noche y ni veía la pelota, y que al día siguiente, al volver a jugar con luz, lo hacía más fácil o mejor. Pero no explica así tan simplemente ese aprendizaje, “entonces era capaz de jugar mejor”, sino que se queda sin palabras cuando, después de haber contado que jugaba con los otros en lo oscuro, intenta describir qué traía el día, qué pasaba cuando brillaba la pelota. Para declarar la visibilidad, en esa entrevista, le falta el aire. La pelota es lo visto ya no visto. Ella misma. La bola de cristal, que revela el destino. Un ojo es un balón. Y un balón es el Sol, también.

¿Cómo sentía la pelota a Diego, para imantársele como a nadie más jamás? ¿Qué vida, qué eternidad, vivía ella en él y alrededor, como su luna? Se tenían. Él la prestaba para que otros también jugaran, para hacer algo y que hubiera otros. Conocer el mundo era constantemente intercambiarla, interpretarla y mostrar que ella no cambia.

El balón que tengo aquí no es de cuero de animal, como eran los de antes, animales muertos y reconstruidos, o animales a medio formar, antes de nacer. O huevos que no se rompen.

El puño con que Diego le metió el gol de mano a Inglaterra es una pelota. La cabeza de altura que a él le faltaba para haber metido ese gol con la cabeza, y que suplió con la mano cerrada, otra pelota. La cabeza que contenía la velocidad del pensamiento que previó el gol, otra. La “o” que se multiplica, se amplía y se extiende en el canto del gol: pelota. La última letra del nombre de Diego. La de ambos lados del oro. La teta. La cosa que está en blanco. La que no se mancha. Exactamente, la inocencia. Lo que está antes de la experiencia. Lo que es blanco y negro. Una cebollita. Una pelusa. El peso del mundo que él sintió en los hombros. Y la que se ve alejarse, ya como un punto en el cielo, el punto final de ahora, el de la muerte.

El balón es la Tierra redonda. Al golpearlo y hacer que dé vueltas, los hombres juegan a inventar o a descubrir el movimiento verdadero de los astros, de los lugares donde se puede o no vivir; a descontrolar las órbitas que gobiernan todo lo que hacemos, y a comprobar la vigencia de su ley. Veo sobre el escritorio el balón que compré esperando que me hablara, y me habla, pero así como yo he hablado no es como suenan las esferas, sino que ellas suenan como solo se sabe tras la muerte. Yo creo que Diego buscaba la música de las esferas, como dicen, la música de las pelotas, que no es igual a la que producen en la cancha los tacos contra el cuero. Por eso cantaba y era bailarín, y también por eso la euforia triste, el desmadre, el alboroto, la pachanga y la embriaguez con el fruto del loto, del olvido: entre las fiestas seguía la armonía lejana, el sonido que a lo mejor sí fuera.

Hay otra historia, más sentimental que esta, en la que mi ofrenda funeraria para Maradona es que cojo el balón que compré, después de tenerlo sobre el escritorio y de escribir acerca de él, y se lo entrego a un niño o una niña que acompaña a su padre a vender en la calle bolsas para la basura, y que vive en una villa pobre, como aquella en la que vivía el niño Diego, potreros embarrados, más que fríos, pero que en Colombia no se llaman villas, para que juegue con el mundo y juegue al ser humano, y no solo a tratar de vender, y para que nadie olvide a Maradona: “Te manda esto un dios hijo de Dios, que se llamó Diego”. En realidad esa sería una historia menos sentimental, y yo no fui a ningún Adidas, ni compré nada (pero debería hacerlo, voy a hacerlo), y estos, mis funerales de Maradona, son un engaño pero sin trampa, una pelota de fútbol chutada con la mano.