Archivo restaurado
Universo Centro 057
Julio 2014
Universo Centro 057
Julio 2014
Por ALFONSO BUITRAGO LONDOÑO
Fotografías de Sergio González
Le dicen “La perla escondida del Caribe” y fue el primer poblado fundado por los españoles en tierra suramericana (1509). Cinco siglos y cinco años después, el viernes 4 de julio de 2014, Necoclí estaba en el mapa de nuestros noticieros y periódicos por cuenta de una joya negra, nacida en su tierra, que resplandecía en el mundial de fútbol de Brasil. Su nombre: Juan Guillermo Cuadrado Bello.
Por primera vez en un mundial, y en cuartos de final, Colombia se enfrentaba a Brasil. Quienes hemos vivido la historia de Colombia como una colección de hazañas remotas o tragedias presentes, sentíamos ese día como si estuviéramos asistiendo a la refundación de la patria, una patria que soportábamos a pesar de todo y que nos había encandilado jugando fútbol.
Entre los jugadores que lograban el encantamiento estaba Juan Guillermo, un jovencito delgado, de apariencia frágil, con finos y cortos dreads en la cabeza y rostro infantil, que más parecía un cantante de salsa choke que un atleta. Y su tierra se preparaba para entronizarlo como un superhéroe con el beneplácito nacional, con reportajes, entrevistas y trasmisiones en directo a cargo de la gran prensa del país.
Por las veredas corrió el rumor de que el alcalde había decretado Ley Seca para ese viernes. Me preguntaba si esa medida cobijaba la chicha de maíz que toman los pacíficos indígenas Senú y los campesinos de la zona. En la sede de la alcaldía, una casa de dos plantas ubicada a dos cuadras del parque principal, había un cuadro de unos tres metros de ancho por dos de alto con los rostros de tres prohombres locales que resultaron ser jugadores de fútbol. El del centro era Juan Guillermo, a su derecha Carlos Díaz, defensa del Atlético Huila, y a su izquierda Luis ‘Neco’ Martínez, arquero del Atlético Nacional. En el segundo piso, la secretaria de Educación desmintió el rumor.
—Para nada, ¿cuál Ley Seca? El alcalde mandó matar un novillo para regalarle carne a la gente.
El día del partido, desde muy temprano, el pueblo se preparaba para el encuentro con su historia. Banderas colgadas en las ventanas de las casas; todos vestidos con camisetas de la selección; bebés con la cara pintada del tricolor nacional; los estudiantes de un colegio en procesión tocando pitos y tambores con más mística que en una Semana Santa. En la calle más comercial, que une el parque con la plaza de mercado, no se encontraba una camiseta de Colombia a la venta. La roja, la amarilla, la blanca: agotadas. Los mototaxistas parecían mariposas amarillas revoloteando bajo el calor y levantando polvo.
En el parque principal, que perdió la sombra con la tala de árboles ordenada por el alcalde en la última remodelación, unos empleados de la alcaldía instalaban una pantalla gigante y un sarán para que filtrara los rayos del sol y dejara ver la imagen del partido. El sol quemaba y anunciaba que iba a estar presente a las tres de la tarde, hora del encuentro.
Esa mañana una periodista de un noticiero de televisión entrevistaba a unas primas de Juan Guillermo que viven en el barrio Simón Bolívar, donde nació. Un periodista y un fotógrafo de un periódico regional iban camino de la casa de Marcela Guerrero y Miguel Ángel Bello, los abuelos maternos que viven a veinte minutos del casco urbano por la vía que conduce a Turbo. En la cancha La Batea del barrio Simón Bolívar, el primer técnico de Cuadrado entrenaba con los muchachos de su escuela de fútbol mientras atendía a un periodista de otro noticiero de televisión que llegó acompañado de un primo del jugador .
