Archivo restaurado
Universo Centro 040
Noviembre 2012
Por FERNANDO MORA MELÉNDEZ
Fotografías de Juan Fernando Ospina
A la puerta del Hotel Europa Normandía, en la calle Maracaibo, el gabán antiguo, la boina y la pipa, además de la barba taheña, hacen de este viejo ya no un poeta sino la caricatura de un poeta. Al lado suyo anda una mujer treinta años más joven que él, en traje de una pieza, más discreto que el suyo. Ella estira la mano cada que pasa un taxi. Al fin uno se detiene. El viejo, de un porte gigante, avanza, con un vigor que contradice los setenta años de su cuerpo, bien bebidos y bien fumados.
Del fondo de la barba sale una voz huraña:
–Llévenos a la Plazuela de San Francisco.
El viejo se refocila a sus anchas en el puesto de atrás, desentendido de todo, pero a la vez atento a cada sombra que pasa ante sus gruesos lentes: demasiada gente tal vez, en comparación con la que había en esa Villa de La Candelaria cincuenta años antes, en los veinte, cuando iba a las tertulias del Negro Cano en el Café El Globo, del pasaje Boyacá.
–No conozco esa plazuela, de pronto usted me está hablando de la Plazuela San Ignacio –dice el conductor.
Bruscamente el poeta se despierta de su meditación para gruñir. –¡No, señor, le estoy diciendo Plazuela de San Francisco!
–Ya no se llama así –le aclaró Victoria, tratando de apaciguarlo.
–¡¿Desde cuándo le están cambiando los nombres a las cosas?!
La mujer hizo un gesto al del volante para hacerle entender que tenía razón: iban para la Plazuela de San Ignacio, que ya no se llamaba como el viejo decía.
Francisco de Asís León Bogislao de Greiff, nombre de pila del anciano, se lanzó a farfullar de memoria algún pasaje, tal vez de Villon, donde el poeta francés se lamenta de aquellos tiempos idos, pero siempre en tono de burla y de escarnio.
El viejo ya casi no leía libros de los importantes, dice Victoria Carder, prima del poeta; daba la impresión de que se lo había devorado todo. Del fondo de su abrigo sacó una novela de vaqueros de Marcial Lafuente, un caballo de ajedrez, una revista de historietas de ediciones Novaro, un pedazo de pandequeso rancio. Eran tantas las cosas que cargaba De Greiff en el tabardo astroso, que esto se había hecho célebre, sobre todo después de que a una reportera de televisión, en aprietos por el hermetismo del poeta, se le ocurrió preguntar: “Maestro, ¿qué lleva en los bolsillos?”.
Llegaron a San Ignacio, que andaba animada de lustrabotas, vendedores de frutas y grupos dispersos de gente encopetada que aguardaba al poeta para la ceremonia. Le iban a imponer la medalla Estrella de Antioquia, aunque unos meses antes la Alcaldía de Medellín también le había concedido El Hacha Simbólica de Antioquia.
Iba por el mundo agobiado de medallas, comentó un cronista de la época. Me las han dado todas, escribió León: La Cruz del Sur, la del Dragón Enfermo, la del Grifo Desolado, la del Gato que pelotea, la de la Foca Sitibunda, la del Oso Polar, la del Asno de Buridán, la del Cisne de Pésaro, la de la Cacatúa Melancólica y la del Último nacido del Viejo Cisne y Leda. Todas se pueden usar sin frac.
Después de los discursos sobrevino un chaparrón de aplausos, mientras unas manos le colgaban la estrella con una larga cinta verdiblanca en el pecho. No quiso aceptar la recepción que le ofrecieron después de la ceremonia. Victoria lo tomó del brazo y se refugiaron en otro taxi, rumbo a la casa de ella en la calle Girardot, el lugar de la cita.
