Nacido en Cuarentena es una invitación a acercarnos a la memoria contada por artistas, músicos y escritores, para pensar el espacio público como el medio para inspirar transformaciones y nuevas propuestas de vida en sociedad, adoptando las posturas críticas, políticas y culturales, que hacen parte de la construcción de nuevos sentidos con el otro y con lo otro.

THE END

Por Santiago Rodas


El fin ha ocurrido más veces de lo que podemos imaginar. El mundo se viene acabando desde que alguien dijo: “Hágase la luz” y la luz se hizo, es decir, desde ese preciso momento en muchas latitudes y en diferentes capas de tiempo preveían que el mundo se acabaría indefectiblemente de una u otra manera. Los astrónomos nos explicaron que nuestro sol, que está por la mitad de su vida, un día se apagará y con él todo lo que vive morirá por el frío y la falta de alimento. En el apocalipsis bíblico se narran los últimos días de esta pobre humanidad agobiada y doliente. El fin nos acompaña y los predicadores lo saben, blanden sus biblias y proyectan su voz en el Parque Berrío desde tiempos inmemoriales.

El 2020 fue de nuevo el año del fin del mundo. La pandemia puso la palabra fin en el vocabulario de los medios de comunicación, de las conversaciones íntimas, en el pensamiento económico y las demás disciplinas humanas. Otra vez el fin estaba entre nosotros. Un virus microscópico reactivó la máquina productora de fines del mundo y a los findelmundistas. Encerrados en nuestras casas, quienes teníamos una, veíamos la desolación de las calles vacías, con pocas personas que se arriesgaban a sortear la ciudad en busca de algunas monedas. ¿Estábamos ante un nuevo fin del mundo? No lo sabíamos. Algunos lo afirmaban, otros los rebatían, otros más decían que el virus era un invento. Yo mismo me encontré con alguien que me explicó que todo se lo había inventado la policía para mantenernos encerrados y para cobrar por muchos más comparendos.

Hegel pensó que con él se acabaría la historia de la humanidad, luego Lyotard propuso que, con la posmodernidad, morían los grandes relatos del siglo XIX. Fukuyama, de manera resignada, le echó más tierra al mismo cadáver y vaticinó el fin de la historia con la caída del Muro de Berlín, pensó que después de ese acontecimiento solo teníamos la opción de aceptar las democracias liberales como el signo identitario bajo el cual se construiría nuestra subjetividad, es decir, estábamos ante el último hombre de la historia, después de esto no habría posibilidad de seguir con nada, todo parecía estar terminando.

El fin está por todas partes, pero no quiere acudir ante nosotros, es escurridizo, se demora, se sabe hacer esperar. Como dice una canción del grupo de punk español Ilegales: “Estamos agotados de esperar el fin”. ¿Cuántos fines del mundo nos esperan?

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En 1981, como homenaje al cine, Adolfo Bernal realizó su pieza “The End”, en la serie que él mismo denominó Señales. En el marco del MD7 reconstruyó dicha pieza y después de imprimir miles de reproducciones, las lanzó desde un helicóptero en algunos lugares de la ciudad. “The End” caía desde el aire en las manos de los transeúntes de la ciudad. En Medellín llovía el fin a manera de papeles impresos con un simple pero insólito mensaje. Sin mucho más que ese testimonio arrojado desde el cielo la gente vio cómo el fin caía sobre sus cabezas, se revolvía con el viento, se enredaba entre los árboles, quedaba estancado entre los techos.

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En los últimos meses del año 1999 el mundo estaba nervioso por el fin del siglo. También por el Y2k y las teorías de conspiración que se replicaban en los medios, en las voces de mis amigos del barrio. Había una mezcla de incertidumbre y de buenos augurios que colmaba los cuerpos. Algo se modificaría irreductiblemente. Yo estaba expectante por el cambio de milenio, era la primera vez que me veía consciente de la historia, ante mis ojos iba a ocurrir un acontecimiento. Dentro de poco se cumplirían dos mil años redondos y entraríamos, como decían los comerciales en la televisión, en el siglo XXI. Yo tenía nueve años, mis papás me regalaron un juguete llamado El robot del siglo XXI, las propagandas en la radio se referían a la fecha. La ciudad se veía volcada toda hacia el futuro, el presente se descascaraba a medida en que pasaban los últimos meses del año. En general, se respiraba un aire de cambio, de renovación, o al menos así lo recuerdo. Algo nos queríamos limpiar de tajo de nuestro pasado y como amantes del sistema decimal no perderíamos la oportunidad.

