Archivo restaurado
Universo Centro 030
Diciembre 2011
Universo Centro 030
Diciembre 2011
Por IVÁN MARULANDA
Ilustración de Verónica López
Eran las 4:30 a.m. en Caracas. El diálogo se había extendido durante 18 horas mientras salimos de la selva y atravesamos los cielos de Colombia y Venezuela, y era la hora de regresar a Bogotá. Nos levantábamos de la mesa para despedirnos cuando Alfonso Cano me sorprendió con algo que había reservado para el último instante: “Doctor Marulanda, en la Constituyente están sucediendo cosas importantes y nosotros queremos hacer parte de ella. Como los trabajos van avanzados no tiene sentido que las FARC sienten 10 delegados allá —no supe de dónde sacó eso ni le pregunté—, y es mejor que sea el propio comandante Marulanda quien vaya en persona a la Asamblea y en su lenguaje campesino les explique a los constituyentes y a los colombianos por qué estamos en esta guerra”. Disimulé mi sorpresa pero no tuve duda de que Cano acababa de soltarme una bomba. Le respondí mirándole a los ojos, cansinos y escurridos detrás de las enormes gafas: “Le prometo que llevaré a la Constituyente la proposición de invitación a Manuel Marulanda para que hable en el pleno de la Asamblea”.
Nos despedimos con calidez, con respeto, sin zalamería. Estábamos cansados pero sentíamos que se abrían las puertas para los sueños de paz que todos teníamos desde la juventud. Se nos notaba, aunque la conteníamos, la emoción de la esperanza. Mis nervios estaban distendidos: la tarea había terminado. Dejaba a estos hombres y mujeres de la guerra en lugar seguro, rodeados de consideraciones de los anfitriones venezolanos. El sitio era placentero, el hotel estaba construido sobre una colina aislada del tráfago urbano de Caracas. Nos atendían, en vajillas y cubiertos lustrosos, meseros trajeados de esmoquin y guantes blancos.
Cuando arribamos al hotel, horas atrás, salieron los dirigentes del ELN en comitiva a recibir a la delegación de las FARC. Aunque nos saludamos con cortesía, no sé quiénes eran. Quien sabe cuándo habían llegado; no debía ser muchas horas antes porque estaban recién bañados, afeitados y perfumados, y estrenaban ropa. Aunque nunca se lo pregunté, creo que el colega constituyente Alvaro Leyva los había acompañado hasta allí. En breve conversación entre ellos, comentaron con gracejos sus fachas relucientes. Los “elenos” estaban rozagantes y las prendas de vestir que lucían eran sencillas pero dignas, bonitas y cómodas. Era obvio que a mis acompañantes les tendrían las mismas atenciones, que los sacarían de su fatiga y mugrerío, y eso me alegró.
El viaje desde Fresno hasta Caracas había sido largo. El jet que nos llevó era lujoso, entapetado de cabo a rabo, sillas muelles, dos bellas azafatas rubias vestidas de uniformes relucientes nos dieron la bienvenida. Subí de último y me acomodé en la salita de visita, en la cola del avión. Compartí los cómodos sillones de atrás con Alfonso Cano, Iván Márquez y Pablo Catatumbo, y conversamos mirándonos las caras. Los temas de la tertulia fueron variados pero siempre sobre política. Catatumbo, que creo es abogado, me relató episodios trágicos de su familia que lo llevaron a tomar las armas; es inteligente, tranquilo, habla bien, me pareció preparado, tiene sus ideas claras. Márquez, parco, dice en pocas frases lo que piensa: sin sombras de duda, directo. Cano era el jefe y su fibra política era evidente. Informado, sereno, parecía más intelectual que guerrero.