Tan pronto estuvo a salvo de las sobadas de hombro y las fotos, León de Greiff se quitó la medalla. Iba a encontrarse con la mujer cuya pasión torrencial describió de un modo cifrado en los versos que escribiría a orillas del río Cauca, en Bolombolo, cuarenta y cuatro años antes. Guardó la Estrella de Antioquia en uno de los bolsillos, junto a la novela de Marcial Lafuente y el pandequeso rancio. Estaba tan ansioso por la cercanía del encuentro, que no advirtió cómo la cinta había quedado colgando por fuera del gabán; y cuando se bajó del carro un extremo de esta quedó prensado en la puerta. La cinta verde se fue ondeando en el taxi, mientras la medalla rodó por el pavimento. Victoria se apresuró a recogerla. Ya en la puerta, ella le confesó que le había costado bastante convencer a Margarita, la amante furtiva, para que se viera con él, después de un episodio que ahora parecía rocambolesco, pero que en su momento cambió el rumbo de León, a sus treinta y un años, cuando trabajaba como administrador del Ferrocarril Troncal de Occidente, que se construía por las selvas del Suroeste.
El tramo de la vía que iba a unir las aldeas de Bolombolo y La Pintada estaba programado para ejecutarse entre 1926 y 1929. Cuando recibió la propuesta, León trabajaba en Bogotá como contabilista del Banco Central. Pasaría de ganarse ciento díez pesos a doscientos cincuenta que era el sueldo de enganche. Pero la decisión, según se cuenta, no solo tuvo que ver con la oferta de salario, sino también con la gris melancolía de la capital, redundante con su condición también gris de empleado. Para colmo, a él le gustaba por esos días llamarse a sí mismo Leo Legris.
El efecto que tuvo la visión del trópico en León fue doble. Ahora podía solazarse con los paisajes que siempre había querido conocer, pues un bisabuelo suyo, Karl Sigismund Von Greiff, también había venido del hielo de Suecia a explotar una mina en el Suroeste, que no podía tener un nombre más tropical: El Zancudo. De paso, la obra del poeta dejó de hablar de pingüinos peripatéticos para celebrar el país del sol sonoro. Así, el nombre de Bolombolo, un caserío precario a orillas del río Cauca, empezó a figurar en el mapa literario con la misma extravagancia de un Yoknapatawpha en William Faulkner. Tanto así que hasta su traductor ruso, Sergei Goncharenko, vino a constatar si la aldea existía porque sospechaba que era apenas el invento de un escritor al que le gustaba jugar demasiado con las palabras. El ruso se excusó por no haber traducido aún la Fanfarria en sol mayor en la que el pueblo parece de mentiras, casi un pretexto para la pirotecnia verbal…
Oh Bolombolo, país exótico y no nada utópico
En absoluto! Enjalbegado de trópicos
hasta donde no más! Oh Bolombolo
de cacofónico
o de ecolálico nombre onomatopéyico
y suave y retumbante
oh Bolombolo!
Por aquí se atedia, en éste se atedia por modo
Violento la fantasía: monótono
país de sol sonoro, de excesivas palmeras, de animalillos zumbadores,
de lagartijas vivaces, de salamandras y camaleones,
cigarras estridulantes, verdinegros
sapos rugosos, y melados escorpiones.
Cuando los ingenieros llegaron con De Greiff a establecer su campamento, la aldea era solo una hilera de casuchas de pescadores en la orilla occidental del Cauca, un cruce de caminos, de arrieros y contrabandistas, un lugar de fondas con victrolas y demás atractivos poco virtuosos para el desfogue de los mineros y campesinos. A ambas vertientes del río, que al poeta le gustaba llamar por su nombre indígena, Bredunco, se divisaban fincas grandes, en las lindes de una selva tumbada por tramos para la siembra de café y la cría de ganado. El poeta pronto advirtió que entre el húmedo sopor de las montañas también acechaban otra clase de tedios y peligros, aunque amenizados por el soliloquio de las chicharras. A menudo debía emprender largas travesías a lomo de mula con los topógrafos y los ingenieros, que al verle esa barba roja y los ojos zarcos le llamaron Míster Grey. A fuerza de encarar los hostiles caminos, los asedios del monte, se volvieron camaradas de labores y compinches de juerga.
