Archivo restaurado

Universo Centro 045
Mayo 2013

  • Paraqueadero Padilla

Hace 15 años el Estado colombiano tuvo la oportunidad de darle un fuerte golpe al paramilitarismo. El allanamiento de un parqueadero en Medellín entregó la planilla completa de los paracos: sueldos, préstamos, cuentas por cobrar y otras señales particulares. El saldo definitivo fue a favor de los asesinos: tres investigadores pagaron con su vida la suerte del hallazgo. Iván Velásquez, magistrado que lideró las investigaciones de la parapolítica, era fiscal regional durante el operativo. Aquí están sus ingratos recuerdos.


El paraqueadero Padilla

Por IVÁN VELÁSQUEZ
Ilustración de Elizabeth Builes

En homenaje a Sergio Humberto Parra, Jorge Fernández y Diego Arcila, investigadores del CTI asesinados en Medellín entre 1998 y 1999.

En octubre de 1997 se produjo un revolcón en los cuadros directivos de la Fiscalía en Medellín. Los crecientes rumores sobre la connivencia de algunos fiscales con el paramilitarismo alentaron la movida. A la unidad del Cuerpo Técnico de Investigaciones fue enviado un curtido funcionario que se desempeñaba como fiscal en Bogotá, Gregorio Oviedo Oviedo; y a mí, que para entonces ocupaba el cargo de magistrado auxiliar en el Consejo de Estado, se me nombró en la regional de Medellín. La prioridad, me dijo el Fiscal General durante la posesión, era impulsar las investigaciones contra los paras, y en esa tarea contaría con el total respaldo de los directivos nacionales.

Era la época de expansión del paramilitarismo y del auge de las Convivir, cuya creación se promovía desde el propio despacho de la gobernación de Antioquia con Álvaro Uribe y Pedro Juan Moreno a la cabeza.

Oviedo y yo conformamos rápidamente un buen equipo de fiscales e investigadores, al que se sumó pocos meses después el doctor J. Guillermo Escobar Mejía, quien asumió como jefe de la unidad de fiscales regionales encargada de ese tipo de investigaciones; él era el faro de la ruta. A la unidad de narcotráfico se incorporó el incorruptible juez Laureano Colmenares Camargo. A ambos los conocía desde mis tiempos de empleado judicial, y con el primero los lazos se estrecharon cuando logré convencerlo de que fuera mi director de tesis en la Universidad de Antioquia.

Esas dos figuras de la judicatura en el nivel directivo de la fiscalía regional de Medellín me brindaban una gran tranquilidad, por el manejo adecuado que asumirían de sus unidades; además, era un clarísimo mensaje para la comunidad jurídica y los propios funcionarios, incluidos los miembros del CTI, acerca de la orientación que tendría nuestra gestión en la fiscalía regional, que para entonces no gozaba de muy buen nombre debido a los rumores de corrupción que llegaban hasta la capital. Pocos días después de mi llegada a la dirección fueron destituidos casi dos decenas de fiscales, a quienes, según supe, se les reprochaba participación directa en “torcidos” o colaboración con corruptos.

Mirando la historia con la distancia que da el tiempo, creo que el mensaje llegó a muchos sectores, y en particular a un grupo de investigadores del CTI que vivían en medio de la zozobra, el temor y la desesperanza, pues ya sabían de las andanzas de Carlos Mario Aguilar, quien más tarde se conocería con el alias de ‘Rogelio’, un hombre que logró penetrar el CTI merced a las generosas dádivas que entregaba a sus ex compañeros. A su propósito también ayudó la asombrosa pasividad del Director Nacional del CTI en ese momento, que había sido alertado por otros funcionarios de la institución, antes y después del homicidio de Manuel López, jefe de la Sección de Información y Análisis –SIA–, cometido en 1997 por sicarios de adentro y de afuera, pocos meses antes de que Oviedo y yo nos posesionáramos.

Jorge Fernández y Diego Arcila necesitaban en quien creer. El primero, si mal no recuerdo, había reemplazado al sacrificado jefe de la SIA, y el segundo acababa de regresar a la ciudad después de un “exilio” en el Búnker de Bogotá y dirigía la Sala Técnica, el centro de interceptaciones del CTI en Medellín. Necesitaban en quien creer y nos encontraron a Oviedo y a mí.

La confianza de Jorge y Diego generó la de sus cercanos en el CTI y, por ese efecto que solo entendemos bien los que nos hemos dedicado a la investigación criminal, también la de sus fuentes, aunque no tuvieran, en general, contacto con Oviedo y conmigo.

Miembros de las Convivir desencantados de la organización o desengañados porque conocieron su real esencia, integrantes de “combos” convertidos en informantes, personas de las comunidades golpeadas por la delincuencia, víctimas de paramilitares, guerrilla, bandas o milicias, se fueron acercando o mantuvieron sus lazos, ahora fortalecidos, con los investigadores. La abundante información era procesada por los analistas del CTI y compartida con los fiscales regionales. Estábamos en el mejor momento del “optimismo funcional”, ese sentimiento renovador que nos hace creer que es posible acabar con la impunidad, y ni siquiera el doloroso asesinato de Jesús María Valle en febrero de 1998 –”un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado”– nos amilanó ni frenó el impulso casi frenético que teníamos.

En esas estábamos cuando recibimos un dato: el número telefónico de un mando medio de las ACCU que por aquellos días había sufrido la fractura de una pierna y dedicó su incapacidad, en su casa en Bello, a largas y reveladoras conversaciones con miembros de su organización. Hablaba a sus anchas, con total desparpajo, sin saber que era escuchado en tiempo real por un analista del CTI en la sala técnica que dirigía Diego Arcila; esa inmediatez permitió, en varias oportunidades, frustrar acciones planeadas por el grupo armado.

