Archivo restaurado
Universo Centro 034
Mayo 2012
Por GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL
Ilustraciones de Verónica Velásquez
Andrés Caicedo era tartamudo, pero tenía tanta fe en sí mismo que lo primero que pretendió ser fue actor de teatro. Como no era tartamudo suave sino bien pegado, nadie daba un peso por su actuación. Debió haberse dado cuenta muy pronto, y prefirió convertirse en director de su propio grupo de teatro, por entonces al mando de su parcero mayor, Jaime Acosta.
Yo lo conocí cuando estaba montando una obra de Ionesco en el teatrino del colegio San Luis Gonzaga de los Hermanos Maristas, donde estudiaba. Quien iba a ser su cuñado, Danilo Rodríguez, representante de arquitectura en el Consejo Directivo de la Federación de Estudiantes de la Universidad del Valle, me había entregado el cuento de su cuñadito para que lo publicara en “Página Nueva”, una sección del suplemento dominical de Occidente que manejábamos Carmiña Navia y el suscrito. El texto era tan golpeante como fue toda la literatura de Andrés y no vacilé en publicarlo. Al no saber decir gracias, y quedarle imposible manifestarse con su tartamudez por el teléfono, me pidió que le conociera acompañándole a un ensayo de su obra de teatro.
Después de esa inolvidable sesión empecé a leerle las obras de teatro que escribía y los cuentos que me pasaba. No se me borra de la memoria Berenice, un cuento que le comenté con tanta dureza que después me dio pesar habérselo destrozado, aunque no me duró mucho el dolor porque finalmente lo corrigió. Confirmé, leyendo sus textos producidos a una velocidad de vértigo, que no me había equivocado en la primera impresión sobre su literatura, y seguí ilusionándome con todo lo que escribía. Fue por esos días cuando, mamados del nadaísmo y su populismo literario —radicalmente odioso y excluyente— fundábamos el grupo “Los Dialogantes”, que era más que nada el resumen de todos quienes publicaban en “Página Nueva”. Isaías Peña Gutiérrez y el Dr. Rayo (Efraín Lezama) le dieron vida pública nacional al atrevimiento juvenil desde sus columnas periodísticas, pero como del grupo sólo Andrés y yo hicimos literatura visible, su recuerdo se perdió.
Caicedo era mucho pero muchísimo más vertiginoso que yo. Y dando saltos kilométricos se fue haciendo solo, cada vez más lejos de nosotros. Yo intenté seguirle el paso, tan velozmente como en todas las relaciones adolescentes, pero nos separó de un tajo la orden imperial de su mamá y sus hermanas que creyeron, en conciliábulo, que me estaba enamorando de él y terminaría haciéndole el amor. Aun cuando yo era muy promiscuo en aquellas épocas juveniles, a finales de la década del sesenta, no creo que lo hubiera hecho.
Andrés no solo era feo y daba la sensación de no haberse bañado: era tartamudo; y yo, que provengo de una familia en donde todos los hijos varones del abuelo Gardeazábal eran igual de gagos y tengo siete primos que no arrancan para hablar, debí haber visto inconveniente el asunto. A esta edad, ya no lo recuerdo bien.
Solo me quedan seis cartas suyas, que busqué con desespero en los libros de su correspondencia, que tan diligentemente el papá de Andrés ayudó a publicar y que también entregó al chileno que hizo la mejor biografía del suicida, pero no las encontré reseñadas. Inicialmente justifiqué su ausencia porque, como eran cartas morbosas que hoy podrían haberse leído como simplemente coquetas —y la orden imperial de la mamá y las hermanas todavía estaba vigente—, seguían siendo prohibidas. Me pareció obvio que, para poder seleccionar y construir treinta años después la imagen del genio que tuvieron (sin darse cuenta) en su casa, deberían ser fieles guardianes del criterio con el que quisieron educarlo. Pero no fue así, estaba equivocado en mi apreciación; las cartas no aparecen sencillamente porque no estaban dentro del archivo de copias de las cartas que por ese tiempo hacíamos casi todos los que creíamos que íbamos a pasar a la historia como grandes escritores. Andrés, que ya por entonces se había asomado al abismo de la droga y se dejó chupar por ella mientras su mamá y sus hermanas seguían protegiendo la virginidad de su culito, no quería dejar testimonio de ellas y, a todas seis, les puso volteado el papel carbón con el que entonces se sacaban las copias de las cartas mecanografiadas.
Al revisarlas bien encontré, treinta y pico de años después, que todas tenían copiado por detrás el texto original, como sucedía cada vez que uno se equivocaba y ponía el papel carbón al revés. Si esas cartas se publicaran podría modificarse la imagen mítica que han querido construirle a Andrés, para que las generaciones futuras no entiendan la magnitud del genio que nos tocó presenciar. Por eso he preferido convocarlas a la hoguera del olvido y recordar, mientras viva, la responsabilidad que le cupo a toda la sarta de mujeres que le rodearon siempre e impidieron habérnoslo dejado vivo más tiempo.
La última vez que me encontré con Andrés fue unos días antes de su muerte. Era un hombre más desbaratado que su personaje. Ya no tenía el odio en los ojos con que me miró en 1974, cuando organicé el Congreso Latinoamericano de Literatura y, al lado de Vargas Llosa, Clarice Lispector, Agustín Yañez y tantos otros, él no estaba en el círculo del poder. Se había ido de nosotros y no podíamos traerlo más que como asistente a las conferencias. Tampoco tenía —ese día en que nos volvimos a encontrar en las gradas del correo aéreo de Cali, cuando salíamos de revisar nuestros apartados de correspondencia— la cara de asombro que puso el día que llegué hasta el colegio San Luis a verlo ensayar su obra de teatro. Quien estaba frente a mí era un hombre al que se le salía por los poros el exceso de droga y le atormentaba estúpidamente la angustia de no haber podido ser como los demás. Me hizo de frente el reclamo de por qué yo había ayudado a los otros de su generación a publicar sus obras en México y Argentina, pero no me dejó contestar porque inmediatamente me espetó que ya iba a salir en Colcutura su novela ¡Que viva la música!, el primer libro que editaría. Me lo dijo con tanta rabia que la satisfacción añorante que sentí en ese momento se frenó como si me hubiera encontrado con una pared. Así y todo le seguí conversando y le acompañé las dos cuadras y media que había de las gradas del correo aéreo hasta el edificio Corkidi, donde tenía su apartamento y en donde unos días después iba a suicidarse.
Llegué a mi casa e inmediatamente le escribí a Harold Alvarado Tenorio para contarle la buena nueva de la publicación de Andrés. Harold vivía en Pasto, donde me reemplazó como profesor de literatura en la Universidad de Nariño y guardaba por mí y por mis descubrimientos literarios ese afecto descomunal que toda la vida me ha tenido. La víspera del suicidio, Harold vendría desde Pasto a visitarle en el Corkidi y viviría en su presencia toda la película —que cada quien ha contado a su manera— de la bravata con Patricia, la compañera de entonces de Andrés, y las pastillas de Seconal que terminaron matándolo unas horas después.
Andrés, con un poco más de formación y un poco menos de droga, habría sido el gran producto literario colombiano de finales del siglo XX. Las mujeres que lo rodearon, desde su casa materna hasta su apartamento en el Corkidi, lo ahogaron en su propia genialidad y no le dejaron ni siquiera el salvavidas del amor para que pudiera sobreaguar. Ellas son las culpables de que el tartamudo no haya seguido haciendo literatura.
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