En sus manuscritos, Leo o Míster Grey, describe estos pasajes en son de aventura, pese a que muchos de sus delirios no siempre fueron báquicos. El viejo confesó alguna vez que había perdido el juicio en un bohío de montaña, víctima de una fiebre hemoglobinúrica, a la cual sobrevivió gracias a unas inyecciones de arsenobenzol. Mientras tanto, cerca de su catre, morían seis personas del mismo mal. De vuelta al pueblo, De Greiff debía ocuparse en inventariar vituallas y equipos, pero también en componer alguno de sus poemas, en los que, entre otras cosas, reniega de las obras de ingeniería, y parece que odiara las vías férreas, quizás porque su construcción le aburría, así como el ruido de las máquinas agitaba su neurosis. Miraba un terraplén y sentía que la selva parecía un manuscrito al que le habían cortado la frase más bella. Bostezaba como un león frente a sus deberes oficinescos: “Dañaron el paisaje con técnicas absurdas y fórmulas tediosas, los sabios (infatuados como cualquier poeta), los sabios infatuados de ciencia ingenieril.
Leo conoció a su amante una tarde de 1926, después de otra travesía en mula con su comitiva por las veredas de Titiribí. Ya habían bajado de la montaña, sedientos y maltrechos. En cuanto pisaron la llanura junto al río, Martín Vélez entró a una hacienda pidiendo a gritos una totumada de agua para calmar el guayabo, que lo traía como ánima en pena desde La Herradura, donde habían pasado la noche bebiendo anisado del que hacía Don Pipo en su alambique. Del fondo de un caserón derruido salió Margarita en una batola de casa, tras la cual se adivinaba su cuerpo magnífico. Apenas les sirvió limonada, contó que andaba sola, apenas con una criada, porque su marido, un coronel Mendoza, andaba reclutando gente por los lados de Pácora. Todos quedaron alelados con la dama, que los llevó a la cocina para enseñarles las pailas en las que hacía ricos guisos criollos y melazas de guayaba para endulzar su tedio de recién casada a la espera del guerrero. Los amigos dieron cuenta de todas las delicias que la muchacha les ofrecía, por lo menos de las gastronómicas, porque el poeta quedó antojado de otras: Y en el cielo y en el Cauca; / llegaron al “señorío” / feudal –erótica marca– / de Rosa de Bolombolo / la de pupilas estrábicas, / de muslos pluscuamperfectos / y de senos como cráteras / de corindón, cuyos vinos / antes queman que no embriagan.
A Margarita también le atrajo la gracia y el repentismo de León con la palabra, pero más que celebrarle al poeta sus gracejos, estos despertaron su curiosidad. En hojas de carta, con el membrete del Ferrocarril, León le enviaba sus calambures, que luego se trocaron en urgentes y secretas peticiones de encuentro. Un peón del campamento de ingenieros y la criada de Margarita eran los recaderos que acortaban la distancia entre los cuerpos y encubrían el idilio de los ojos del coronel Mendoza, que andaba haciendo la guerra mientras su esposa todo lo contrario. El poeta insinúa las condiciones de la relación:
Yo, Beremundo el Lelo.
Fui topógrafo ad-hoc entre ”El Cangrejo” y Purco y Niverengo,
(y, ad ínterim, administré la zona bolombólica:
mucho de anís, mucho de Rosas del Cauca, versos de vez en cuando),
y fui remero –el segundo a babor– de la canoa, de la piragua
“La Margarita” (criolla), que navegó fluvial entre Comiá, La Herradura, El Morito.