Los temas que más les interesaron a Cano se referían a la Constitución. Insistía en que era necesario revisar lo atinente a la fuerza pública, que a su juicio no se había tocado. La verdad es que a la sazón apenas entrábamos en materia, pero no tenía razón sobre la voluntad de la Constituyente al respecto. A mi regreso me enteré que, por coincidencia, ese día se había votado el artículo sobre la prohibición de que los civiles fueran juzgados por militares, pero había sido derrotada por un voto. Faltó el mío y eso me produjo desazón. Por fortuna, tuvimos otra oportunidad para votar la proposición y ganamos por un voto. El artículo está en la Constitución, como está el que determina que los militares sean juzgados por jueces civiles cuando cometan actos irregulares por fuera del servicio; y el que expresa que los subalternos en la fuerza pública no están obligados a obedecer órdenes que violen los Derechos Humanos, la Constitución o la Ley.
Mientras dialogaba con mis contertulios en pleno vuelo, el combo de pasajeros de adelante se divertía probando bocadillos multicolores y sofisticados que les ofrecían las azafatas: tostadas untadas de salsas con caviar, colas de langostino, salmón rosado, huevos de codorniz y qué sé yo cuántas sabrosuras más, acompañadas de champaña y vinos regios. Arrasaron con las existencias de comestibles y bebestibles. Nuestro grupo de retaguardia, en cambio, estuvo frugal: comimos sándwiches con coca cola y nada más. La dieta fue benévola con nuestros organismos, pero los demás devolvieron las atenciones sin escrúpulo… No puedo describir lo que se respiraba en ese avión a las dos horas de haber partido —esa mezcla de vapores exhalados por hombres y mujeres sudorosos, salidos de las profundidades de las madrigueras en el monte, y los olores de sus vómitos— mejor que con esta sentencia: Olía a diablo rodado. Los rostros de las mujeres eran blancos como hojas de papel, casi transparentes, y sus ojos vagaban perdidos por vacíos inescrutables. Quienes estábamos bajo control no hicimos el más mínimo comentario sobre aquel escenario de mortecina: todo era comprensible.
Aterrizamos en la base militar venezolana de Santo Domingo. Vi por la ventanilla que al pie de la escalerilla se alineaban distintos militares, al parecer de diferentes armas, ataviados con vistosos y curiosos uniformes. Bajé primero, me preguntaron si yo era el Constituyente Marulanda, me saludaron con amabilidad y nos ofrecieron pasar al terminal para atendernos. Agradecí al oficial que hablaba en nombre de los demás y le dije que le entregaba, con Lorenzo, a nuestros acompañantes, y que regresaríamos de inmediato a Bogotá. “Por ningún motivo, señor”, me contestó, “ustedes deben ir con ellos hasta Caracas… con gusto los vamos a escoltar hasta allá”. Luego nos invitaron a seguir al lujoso terminal para que se reanimaran los pasajeros averiados.
En el viaje desde allí hasta Caracas nos siguieron de cerca aviones de la Fuerza Aérea Venezolana. En la capital nos esperaban caravanas interminables de soldados y policías montados en toda clase de autos, motocicletas, camiones antimotines, camionetas, jeeps. Nos invitaron a subir en un inmenso y confortable pulman, y la comitiva arrancó como alma que lleva el diablo por avenidas enormes, en su totalidad despejadas para nuestro paso, sin interrupción ni pare alguno.
Volamos literalmente hasta llegar al hotel, donde cenamos sin bañarnos ni cambiarnos: no teníamos ropa de recambio. Luego nos ofrecieron seguir a las alcobas que nos tenían dispuestas. Lorenzo aceptó ir a la suya, y nosotros nos quedamos en una pequeña sala para continuar nuestras conversaciones. A Cano, Márquez y Catatumbo se sumó Andrés París, quien había estado marginado hasta ese momento del diálogo. A propósito, ese hombre fue el único agresivo y a veces exaltado del grupo, mientras los demás estuvieron siempre serenos y respetaron el tono civilizado de la conversación. Le dije en cierto momento: “Amigo, en esa tónica vamos a tener guerra para toda la vida”, y a partir de ahí se calmó. Cano le puso encima su mirada de jefe… mirada de ternero huérfano.