Fue así como se supo que en la mañana del 30 de abril de 1998 un camión repleto de uniformes camuflados se desplazaría desde Medellín hacia Sopetrán, en el occidente de Antioquia, donde operaba un bloque comandado por alias ‘Memín’. Un grupo de investigadores enviado por Oviedo y liderado por Sergio Humberto Parra interceptó el camión en cercanías de San Jerónimo y obtuvo la dirección desde donde supuestamente había salido el cargamento, lo que permitía pensar que allí funcionaba la fábrica; la nomenclatura señalaba un parqueadero situado a menos de quinientos metros de La Alpujarra, sede de la Fiscalía Regional y centro administrativo del departamento y la ciudad.

De inmediato Gregorio Oviedo organizó el operativo. Llegaron a un parqueadero común, nada revelador. Superado el desconcierto inicial, alguien observó una especie de ramada a un costado del lote, un segundo piso al que subieron apresuradamente Oviedo y sus hombres. Allí, frente a un escritorio y acompañado de dos secretarias, Jacinto Alberto Soto Toro, alias ‘Lucas’, engullía papeles para destruir evidencias al tiempo que, ayudado por una de sus “mecanógrafas”, destrozaba disquetes con desespero. “Queda usted detenido”, le dijo directamente Gregorio Oviedo.

Fueron decomisados decenas de disquetes, dos libros de contabilidad y documentos bancarios: un verdadero tesoro que revelaba la estructura íntegra de las ACCU, sus finanzas y quienes las aportaban, cuadros de nómina discriminados por escuadras, los alias de sus integrantes, incluido el del respectivo jefe, la identificación del grupo, la semana a la que correspondía el pago y su valor, las retenciones de sueldo por préstamos o para fondos comunes, etc.

Ese mismo día, al caer la tarde, Oviedo fue a mi despacho y me dio un completo reporte del operativo. Desde mi oficina, ubicada en el piso 21 del edificio José Félix de Restrepo, con ventanas a la calle San Juan, me señaló el Parqueadero Padilla. ¿Quién podría imaginar siquiera que a pocos metros de la Fiscalía Regional estuviera funcionando el centro de contabilidad de las ACCU?

Durante toda la mañana del 1 de mayo un equipo de investigadores y fiscales se dedicó a la revisión de los documentos contables, a decretar el embargo de centenares de cuentas y a elaborar los oficios correspondientes, que fueron entregados a primera hora del día siguiente en las entidades bancarias. Luego se examinaría la legalidad de cada uno de esos depósitos, por el momento había que impedir que las autodefensas recuperaran el dinero.

Menos de dos meses después, el 10 de junio de 1998 al final del día, Sergio Humberto Parra fue asesinado a tiros de fusil en inmediaciones del Cementerio San Pedro en Medellín, cuando iba para su casa en Bello.

A mediados de septiembre el Fiscal General Alfonso Gómez Méndez dispuso el traslado del proceso para la Fiscalía Regional de Bogotá, cuya dirección estaba a cargo de Antonio José Serrano, un hombre de su absoluta confianza, según me dijo telefónicamente un mes después, cuando me llamó a recriminarme porque el fiscal del caso no había remitido una caja de documentación relacionada con el desembargo de algunas cuentas. Ese era el respaldo que ofrecía el Fiscal General en la lucha contra el paramilitarismo.

La reasignación del proceso fue aprovechada por las autodefensas para falsificar el oficio secretarial que dejaba a ‘Lucas’ a disposición de la dirección de fiscalías en Bogotá; en su lugar elaboraron un oficio que lo ponía a órdenes de un fiscal seccional de Medellín, quien le concedió de inmediato la libertad y personalmente confirmó la decisión a las autoridades carcelarias. Así salió de la cárcel Bellavista Jacinto Alberto Soto Toro, por la puerta principal, el 30 de septiembre de 1998. Posteriormente el Tribunal Superior de Medellín absolvería al fiscal Jhonny López Patiño, como se llamaba el corrupto que le entregó la boleta de libertad, quien finalmente fue condenado por la Corte Suprema de Justicia el 29 de enero de 2004. La fuga, según me contó Éver Veloza, alias ‘HH’, antes de ser extraditado, costó unos 800 millones de pesos.

¿Y la investigación? Ah, pues nada. Parece que se hubiera reasignado a la Regional de Bogotá para frenarla. Apenas en mayo de 2001, un mes antes de la renuncia de Gómez Méndez, reemplazado en calidad de encargado por un hombre de su plena confianza, Pablo Elías González, se realizó el allanamiento a Funpazcor, entidad que aparecía vinculada al paramilitarismo en los papeles encontrados en el Parqueadero Padilla tres años antes. En los documentos se repetía constantemente el nombre de Sor Teresa Gómez, hoy condenada por el homicidio de Yolanda Izquierdo.

Es verdad que en la administración de Luis Camilo Osorio el expediente se devolvió a Medellín para que le dieran sepultura. Pero en realidad falleció en manos de Alfonso Gómez Méndez, quien todavía no ha explicado por qué, si la reasignación que se ordenó para impulsar el proceso desde la capital tenía fecha de septiembre de 1998, apenas en mayo de 2001 se logró el ingresó a las oficinas de las autodefensas en Montería, identificadas casi treinta meses antes.

Que el paramilitarismo se paseo tranquilo por la Fiscalía de Luis Camilo Osorio parece ser un hecho irrebatible. Pero que la principal responsabilidad por la impunidad en el caso del Parqueadero Padilla, conocido en Bogotá como el caso Funpazcor, es de Alfonso Gómez Méndez, no admite discusión ¿Cuánta sangre le costó al país esa impunidad? ¿Cuánta impunidad ha generado esa impunidad?