El Cortijo, como nombraba León a la hacienda donde vivía su amada, todavía se halla entre la quebrada La Comiá y el río. En caballo, el trayecto hasta Bolombolo podía cubrirse en media hora. A Margarita le encantaba montar en bestia por esas vegas, dice Victoria. Alta, con la fronda de pelo negro (endrino, dice Míster Grey), De Greiff la veía llegar como una amazona, andando sin brida hacia el ávido encuentro.
Y en sus brazos morenos naufragaba
mi sér –mi sér, a pique, jubiloso!–
Oh mármol móvil en la móvil hamaca!
Oh mármol ágil sobre los yerbales!
Rútilo mármol en las rubias aguas
del Cauca río –retozante Fauno
flavo Sileno ansioso de la nuda Oreáda–,
fogoso mármol, Venus
sapiente, en la alcoba, a la noche insomne y ávida!
En 1994 Boris de Greiff, hijo del poeta, andaba con Goncharenko de paso por Bolombolo, cuando le pregunté sobre la teoría de que la Rosa del Cauca, la de los poemas, tal vez no fuera sino una Margarita, de carne y hueso, tal como en su época la Beatriz de Dante era una muchacha de verdad, al igual que la Laura de Petrarca. Boris negó que su padre hubiera tenido amante alguna, en ningún tiempo y en ninguna parte. Enseguida hizo una loa a la soledad del viejo: que solo tenía ojos para Matilde Bernal, su madre, a la que dedicó un álbum de poemas, en edición de un solo ejemplar, de su puño y letra, en 1921. Y dijo que hasta el final de sus días él salía de copas con su papá por la noche bogotana. Iban al Automático y, en cuanto el delirio báquico los hacía caminar en zigzag, se iban a paliar la prenda con frisoles a un restaurante criollo llamado El Maizal, que todavía existe.
Pero Victoria Carder ni siquiera acudió a los poemas famosos para justificar la presencia de Margarita. Sacó un volumen de pasta amarilla y me puso a buscar en la página 244. El libro se llama La columna de Leo y es una recopilación de los artículos de prensa que publicó De Greiff en diarios capitalinos. En la página 244 de un ejemplar de la Colección de Autores Antioqueños, ella me señaló un texto poco conocido que había visto escrito con la letra del poeta en un papel del Ferrocarril, en manos de su destinataria, Margarita, la bolombólica de carne y hueso:
Te llamabas… alguna vez te llame Margarita
Me quieres no me quiere–sí– un día me quisiste…
Te llamabas… alguna vez te nombré Altisidora,
Reina de los cortijos…
Te llamabas la egipcia del aduar, la gitana estupenda
Del zoco, la pasajera que se gozó furtivamente sobre el césped…
La que calmó las sedes de la instintiva sicio
Mientras aderezaba viandas para el huésped la huésped…
Además de papeles, Victoria recordó otros detalles del romance, y del día en que tramó el encuentro, en 1971, entre dos amantes ya viejos que llevaban más de cuarenta años de no verse. León le había confesado a la prima asuntos que ni siquiera conocían los hermeneutas suecos de Upsala que estudian su obra.
Es posible figurarse la tarde en que De Greiff desairó a sus amigos, que lo invitaban a un garito en La Herradura, pero que él, bajo la coartada de tener un asunto pendiente con Verlaine esa misma noche, en la hamaca del pasillo, los eludió solo por esperar a Margarita. Le había enviado antes una razón escrita con el peón de confianza. Quizás la espera se vio contrariada por uno de los interminables aguaceros de tierra caliente, o por la reticencia de ella a repetir la hazaña de cruzar el cerco prohibido e ir a juntarse con Míster Grey para calmar, dizque por última vez, la sed de pecado.