Por La Batea pasó caminando Leidy Paola Galé, otra de las primas, con la camiseta de la selección y el apellido obligado en la espalda. Iba para la casa donde nació su primo, a un par de cuadras de la cancha. La casa está cerca de una esquina, tiene porche y jardín, y en su interior conserva la habitación de Juan Guillermo cerrada con llave.
—Solamente la abre él cuando viene de visita —dijo la prima.
La casa parecía recién remodelada, se veía moderna, como un apartamento de ciudad. En las paredes había cuadros con recortes de prensa del jugador.
—Juan Guillermo es miedoso, no le gusta dormir solo —dijo la prima.
En la esquina unos vecinos hablaban duro y saludaban a todos los que pasaban por la calle.
—El Cortico la mete hoy —dijo uno.
‘El Cortico’, así le decían a Juan Guillermo en su barrio. A su papá, que trabajaba en una distribuidora de gaseosas, le decían ‘El Bizco’, y Juan Guillermo estaba muy pequeño cuando lo mataron. En el velorio lo tuvieron que alzar para que lo viera en el ataúd. Nadie pensaba entonces que pocos años después ese cortico juguetón se multiplicaría más que su apellido: en fuerza, velocidad y contextura física. Y se convertiría en una figura del fútbol mundial.
A la orilla de la carretera, en casa de doña Marcela Guerrero, de 76 años, y Miguel Ángel Bello, de 86, recibían a cuanto reportero quería trabajar.
—Aquí ha venido todo el mundo — dijo Marcela.
Miguel Ángel hablaba poco y Marcela recitaba la historia de su nieto: que era callejero, que se la pasaba jugando fútbol, que lo castigaba y él le pedía perdón de rodillas, que cuando viene de Italia solo le gusta la comida que ella le hace.
—Ese niño como que desde la barriga pateaba a la mamá —dijo.
Era mediodía y en el televisor de la sala pasaban el primer partido del día, Francia contra Alemania.
—Lo que no me gusta de los partidos es ver como le pegan a Juan Guillermo —dijo Miguel Ángel, quien en realidad es más amante del boxeo y del béisbol.
La casa de madera, piso de cemento liso y techo de láminas de Eternit, tiene forma de “T”: un ala horizontal donde está la sala, el comedor y la habitación de Marcela y Miguel Ángel, y del medio parte un corredor perpendicular que lleva a un patio trasero. En el patio había una habitación con una cocina que lucía como nueva y una hamaca. El piso parecía recién trapeado, las paredes estaban pintadas de verde pastel y tenían algunos cuadros colgados que no desentonaban con el espacio pulcro, sobrio y organizado. Entre los cuadros había un afiche de la Selección Colombia, uno del Deportivo Independiente Medellín y una revista italiana con Cuadrado en la portada y un título que decía: L’anno della rivincita (El año de la revancha).
En la casa estaban los abuelos, una hija y dos nietas pequeñas, de unos dos y cuatro años. Marcela y Miguel Ángel tenían puestas las camisetas amarillas con la imagen de su nieto estampada en el frente.
—Nos las mandó de Italia —dijo Marcela.
La última llamada que Juan Guillermo les hizo había sido cuatro días atrás.
—Me siento bien, luchando a ver si ganamos —le dijo a su abuela.
—Seguro que van a ganar —dijo ella.
—¿Y el papi cómo está?
—Él está muy bien.
Ella sufre de la cadera y de los riñones y Miguel del azúcar.
—Le pedí ánimos a Dios para ver el mundial y así ha sido —dijo Marcela.
Ella es una morena acuerpada, de pelo cano estirado hacia atrás y sostenido por una diadema dorada. Él es un hombre delgado, de pelo corto, bastón y mirada triste. Campesinos de toda la vida.