Ya para partir, Cano me dijo algo que no olvidaré: “Doctor Marulanda, el punto más importante de estas negociaciones es este: ¿Cómo nos van a garantizar la vida? Porque cada vez que intentamos dejar las armas y reingresar a la sociedad, nos asesinan”.
Lorenzo y yo volvimos a nuestro jet, convertido en basurero nauseabundo, y volamos directo a Bogotá. Yo llevaba más de un día sin dormir y aun así seguí envuelto en cavilaciones durante varias horas. Al tocar tierra llamé al Presidente Gaviria y le pedí que me recibiera. Me despedí de Lorenzo y salí para Palacio con la ropa impregnada de monte y guerrilla. Le dije a Gaviria muchas cosas en que había meditado y le comenté detalles que consideré importantes; por ejemplo, le advertí que su interlocutor con los jefes guerrilleros, el doctor Jesús Bejarano, era odiado por las FARC desde cuando era estudiante en la Universidad Nacional. Ellos veían a “Chucho” como traidor… Me pareció entenderles que en su juventud militó con ellos en las líneas comunistas. Le advertí al Presidente que no le veía futuro al diálogo con esa desconfianza de por medio.
El Presidente Gaviria, como siempre que habló conmigo, escuchó con todos los sentidos despiertos, pero no comentó nada. Al final le dije el motivo de mi visita intempestiva: “Voy a presentar la proposición para que la Constituyente invite a Manuel Marulanda Vélez a hablar en sesión plenaria, y quiero que conozca el texto que prepararé tan pronto llegue a la Asamblea, luego de salir de aquí”. “Gracias… Muéstraselo al ministro De La Calle, que está allá”, me contestó.
Fui directo a mi escritorio en el pleno de la Constituyente, saqué mi maquinita de escribir de pilas y papel químico, y redacté la proposición. Al terminarla miré al ministro De La Calle que estaba en su sitio habitual de trabajo en la Asamblea: estaba pendiente, el Presidente con seguridad lo tenía advertido. Le hice una seña y a paso rápido se acercó, tomó el papel en sus manos y de su puño y letra le agregó esta frase: “previa evaluación que haga el gobierno del avance de las conversaciones de paz y de común acuerdo con este”.
Envié el texto a mi oficina para que lo transcribieran en limpio y tan pronto me lo regresaron recorrí la sala para llevarlo a los líderes progresistas de la Constituyente que, sabía, lo secundarían. El primero que abordé fue a Misael Pastrana Borrero, conservador, quien firmó de inmediato y con entusiasmo; luego Lorenzo Muelas, mi compañero indígena de aventura; luego Horacio Serpa Uribe, liberal y copresidente de la Asamblea; luego Alfredo Vásquez Carrizosa, de la Unión Patriótica; luego Jaime Ortiz Hurtado, del Movimiento Cristiano, y por último Antonio Navarro Wolff, quien firmó después de hacer consultas que consideró convenientes entre los constituyentes de su partido. El facsímil de la proposición original, que fue sometida a votación y aprobada por la inmensa mayoría de constituyentes días después, está publicado junto a esta crónica.
Me queda por decir que el Presidente Gaviria nunca estuvo de acuerdo con que “Tirofijo” hablara en la Constituyente. Sin su autorización como responsable constitucional del orden público y comandante supremo de las Fuerzas Armadas, el encuentro cara a cara y en son de paz de los constituyentes y los colombianos con Manuel Marulanda Vélez era irrealizable, y no pudo ser. Con esta cuarta y última entrega, culminamos una serie de crónicas en conmemoración de los 20 años de la Constituyente de 1991, escritas por Iván Marulanda, quien fuera uno de sus grandes protagonistas. Los sueños que quedaron truncos, son los mismos que siguen vivos.
Etiquetas: Constitución de 1991 , Iván Marulanda , Tirofijo , Universo Centro 30 , Verónica Velásquez