Más febril que nunca por la dolencia de amor, Míster Grey, sin la presencia de su musa, caminará alelado y, agarrado a la baranda de guadua, tendrá que tomarse un anisado, encender la pipa o tratar inútilmente de estudiar una larga partida de Philidor o de Capablanca, hasta entender que no hay ya cabeza para esa clase de asuntos, ni para ninguno que no sea Margarita. Margarita, Margotón, la casqui-fulva, dice el poema.
La amazona no llegó esa noche ni la siguiente. Tampoco León se atrevió a cabalgar hasta El Cortijo, pues no llegaba el guiño que asegurara que podría hacerlo.
Y aunque tu hablar fuera parco
todo el mundo se hizo bocas,
todo el mundo fue Aristarco
Para criticar tus locas
Andanzas, tu ardor erótico.
Hasta los riscos y rocas …
Se extasiaron cuando supieron la historia
que no sé quiénes contaron…
No se conocen detalles sobre cómo el marido ofendido citó a duelo al poeta. Se sabe que en los años veinte se seguía un protocolo secreto, como aquel de tirar un guante a los pies del ofensor, y si este lo recogía, quería decir que aceptaba el duelo. León jamás comentó el incidente, acaso porque él no casó el duelo. Simplemente recibió el aviso, escrito o tal vez de boca del peón, o de algún estafeta que le anunciaba que su vida estaba en juego. En todo caso Míster Grey, que prefería la música de viola a la violencia, optó por la fuga y en la madrugada hizo ensillar la bestia. En Medellín rescindió el contrato al que todavía le faltaba otro año y medio para terminarse. Meses después buscó a Matilde Bernal, su novia de Medellín, y le propuso matrimonio.
Rosa…, fugada con los años idos… ¿dónde amarás ahora, Venus de Bolombolo, Láis del Cauca?
Victoria le insiste a Margarita que ya está cansada de llevarle cartas suyas al primo, y que no tiene nada de malo que se vuelvan a ver después de tanto tiempo. Para terminar de convencer a su amiga, aduce que ella ya es una mujer libre, separada y desheredada por el coronel Mendoza, que legó la hacienda del Suroeste y otra parte de sus bienes al ejército. Además, el primo ya es un viejo viudo y bastante crecidito.
León entra decidido a la casa. Tiene curiosidad por ver cómo diablos ha ultrajado el tiempo a esa belleza: Por ella, riñas, enojos, / celos, duelos, algaradas: / Rosa, Helena de esa Troya, / mucho más hembra que la Helena clásica! / Rosa la de los labios gordezuelos / y los perfectos muslos y las róseas cúpulas / elásticas!
La prima lleva a De Greiff hasta la sala de su casa. En la mesa de centro hay un charol cubierto de pétalos de rosa. Al lado, un bizcocho y una botella oscura. La amante se había acordado del gusto de León por los placeres sencillos. Él se apoya en la prima para leer la marca de la botella. No es anisado del Cauca sino coñac. Juntas han ido a comprar estas ofrendas a El Festín, una charcutería que hasta hace algunos años todavía despachaba en la Avenida La Playa.
Ante la tardanza, León pregunta cuánto tiempo más tendrá que esperar a Margarita. Será cosa de unos minutos, le dice al fin Victoria, porque ella ya está allí, en aquel cuarto, y no demora en salir.
La dama no termina de acicalarse. Se ha puesto el baúl y la tapa. Un vestido de organza con ribetes de encajes y letines. Tal vez da vueltas frente al espejo. Ya no es la misma, la de las danzas venusinas… Victoria le grita que salga, toca a la puerta, ¡salí, boba!, la llama otra vez para apurarla. Detrás de la puerta corren otro cerrojo. Y cuando el retraso ya toma el carácter de desplante, León se levanta, toma la botella de coñac y la guarda en el bolsillo del tabardo. Le pide a la prima que lo ayude a coger el último taxi. Todos los viajes, todos mis viajes, son viajes de regreso, había escrito cuarenta y cuatro años antes en su Relato de Harald el Obscuro.
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