Uno de mis tíos se compró una gorra que tenía incrustado un reloj digital con la cuenta regresiva: marcaba los meses, días, horas y segundos que faltaban para que llegara el tan añorado año 2000. Varias veces lo encontré en reuniones familiares y siempre llevaba puesta la gorra con el contador, él era el centro de atención. Bailaba, hablaba y se reía con la gorra puesta. Era su manera de saber que el fin del milenio estaba presente todo el tiempo y no se podía perder ningún instante de la resta temporal.

El último día de ese año nos encontramos en una reunión familiar en el barrio de mis tíos y mis primos. Celebramos en la tarde con la familia de mi papá. Faltaban unas pocas horas para que el reloj de la gorra quedara en ceros. En las calles la gente se tiraba harina, celebraban un diciembre intensificado por el cambio de siglo, cogían globos, fritaban marranos, hacían sancochos callejeros, escuchaban las emisoras de música tropical que anunciaban cada tanto el fin del año, del siglo, del milenio. El ambiente festivo se desparramaba entre los barrios, una extraña electricidad hacía que todos comulgáramos con un mismo horizonte: nuestros ojos estaban puestos en el fin. Yo quería estar presente en el momento en el que el reloj de la gorra dejara de andar para ver qué pasaba, pero regresamos a casa mucho antes de las doce de la noche y no pude verlo.

Celebré el fin del milenio con mi mis padres y mi hermana y luego con mis amigos en el barrio. Creí que iba a notar una sensación en mi cuerpo, un escalofrío, algo distinto que me pasara en el estómago, en la piel, pero nada. El cambio de siglo ocurrió como todos los años anteriores: perseguí globos, tiré pólvora, cerramos la cuadra con un lazo para pedir plata a los carros que pasaban y con lo recaudado llenamos de pólvora un año viejo que explotó puntual a las doce, pero más allá de eso no pasó nada más.

La primera semana de enero visitamos la casa de mi tío. La gorra estaba tirada en cualquier parte con el contador en 00:00, le titilaban los punticos del centro, pero ni avanzaba ni retrocedía. La gorra ya no servía para nada, había perdido su función; sin embargo, mi tío la seguía usando, no eran tiempos para desechar las cosas, no se podía dar ese lujo porque trabajaba como albañil y enero siempre fue un mes bastante flojo para él.

Yo cogí la gorra y me quedé mirándola por un rato, me parecía inerte, como si fuera un animal embalsamado de los que había en un pequeño museo del colegio, algo que estuvo vivo alguna vez, pero ahora estaba cristalizado, como por fuera del tiempo. La dejé a un lado, sin su magia anterior. Ya no servía. Mi tío la usaba pasa soportar el sol en sus jornadas de trabajo con los ceros en su frente sudorosa.

El marcador de tiempo detenido y titilante en la gorra parecía contener un mensaje cifrado que habría que desenredar. Como si el tiempo se hubiera disecado y no avanzara más. Quizá era enero que se sentía con su fuerza despaciosa y su luz sosegada el que me hacía tener la impresión de que algo en la máquina del mundo se había pausado. Parecía que el fin sí había ocurrido, pero no nos hubiésemos percatado y que el presente era otra cosa: una especie de embrión que todavía no empieza a nacer y se revuelva en su líquido amniótico sin principio ni final. El fin se aplazaba hasta nuevo aviso.

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En casa tengo una de las impresiones de “The End” y a veces la miro por un rato, imagino cómo cayó desde el helicóptero. Cada vez que la veo pienso que el fin está sucediendo en todas partes, todo el tiempo. El fin, es también, ahora mismo. ¿Cómo lo sé? Tengo una copia de Adolfo Bernal para recordarlo.