Número 135 // Julio 2023

Publicidad y ciudad, solidaridad y terror, flores y balas. Amor por Medellín es una fundación benéfica privada y una marca publicitaria exitosa. Pero también fue una brigada paramilitar, un escuadrón de la muerte. A menudo se ha visto la homonimia como una macabra coincidencia. Esta exposición de Santiago Rodas revela que se trata de una operación de sentido y fuerza de unos poderes salvajes para disciplinar una población insumisa, que encuentra sus motivos comunes en la publicidad y la desafección a la subversión, el crimen, la desviación y el pecado que se habrían apoderado de la ciudad a finales del siglo XX.

La fundación fue creada en 1980 por el alcalde Bernardo Guerra Serna para recuperar la cara amable de la ciudad y revivir valores de civismo, aseo y ornato en un momento de crisis urbana. Estuvo conformada por curas, empresarios, publicistas y directores de medios antioqueños. ¿Qué hacía? Amor por Medellín era sobre todo una organización de propaganda que sembraba árboles, borraba grafitis, organizaba reinados e imprimía cartillas patrióticas, pero entre cuyos programas destacaba uno de seguridad enfocado en “que los habitantes de los barrios se conozcan y actúen solidariamente en la lucha contra el delito, con base en la conformación de brigadas de autodefensa” (El Colombiano, 16 de diciembre de 1980).

“Debemos emprender una campaña de recuperación de la moral”, apuntaba el presidente Belisario Betancur ante el “Encuentro de Antioquia”, una plataforma cívica que en 1983 sirvió para denunciar la quiebra moral de la ciudad y hacer un llamado a un futuro iluminado por grandes proyectos de infraestructura, en especial el metro de Medellín, que buscaba recrear la grandeza y la pujanza antioqueña. Cuando Pablo Peláez se convirtió en alcalde de Medellín, en 1984, decidió retomar el impulso de Amor por Medellín, pero ahora convertida en una campaña de publicidad creada por Michel Arnau, que aprovecharía las ondas de la radio y la televisión para tocar millones de corazones. El jingle alcanzó un éxito sin precedentes como parte de una intensa cruzada sobre el comportamiento cívico, la lucha contra la criminalidad y limpieza de las calles, acompañando de centenares de murales de corazones y flores regados por la ciudad. Años después, cuando finalmente se terminó el proyecto de trasporte masivo, el propio Arnau fue el encargado de diseñar la campaña Cultura Metro que ha logrado extender hasta nuestro día a día esta visión del orden y la seguridad ciudadana.

El éxito propagandístico de Amor por Medellín sirvió para instalar un sentido de orgullo y pertenencia a la región que hacían olvidar la exclusión y la explotación a las que estaban sometidos los grupos subalternos, sin embargo, no era el bálsamo esperado para revitalizar la ciudad: “Los actos de barbarle se multiplican día a día y el vicio y la inseguridad nos hacen famosos ante el mundo”, reconocía la fundación benéfica en El Colombiano (7 de junio de 1987). Mientras más se buscaba volver a un pasado idealizado, resultaba más evidente que solo los corazones y las flores no eran suficientes para “purificar” la ciudad.

En ese contexto, las brigadas paramilitares se presentaron como una alternativa de seguridad por fuera de la ley, pero socialmente aceptada y justificada por los medios de comunicación, dedicadas al disciplinamiento y punición de los cuerpos y comportamientos considerados desviados, inmorales, disidentes. Amor por Medellín fue el nombre de uno de tantos escuadrones de la muerte, conformados por miembros de la fuerza pública, policías y militares, que desencadenaron una bien publicitada campaña de terror “contra quienes atenten contra las buenas costumbres” (Semana, 12 de julio de 1987). Salían en las noches, sin uniforme y encapuchados de los cuarteles, en carros fantasma, a matar personas calificadas como sicarios, prostitutas, travestis, gamines, ladrones, adictos, junto a un largo etcétera de sujetos y colectivos considerados sucios, peligrosos y contrarios a los valores del civismo y la moral pregonados por la “gente de bien”.

Santiago Rodas hace aquí una exploración gráfica y publicitaria de nuestro sentido común, a la manera de una genealogía de la marca ciudad que ha quedado incorporada en los corazones y las mentes de millones de personas como algo natural y esencial de la identidad paisa a través de carteles, murales, periódicos, comerciales y cuñas radiales, para recordarnos o para hacer visible lo acallado por la propaganda oficial: el papel del terror y la muerte que habitan en nuestro desbordado amor por Medellín.

OSCAR CALVO ISAZA