El partido de Francia y Alemania avanzaba y el desespero de los franceses era lo único que tensionaba el ambiente. Afuera no se oía ni siquiera el pasar de los carros. En cambio con cada victoria de Colombia la misma vía se convertía en un río de motos y carros con hinchas celebrando. Marcela sufría porque había accidentes y peleas, pero si Colombia le ganaba a Brasil ese día saldría con sus familiares a la orilla de la carretera a recibir la alegría de su pueblo.
A un par de horas de iniciar el partido, por la principal salida de Antioquia al mar, apenas pasaba un mototaxi o una buseta de tanto en tanto. El ganado en los potreros, al otro lado de la vía, parecía naturaleza muerta. El sol se sentó en la sala a ver ganar a los alemanes. Doña Marcela y don Miguel también estaban sentados, cada uno en una silla, a lado y lado de la puerta de entrada. Miraban el partido, se distraían. La hora de su nieto se acercaba.
El parque sin árboles de Necoclí empezó a recibir vecinos. El sol celebraba el triunfo de los alemanes descargando sus rayos sobre el sarán como si fuera el único lugar de la tierra que le interesara. El sarán parecía una delicada malla femenina que recibía un bombardeo tendida en su colgadero. En la tarima la pantalla resplandecía. La imagen del partido de Colombia contra Brasil era un halo en el horizonte de un desierto. No se veía nada. Sobre el piso de la tarima había un televisor auxiliar en el que unas trescientas personas intuían lo que pasaba. Les repartieron carne envuelta en papel de aluminio y todos masticaban, gritaban y sufrían. La refundación de la patria era a las patadas. La potencia futbolera se desprendió de remilgos azucarados, bosanovas y sambas y sacó los machetes de la zafra. En menos de diez minutos los aturdidos héroes colombianos recibieron el primer corte de parte de Thiago Silva. Brasil no les ofreció ni siquiera una cachaza para echarse en la herida. Cuadrado, ya con cuerpo de mantis religiosa, esquivaba la cacería sin encontrar un huequito por donde hacer daño. Necoclí entero manoteaba y suspiraba. Por lo menos su muchacho había aprendido a escabullirse. En la cancha el árbitro estaba del lado de los dueños de la tierra. El machetazo de David Luiz nos hirió de muerte. La brisa que venía del mar sabía más salada en el parque del pueblo, pero debíamos caer con evidencias para posteriores reclamos. El gol de Yepes fue una tutela negada y después James, valiente, nos regaló la breve ilusión de una remontada. El partido terminó. Colombia quedó eliminada del mundial y el hijo de Necoclí no pudo hacer nada para evitarlo. Nos sentimos víctimas de un despojo. “Nos robaron”, “Eso fue gol de Yepes”, “Brasil se dedicó a dar pata”, balbuceábamos. No atinábamos a decir si la refundación de la patria se había completado.
En los próximos minutos a los reporteros de televisión les cancelarían su aparición en directo y los necoclicenses intentarían sostener la celebración. Pasó por el parque un carro de bomberos con la sirena encendida y con gente trepada encima. Sonaba como una ambulancia que llevaba un malherido. Los mototaxistas chapaleaban como peces varados a la orilla del mar. El sol se fue a celebrar a otra parte y la noche cayó como un consuelo.
En su casa, a orillas de la carretera, Marcela y Miguel Ángel estaban tristes, pero tranquilos. Llegaron a visitarlos un vecino, un nieto y una hija. Miguel Ángel se mecía en la hamaca del patio, y Marcela atendía el celular en la sala.
—Le pegaron mucho —dijo Miguel.
—La culpa fue del árbitro —dijo Marcela.
La oscuridad se esparcía por los alrededores. No se veía el pavimento de la carretera ni los potreros del otro lado. Se oían las chicharras y algún carro que pasaba. No había algarabía, no había romería, no había alegría.
—Dios sabe como hace sus cosas —dijo Marcela—. A lo mejor si hubieran ganado viene toda esa gente en procesión y hay algún muerto. Mejor así.
O como decía el cuadro que había colgado en la sala, otro sería l’anno della rivincita.
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